de los clientes. Sin embargo, como seguido le pasaba cuando se encontraba en esa fase intermedia entre el sueño y el despertar, reflexionaba sobre el hecho que no eran tanto esos ruidos para mantenerlo despierto como la curiosidad de las historias contadas por los huéspedes.
Había nacido y crecido en esa ciudad que muchos consideraban como la más rica y peor del mundo. Anne no perdía la oportunidad de recordárselo. Él nunca había estado en serios problemas. Unas pocas bravuconerías... bastante normal para uno de su edad. Pero escuchando su madre el mundo era peligroso y Port Royal lo era todavía más.
“Esa también es la civilización” le había explicado una vez su padre. “Solamente que aquí se vive de una forma diferente. Y tú deberás aprender a vivirla de esa forma, Jhonny.”
Decidió levantarse. Caminó hacia la ventana, quedándose por un momento en el centro de la habitación para arreglar las medias que se deslizaban sobre sus piernas desnudas. Abrió las contraventanas, incrustadas por la sal del mar. Una ola de luz le golpeó la cara. Instintivamente levantó una mano para protegerse y pacientemente esperara que la molestia pasara. Luego, una vez que ya se había acostumbrado, quedó encantado por el esplendor del paisaje.
La bahía estaba cubierta por un gran espejo de agua cristalina. Paredes rocosas, cubiertas de vegetación, la rodeaban en un semicírculo desordenado. Olas espumosas chocaban suavemente contra la costa, empujadas por el viento canalizado en el estrecho callejón que unía el arroyo con el mar abierto. La parte más occidental de la playa se hacía más sutil hasta convertirse en una línea de arena hueca en forma de hierro de caballo, donde se hallaba el Fuerte Charles. Sobre el torreón de la fortaleza se agitaba con orgullo la bandera inglesa.
Johnny estaba contemplando esa maravilla. Distinguía las casas, los almacenes y los muelles donde los barcos se quedaban para darle tiempo de bajar a las tripulaciones. Las gaviotas volaban entre las banderas, graznando en coro.
«John, ¿estás despierto?» La voz de su madre lo alcanzó detrás de la puerta.
«Sí» contestó. «Ya voy.»
Para él era un hábito dormir en compañía de Anne, también porque no podían hacer otra cosa. Con lo poco que podían ganar, era un milagro que pudiera pagar el alquiler a Bartolomé, el dueño de la posada. Anne trabajaba por él.
«¡Date prisa!» gritó otra vez ella, desde el otro lado de la puerta. «Avery te estará esperando. Vas a llegar tarde, como siempre.»
Johnny percibió la clásica nota de reproche que conocía bien, seguido un momento después por un golpe de tos. Volteó sus ojos. Eran algunos días que estaba enferma. Y no había necesidad de consultar a un médico para entenderlo. Sólo una vez se había tomado el riesgo de comentar algo pero ella lo había advertido, agregando que era solamente un problema de cansancio.
«Eres como tu padre» agregó la mujer, esforzándose de controlar los espasmos.
“Siempre con la cabeza entre las nubes” pensó Johnny.
El motivo detrás de las reprimendas constantes de Anne tenía que ver exactamente con Stephen Underwood. Nunca le había perdonado de haberla llevado a Port Royal.
Gracias a la empresa de negocios que había fundado, Stephen había podido acreditarse una pequeña parte del transporte de mercancías que llegaban desde Inglaterra hacia el Mar Caribe. Al principio todo había funcionado perfectamente. Posteriormente, debido al monopolio de la Compañía de las Indias, la situación se había desplomado. Y como si no fuera suficiente, algunos acreedores a quienes el hombre había pedido ayuda, lo habían forzado a cerrar el negocio y a declararse en bancarrota. Ante la insistencia continua de su esposa, él había contestado que se iba a marchar pronto para ver de resolver la situación y poder liquidar sus deudas. Anne había confiado en él, como de costumbre. Ciertamente no podía imaginarse que nunca más lo volvería a ver.
