Eugenio Pochini

Sangre Pirata


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Se deslizó cautelosamente en la parte de la playa que se encontraba entre los arrecifes y el muro de la ciudad.

      Dio unos pasos y luego se detuvo.

      Unas voces se escuchaban arriba de él, inesperadas.

      Miró hacia arriba y vio a los soldados de la patrulla en su vuelta de ronda. Esperó que se alejaran. Luego se movió hasta alcanzar la primera batería de los cañones. Salían como si fueran postes de bronce sobre la superficie de piedra, alisada por las constantes tormentas que venían desde el sur. Escalar con las manos desnudas habría sido imposible. Afortunadamente, había preparado una cuerda robusta, cuyo extremo terminaba con un gancho. Abrió el saco: inmediatamente sacó la cuerda.

      Habían pasado veinte días desde su llegada a Port Royal. El pequeño bote utilizado para desembarcar no había sido tomado en cuenta y había sido suficiente sobornar al oficial local para asegurarse un pequeño muelle lejos de los ojos indiscretos. Antes de partir para esa misión, el capitán había sido muy claro: tenía que averiguar cualquier información sobre Wynne. Y él lo había conseguido. La ejecución del pirata le había permitido no sólo completar la tarea, sino también estudiar las defensas de la fortaleza.

      Hizo girar la cuerda y lanzó el gancho hacia la parte más alta de la pared. El metal golpeó la piedra, y un tintineo débil llegó a su oído. Dio un golpecito a la cuerda. El gancho cayó al suelo. Maldijo en silencio, deteniéndose para escuchar. Ningún ruido, nada que hiciera entender que alguien lo había escuchado.

      Lanzó la cuerda por una segunda vez, observando la trayectoria sobre las paredes. Una vez más tiró y en este caso tuvo que moverse para no ser golpeado por la pieza que se cayó nuevamente.

      “Me estoy tardando demasiado” pensó enojado. “Tengo que quedarme tranquilo… y darme prisa.”

      Miró hacia el mar abierto. La oscuridad de la noche se confundía con el color negro de las aguas profundas. Sabía que allí, en algún lugar, el barco lo estaba esperando. Probablemente el capitán lo estaba observando en ese preciso momento. Se lo podía imaginar parado en el suelo de popa, con el catalejo abierto y una sonrisa irónica impresa en su rostro.

      Eligió hacer un tercer intento y esta vez el gancho se atascó como debía. Unos momentos después oyó el parloteo de una segunda patrulla que avanzaba. Detuvo la respiración, esperando que los soldados no notaran la pieza de hierro puntiaguda insertada entre las piedras. Los vio alejarse como si nada. Entonces empezó a escalar. No fue una tarea fácil. La bolsa detrás de su espalda era muy pesada y dificultaba aún más la subida. Tuvo que ayudarse con los cañones que encontraba a lo largo de la subida, como si estuviera escalando entre las ramas de un árbol. Alcanzó el parapeto, se escondió y recuperó la cuerda.

      El fuerte Charles estaba inmerso en el silencio, excepto por el platicar tranquilo de algunas guardias. Viendo como actuaban parecía que algunos de ellos estaban borrachos, mientras que las cabañas alrededor de la plaza central no mostraban signos de movimiento.

      En silencio, envuelto en la oscuridad, se deslizó más allá de los almenajes. En la primera terraza los cañones apuntaban silenciosos hacia el mar abierto. Recordaba perfectamente que abajo de él se habían erigido tres pasadizos, cada uno con su propia batería lista para disparar. Y aún más abajo se encontraba el polvorín.

      Lo había notado durante la ejecución. Un par de soldados hacían la guardia a la cabaña con aire de tranquilidad. Luego, durante la confusión causada por la horrible muerte del pirata, había logrado acercarse: una de los guardias había abierto la puerta y él había visto unos cincuenta barriles llenos de pólvora. Incluso en esto, los británicos habrían hecho su trabajo más sencillo: haciéndolo explotar, la explosión habría destruido las terrazas, dañando los cañones.

      “Increíblemente sencillo” pensó.

