Eugenio Pochini

Sangre Pirata


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dirigirse hacia esos mares.»

      ***

      Saliendo de la villa algunos soldados se le acercaron, con la intención de acompañarlo hasta su carruaje. Rogers había insistido en que Morgan le dejara ver al prisionero. Todavía no podía creer la historia que le había contado.

      «Adelante, su señoría dijo, de repente, uno de los guardias, abriendo la puerta del carruaje que los llevaría a las cárceles.

      El carruaje su fue por una franja de tierra que se encontraba cerca de la playa. El chofer se vio obligado a disminuir la velocidad debido a la gente que ocupaba el camino. Morgan aprovechó para saludar a los colonos. Muchos contestaron con una reverencia. Un poco más adelante, la costa formaba un ligero arroyo, considerado el corazón verdadero de la bahía. En el ancladero se encontraban una docena de naves.

      «Llegamos, su señoría» gritó a un cierto punto el chofer.

      El camino que estaban recorriendo estaba lleno de rocas esparcidas por todas partes, que se hacían más y más compactas hasta formar un pavimento que terminaba frente a la entrada del fuerte. La embocadura estaba hecha de un arco de ladrillos en la cortina principal. Desde la cornisa superior, coronada por un enorme almenaje, se podían ver las grises bocas de los cañones.

      Una vez dentro de Fort Charles se bajaron en el centro de la plaza octogonal. Luego fueron conducidos hasta las celdas por un pasillo de piedra, cuyas paredes eran iluminadas con algunas antorchas. En la penumbra vieron llegar a un hombre robusto y con aire repugnante. Estaba batallando a respirar y su rostro estaba mojado de sudor. Llevaba puesto un vestido sin adornos y manchado en varios puntos. Rogers reconoció rastros de sangre tanto en las mangas como en el cuello. Fue entonces cuando sintió la desagradable sensación de estar en presencia del mismísimo verdugo.

      «Su señoría» saludó el hombre.

      «Lo saludamos, maestro Kane» contestó Morgan. «Le quiero presentar el capitán Woodes Rogers, corsario a las dependencias de Su Majestad.»

      «¿Cómo puedo ayudarle?»

      «Estamos aquí para ver al prisionero Emanuel Wynne.»

      El verdugo asintió con determinación, cogió una de las antorchas que estaban colgadas en la pared y los acompañó por un segundo pasillo, donde las celdas se alternaban. Cuando llegaron al final, tomaron una escalera. A mitad de camino, la bajada se hizo más empinada y se vieron obligados a agacharse, dado que el techo se bajaba gradualmente. Pronto se encontrarían bajo tierra.

      «Antes de entrar les quiero hacer una pregunta» dijo Rogers al gobernador. «Usted ya reservó la ejecución para mañana. ¿Porque tiene tanta prisa?»

      «Wynne es un pirata y por eso debe pagar por sus crímenes» contestó el otro.

      “¿Sin derecho a ser procesado?” Esos pensamientos crecieron en la mente del Corsario en forma siempre más evidente. “¿Realmente crees que yo sea tan estúpido, Henry? Me trajiste hasta aquí por una razón más importante. ¿Por qué te estás esperando tanto?”

      Envuelto por esas conjeturas, se encontró de frente a una celda, sin siquiera darse cuenta. El interior, primero sumergido en la oscuridad, fue iluminado por la antorcha de Kane. Inmediatamente lo vio trabajar con un pesado anillo de bronce que contenía una docena de llaves. Puso una en la cerradura y la giró, emitiendo un sonido chillón. Los virotes se abrieron evidenciando una habitación pobre, sencilla, cuyo único mobiliario era un camastro de paja. Al estar bajo tierra no había ventanas de ningún tipo, ni siquiera simples ranuras. En todas partes había un fuerte olor a moho, heces y orina.

      Morgan parecía muy interesado en la figura que yacía sobre el camastro de paja. Estaba inmóvil y envuelto por una manta sucia. «¿Seguro no ha exagerado, maestro Kane? Queremos que este hombre sea colgado delante de una muchedumbre exultante, no que se muera aquí como una rata de alcantarilla.»