Stephen Underwood se había ido a bordo de una nave holandesa. Los rumores que habían circulado después de su desaparición eran muchos. Había quien decía que era toda culpa de unos piratas que lo habían atacado y otros que afirmaban haber visto su barco inundarse a lo largo de las costas de Aruba, a la merced de una tormenta.
A pesar de esto, Anne había perdido todo, obligada a modificar totalmente sus costumbres de una vida rica: había tenido que encontrar un trabajo en el único lugar que más odiaba en el mundo.
El lugar que le había quitado a su esposo.
Y sus sueños.
Cada vez que su madre lo atormentaba con esta historia, Johnny guardaba silencio y escuchaba. No se atrevía a contradecirla por temor que sufriera todavía más. Varias noches la había oído llorar a su lado y se preguntaba por qué la familia Davies no iba a Port Royal a ayudarlos.
Había descubierto la verdad una vez que había alcanzado a la adolescencia. William Joseph Davies nunca había accedido a que su hija se hubiera ido a una parte del globo donde el concepto de civilización era demasiado relativo. Anne había permanecido como quiera en contacto con la familia, al menos hasta la desaparición de su marido. Luego había dejado de contestar a las cartas que llegaban desde Londres. Johnny había pensado que iba a ser solamente un periodo, en espera de tiempos mejores. Pero cuando sorprendió a su madre quemar esas cartas, se dio cuenta de que cada vínculo con el pasado estaba totalmente cortado.
Esa mañana se vistió con prisa. Se acomodó los rizos marrones frente a un espejo con los bordes oxidados y abrió y cerró la boca un par de veces. La cicatriz que tenía en la mejilla se hizo más sutil hasta convertirse en una línea casi imperceptible. Sobre sus dientes habían aparecido puntos oscuros de suciedad: puso un dedo en una vasija cercana y se los frotó con fuerza.
Cuando terminó, bajó las escaleras justo un poco después de su madre; pensaba de encontrarla en el rellano que coincidía con la parte trasera del Pássaro do Mar, en su trabajo de limpieza. De hecho, estaba allí. Estaba cantando una canción. La saludó rápidamente; poco después escuchó la voz de Bartolomeu que le estaba llamando.
«Anne, ven aquí» dijo con ese extraño acento portugués. Aunque era un tipo excéntrico, había sido el único a ofrecerle un lugar donde poder quedarse y algo parecido a un trabajo. Siempre él había insistido con Bennet Avery a emplear a un aprendiz en su tienda.
Johnny abrió la puerta y se fue por el callejón que cruzaba la posada, inmerso en la agitada vida de Port Royal.
***
Un conjunto de personas estaba atestado en la calle.
Paseaban entre los banquetes de los vendedores o charlaban en voz alta bajo las ventanas de las casas. Había prácticamente de todo, desde las prostitutas coquetas delante de las tabernas hasta los lobos de mar que bromeaban alegremente entre ellos y los soldados de la marina inglesa que empujaban sin vergüenza a cualquiera que estuviera delante de ellos.
Secándose la frente sudorosa, Johnny volteó por un camino lateral que bajaba hacia el puerto. Al hacerlo, habría evitado la multitud turbulenta de todos aquellos que se dirigían al mercado. Sólo tenía que cruzar el antiguo barrio español, luego…
“¡Maldición!” pensó. Sin darse cuenta se mordió los labios.
La última persona que quería encontrar era Alejandro Naranjo Blanco. Junto con algunos otros muchachos, había formado una pandilla que atormentaba a cualquiera que fuera a pasar por allí. Nadie les caía bien. Especialmente a los ingleses. Esto se debe a que Port Royal había sido una fortificación española antes de la dominación británica.
Sus problemas habían comenzado cuando a Avery le había sido comisionado una espada. Además de ser un gran carpintero, era un herrero de reconocida habilidad. Había ordenado a Johnny de entregarla, y él, sin pensarlo demasiado, se había ido por el Barrio Español. La pandilla de Alejandro la había atacado de inmediato. El chico había intentado defenderse, pero el mismo Alejandro se había arrojado sobre él, sacando un cuchillo y dejándole un recuerdo en la mejilla derecha.
Mientras se encontraba en medio