      Avanzó, escondido por la familiaridad de las sombras. Se concedió algunas cortas paradas, sólo para evitar que alguien lo pudiera ver acercándose. Finalmente logró bajar las escaleras que lo llevaron hasta el patio.

      No había guardias por ningún lado.

      «A lo mejor estarán adentro» murmulló entre sí. Alcanzó el cobertizo y apoyó una oreja a la puerta. Un profundo ronquido salía desde su interior. Sin entrar en pánico, saco la daga que tenía dentro de la bota y entró.

      El interior estaba cubierto con placas de metal, una protección que servía para evitar accidentes. Iluminaba toda la habitación solamente un pequeño farol colgando del techo con un clavo curvo. Los barriles eran cuidadosamente ordenados en ambos lados. En la parte inferior, un soldado estaba durmiendo profundamente.

      Caminó sobre la punta de los pies para no hacer ruido. Fue muy rápido, con una mano le tapó la boca mientras con la otra le clavaba la daga en la garganta. La víctima abrió los ojos y comenzó a patear. La hoja penetró aún más profundamente, cortando la tráquea y la laringe. Entonces encontró algo duro, tal vez un hueso. El guardia emitió un solo sonido gorjeante. Finalmente inclinó la cabeza hacia un lado.

      «Excelente» dijo, sacando la daga. Rápidamente la limpió sobre la chaqueta y empezó a controlar la bolsa que tenía sobre su espalda. Extrajo diez velas de dinamitas que estaban amarradas entre sí con una mecha larga y sutil. Las puso cuidadosamente en el suelo. Sonrió.

      En el resplandor de la lámpara, dos dientes de oro brillaron malvadamente.

      ***

      Johnny se sorprendió al descubrir que Avery tenía la intención de terminar el trabajo esa misma noche. Bartolomeu había tratado de hacerlo razonar, sin éxito.

      «Ahora tenemos tiempo» comentó el anciano, oyendo un trueno estallar a la distancia, seguido por otro y por el ruido de la lluvia. «No encontraremos a nadie que nos moleste. Y el suelo será más suave y fácil de cavar.»

      Así que decidieron salirse.

      El portugués habría cubierto al muchacho hasta su regreso; si Anne hubiera sospechado algo, eso sería una tragedia.

      «Con cuidado» susurró. «Por el amor de Dios.»

      Como había anticipado al anciano, no encontraron a nadie. Johnny estaba contento. La idea de ser descubierto allí lo ponía nervioso.

      Cruzaron una serie de casas hasta recorrer un camino aislado. El último ramo de esa carretera giraba de repente a la izquierda; al otro lado se veía el cementerio, además de un torrente donde se encontraba un puente.

      «Es el momento de la verdad» dijo Avery empezó a caminar sobre el pequeño puente. «¡Date prisa! Tenemos un trabajo que completar.»

      Un portón de hierro se encontraba frente a ellos, delimitando los límites del cementerio. La puerta había sido arrancada, así que entraron sin dificultad. Toscas cruces de madera estaban agrupadas a lo largo de un camino que se extendía hasta llegar a una capilla, construida con esa forma tan austera por la cual los colonos eran famosos.

      Avery indicó la construcción. «Tenemos que entrar allí.»

      «Los piratas son arrojados en fosas comunes» observó en voz baja el muchacho.

      «Tienes razón, pero antes tengo que hacer algo.»

      Llegaron al pequeño templo. Un grabado en latín se encontraba por encima de la entrada. Johnny se detuvo por un momento, cubriéndose la frente de la lluvia y tratando de entender lo que estaba escrito. Fue interrumpido por el anciano, que lo invitó a que lo siguiera. La puerta hizo un ruido infernal y la oscuridad en la cual estaban avanzando era total. Después de un tiempo una llama rompió la oscuridad.

      «Agarra eso, mocoso.» Avery le pasó una antorcha. Guardó su encendedor y su pedernal y se agachó detrás de algunos ataúdes apilados uno sobre el otro. Sacó un paño de terciopelo. «Traje todas las herramientas para cavar. Yo sabía que aquí estarían a salvo.»

      Johnny vio dos palas salir de dentro la toalla.

      «El verdadero problema será encontrar la tumba del pirata» comentó.