Eugenio Pochini

Sangre Pirata


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conoce las reales intenciones del gobernador» comentó Rogers. «Ni siquiera Su Majestad. Si Wynne dice la verdad, este mapa nos llevará a un tesoro inimaginable.»

      O’Hara levantó su jarra. No había tomado ni una gota de alcohol desde que habían comenzado a platicar. «Que la suerte nos acompañe.»

      «A la salud» dijo Rogers, imitándolo.

      También el gigante africano se unió al brindis. «Que el diablo te acompañe, ¡mi capitán!»

      Gran parte de la noche fue ocupada en varias charlas su cómo organizar el viaje. Acordaron que iban a necesitar por lo menos cinco días para preparar el Delicia. Efectivamente, había tiempo suficiente para planificar la expedición. Sin embargo, un vago presentimiento preocupaba el corazón de Rogers. A pesar de la atmósfera de aparente tranquilidad, el miedo que había probado durante casi toda la noche reapareció varias veces. En los oídos, además de las palabras del francés, se añadió la exclamación de Husani.

       “Que el diablo te acompañe, ¡mi capitán!”

       ***

      Las campanas de la única iglesia de Port Royal resonaron en un estruendo impresionante durante las primeras luces del amanecer. Johnny se despertó con ese ruido. Le dolía muchísimo la cabeza, esto era evidencia que estaba durmiendo poco y mal. Entrecerró los ojos. Justo enfrente de él, vislumbró una cara flotando en medio del aire. Al principio no la reconoció. La somnolienta figura de Anne cubría parcialmente su vista. Al final consiguió concentrarse y oyó a Bartolomeu saludarlo con su típico acento peculiar.

      «Mínimo intenta hablar un poco de inglés» le pidió. «No cerré ojo toda la noche. Me duele horrible la cabeza.»

      El otro se río. «Tienes toda la razón, una disculpa.»

      Johnny, batallando se puso de pie. Las piernas entumecidas amenazaban con rendirse. Logró evitar una caída ruinosa sólo porque el portugués fue muy rápido en intervenir. Lo agarró por los brazos y lo puso al pie de la cama.

      «Yo me encargo» dijo y fue a abrir las ventanas. Un soplo de aire fresco entró en la habitación. El sol entraba y los rasgos del hombre eran evidentes en las primeras luces de la madrugada.

      Tenía un rostro afilado, el pelo negro que mantenía atado en una cola de caballo. Ojos oscuros y profundos le daban una mirada amenazadora, acentuada por gruesas cejas negras que se unían entre sí. El labio superior estaba enmarcado un grueso bigote.

      «¿Cómo está tu madre?» preguntó.

      «Nada bien» contestó Johnny.

      Ambos miraron a Anne. Todavía estaba dormida.

      A pesar de su respiración relajada, seguramente tuvo una noche difícil. Podía verse por la expresión de sufrimiento que tenía su rostro.

      «Mejor dejarla descansar» admitió Bartolomeu. «No podemos hacer nada.»

      «Pero…»

      «Ningún pero» lo regañó él. «Ven conmigo. Tenemos que hablar.»

      El chico asintió, aunque no muy convencido. Bajó las escaleras, y luego se acomodó en un taburete detrás del mostrador.

      «Bennet estuvo aquí ayer en la noche.» Bartolomeu estaba intentando abrir una botella de ron llena de polvo. «A mí no me interesa lo que hacen ustedes dos, ni las mentiras que se tienen que inventar para que tu madre no se preocupe.»

      Después de los últimos acontecimientos se había olvidado de todo eso. Instintivamente se puso el dedo índice sobre la nariz. La hinchazón, así como el dolor, habían disminuido. Afortunadamente, Anne no parecía haberlo notado .

      “En ese estado como hubiera podido” pensó.