      «No se preocupe» garantizó el verdugo y avanzó hacia Wynne. Luego le dio una patada en el costado. El pirata se puso de pie muy rápidamente, chillando. En las sombras se parecía a un espectro. El rostro esquelético estaba marcado por una barba afilada que marcaba sus mejillas desordenadamente. Su pelo largo y sucio caía frente a sus ojos y detrás de sus hombros.

      El gobernador mostró una sonrisa llena de falsedad. « Monsieur Wynne usted está algo tocado por lo que le ha sucedido. No necesitamos tratarlo así. Somos caballeros. Ahora, maestro Kane, tenga la amabilidad de dejarnos solos. Por favor salgase.»

      «Pero…» intentó contestar Kane.

      La mirada de Morgan se puso inmediatamente muy intensa.

      «Se puede ir» repitió, con falsa tranquilidad.

      El verdugo colgó la antorcha en la pared de una celda y se salió.

      «Wynne» le interrumpió Rogers. «¿Logra escucharme?»

      El corsario esperó, a que contestara. Pero cuando se dio cuenta de que eso podría durar para siempre, se inclinó sobre sus rodillas, a pocos centímetros del prisionero. «Mi barco los encontró afuera de Nassau, ¿se acuerda? Vine aquí para hablar sobre el mapa. ¿Qué le pasó?»

      Wynne levantó la cabeza, mirando a su interlocutor, pero no parecía verlo. Él pensó ver un resplandor verdoso procedente de uno de sus ojos. Contuvo la respiración. No podía estar seguro, ya que el pirata tenía el pelo presionado contra su rostro. Entonces se convenció que no era más que el reflejo de la antorcha que colgaba de la pared.

      «El Triángulo del Diablo» comentó en voz baja Wynne, después de unos minutos.

      «¿De verdad han navegado por esos mares?» preguntó Rogers.

      «No tenía que dejar mi lugar. Órdenes del capitán. Estará muy enojado.»

      «Sigue diciendo siempre lo mismo» comentó Morgan, con un cierto fastidio. «Solamente se preocupa de regresar con Bellamy. Ni siquiera los latigazos de Kane han logrado sacudirlo.»

      Al oír esas palabras, el pirata jadeó, murmurando como un pez fuera del agua y emitiendo ruidos sordos procedentes del fondo de su garganta .

      «¿Estaban bajo el mando de Samuel Bellamy?» Rogers movió sus dedos cuidadosamente, agarrando su brazo con delicadeza. Estaba claro que Wynne estaba intimidado por la presencia de Morgan. Si no hubiera sido capaz de calmarlo, se habría vuelto a cerrar en su mutismo.

      El hombrecito dejó escapar una expresión de sorpresa. «Nos perdimos.»

      «Por favor, explíquense con mayor claridad.»

      «La niebla… estaba en todas partes.»

      «¿Cual niebla?» insistió Rogers. «¿Que trata de decirme?»

      «Me tengo que quedar de centinela» Wynne cambió el tono de voz. Parecía más la de una persona que estaba buscando compartir secretos. «Órdenes del capitán.»

      Rogers se quedó en silencio, nuevamente en espera.

      «No hay nada que podemos hacer» confirmó Morgan. «Estamos perdiendo nuestro tiempo. Usted logró, capitán, que le dijera algunas cosas más. Eso hay que admitirlo. Pero…»

      «¡Es esto que ustedes no entienden!» exclamó el pirata. Parecía que una chispa de lucidez hubiera aparecido nuevamente en su cerebro. «Hay un precio a pagar por aquellos que buscan el tesoro. Un tesoro que puede cambiar el destino de quien lo encuentra.»

      «¿Cual tesoro?» preguntó de inmediato el gobernador.

      Wynne empezó a agitarse. Se liberó del agarre del corsario y terminó acurrucándose en el camastro de paja, en posición fetal. Desde ese ángulo, Rogers podía ver las marcas todavía frescas de los latigazos.

      «¡Wynne!» exclamó Morgan, con tono amenazante. «¿De cuál maldito tesoro está hablando? Conteste, ¡maldito!»

      El pirata expresó una serie de lamentos y ya no habló más. Ni los insultos del Gobernador tuvieron éxito .