      «Es una mujer fuerte» subrayó el dueño de la posada. «Pero tú no tienes el derecho de permitirte esos tipo de tonterías. El muchacho que hoy te fastidia, será el borracho que te hará daño mañana.»

      «¿Es uno de tus refranes?»

      El portugués frunció el ceño. El tono burlón con el que acababa de ser insultado no parecía haberle gustado mucho. Empezó a beber el licor.

      «No» contestó con un guiño. «Me lo acabo de inventar.»

      Hasta ahora, Johnny temía deber soportar otra maldita reprimenda y estaba listo para irse. A él le importaba solamente su madre. Esa simple broma tuvo el poder de cambiar su actitud.

      «Ándale toma tú también» comentó Bartolomeu, luego. Y le pasó la botella.

      «¿Así? ¿En la mera mañana?»

      «Antes o después deberás convertirte en un hombre. Quiero ver si tienes el valor. ¡Ándale!»

      El olor fuerte del ron llegó a las fosas nasales de Johnny, que no pudo contener una mueca de asco. Puso suavemente sus labios en contacto con el cáliz e inclinó su cabeza hacia atrás. El líquido se deslizó caliente y dulce a lo largo de la garganta. Cuando llegó al estómago liberó toda su fuerza.

      «¡Quema!» comentó. Una serie de poderosos golpes de tos empezaron a sacudir su pecho. Siguió por un rato, bajo la mirada divertida de Bartolomeu, que ya no podía dejar de reír.

      ***

      Por su costumbre el gobernador era tempranero. Especialmente cuando tenía que asistir a una ejecución. En esos casos apenas podía dormir, esperando con impaciencia el momento de llegar al andamio.

      Esa vez fue diferente.

      Después de despedir a Rogers, había preferido retirarse a sus habitaciones sin tocar comida. Además de la tensión, había atribuido el insomnio a las comidas demasiado sazonadas. Suponiendo que no podía dormir en absoluto, le había ordenado a Fellner, su mayordomo personal, que le trajera a una de las sirvientes negras que trabajaban en las cocinas.

      «Usted es Abena, ¿verdad?» Comentó cuando llegó la sirviente que había pedido.

      La esclava se había limitado a hacer una reverencia y se había quedado cerca de la puerta, mirando a su alrededor con expresión perpleja.

      «No tenga miedo, querida. Por favor vengase aquí conmigo.» El gobernador había sacado su mejor sonrisa de depredador. «Póngase cómoda.»

      «¿Ahora, excelencia?»

      «Sí.»

      La motivación era muy sencilla, y Abena había comenzado a desnudarse. Morgan la había examinada con curiosidad, como un niño, cuando mira un fenómeno que le resulta extraño. Luego había empezado a desnudarse él también. La había poseído con fuerza y Abena había soportado con resignación. No duró mucho tiempo, pero pareció complacido de sí mismo. Después de eso se había quedado dormido.

      A la mañana siguiente, Fellner entró en la habitación llevando una bandeja con una copa de vino y todo lo necesario para el baño: una tina de agua fresca, y otra llena de harina de arroz, un conjunto de tarros que contenía el maquillaje y algunos paños perfumados.

      «Buenos días, excelencia» dijo.

      Morgan murmuró algo. Cogió su vaso y lo bebió, sin saborearlo.

      A pesar de ser reconocido como la autoridad más importante en Port Royal, muchos todavía lo consideraban un pirata por esos modales feos y maleducados.

      «Excelente día para llevar a cabo una ejecución» comentó Fellner. Movió las cortinas desde las ventanas y arregló arriba de un mueble en estilo barroco todo lo necesario para llevar a cabo el día.

      «¿Dónde está la muchacha?» preguntó de repente el gobernador. Había extendido su brazo seguro de encontrarla todavía dormida a su lado.

      Fellner no modificó su expresión. Recuperó la peluca y la empolvó con la harina de arroz. «Salió de las habitaciones de su excelencia sin siquiera preocuparse de pedir