Emanuele Cerquiglini

Un Helado Para Henry


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a sus frecuentes visitas al “Road to Hell” los sábados por la noche.

      Se puso a trastear el motor del Wrangler de Ted. Como de costumbre, había sido suficiente echarle un vistazo rápido, para después agregar el aceite y el líquido refrigerante.

      Su concentración iba dirigida al Mercedes-Benz de Ronald Howard, después del tubo de escape debía ocuparse de la puerta del conductor para que se abriera sin problemas. Estuvo trabajando un par de horas hasta que aquella ala de gaviota volvió a abrirse correctamente, como si saliese por primera vez de la fábrica, en aquella época llena de esperanza, y que había sobrevivido con valor los horrores de la Segunda Guerra Mundial

      Justo después, Ted Burton se presentó en el taller con dos cubos de pollo frito y una caja de cuatro cervezas.

      Â«Â¡Vaya Jim, esa joya vale más que tu casa y la mía juntas! ¿Se ha pasado por aquí un Rockefeller?» dijo Ted con esa voz de barítono.

      Â«Es el preferido de la colección de Ronald Howard…» respondió Jim sonriendo.

      Â«Â¿Ese amigo tuyo casado con el monstruo del Lago Ness?»

      Â«Sí, el mismo…»

      Â«Â¿Y te deja ese banco ambulante en tu taller? ¡Yo, en tu lugar, ya la habría hecho desaparecer!» dijo Ted, riendo a carcajadas.

      Â«No te digo que no lo haya pensado, Ted, pero quiero enseñarte una cosa. Mira allí, en la otra parte de la calle…» dijo Jim, señalando con el índice a un coche blindado negro con dos hombres dentro.

      Â«Me había dado cuenta del coche. ¿Quiénes son esos hombres?» preguntó curioso Ted.

      Â«Guardias privados contratados por Howard. Llevan ahí fuera desde hace tres días, noche y día. Cambian cada ocho horas con otros dos guardias, pero no son los únicos, ven a ver por la ventana del baño. Hay otro coche blindado que vigila la parte de atrás…»

      Â«Â¡Madre mía lo que hace el dinero!» murmuró Ted siguiendo al amigo hacia el pequeño baño.

      Â«Quizás casarse con esa mujer no ha sido una mala idea, ¿no?» le preguntó Jim a Ted quitándole de las manos uno de los cubos de pollo frito.

      Â«Puedes estar seguro, amigo, aunque se tenga que drogar con Viagra, ¡ese canalla!»

      Â«A lo mejor a él le gusta…»

      Â«Es peor que estar con un hombre, Jim. Es imposible que le gusta; ¡es solamente interés!» dijo Ted con un tono de sabiondo.

      Â«No hay nada peor que estar con un hombre. Por lo que a mí respecta, yo preferiría una oveja, ¡al menos es hembra!» dijo Jim con una expresión de disgusto.

      Â«Le he oído decir a mi ex mujer que en realidad los homófobos son homosexuales reprimidos, amigo…» respondió Ted mordiendo un trozo de pollo para esconder una risa.

      Â«No es mi caso. No es que tenga algo en contra de ellos, pero deben estar a diez metros de distancia de mí. Que hagan lo que quieran con su culo, pero yo no quiero saberlo y al mío no se tienen que acercar…Ah, gracias por el pollo y por la birra, amigo, ¡y no te ahogues!» dijo Jim antes de probar el primer bocado de pollo, mientras que Ted tosía por culpa del suyo, que riendo se le había ido por el otro lado.

      Â«Bebe, amigo. No me gustaría tener un cadáver en el taller…» dijo irónicamente Jim, mientras Ted se recuperaba de ese falso ahogamiento tragando la cerveza y dejándola a mitad.

      Â«Â¿Cómo está mi jeep?» preguntó Ted, después de haberse bebido la otra mitad de la cerveza y haber tirado la lata en la papelera.

      Â«Â¡Una bomba, Ted, es resistente como un tanque!»

      Â«Una vez sabían hacer las cosas bien…¡Ahora todo es basura!» dijo Ted antes de abrir otra cerveza y dar un gran trago.

      Â«Pues sí…» dijo Jim mirando al reloj que daba casi las doce.

      Ted Burton se dejó llevar por un eructo liberador, que al salir por su imponente caja torácica resonó tanto que hizo girarse a los dos guardias privados contratados por Ronald Howard para vigilar su Mercedes.

      â€‹CAPÍTULO 4

      

      

      

      

      Henry había pasado la primera de las dos horas que tenía para hacer los ejercicios de matemáticas cumpliendo cuatro acciones repetitivas, caracterizadas por movimientos suaves del cuello: el primero a la izquierda para mirar fuera de la ventana; el segundo a la derecha para espiar lo que Nicolas, su compañero de mesa, estaba haciendo en su folio a cuadros; el tercero hacia delante para asegurarse de que la profesora Anderson estuviese mirando a otra parte y el cuarto hacia delante a la derecha para buscar con la mirada la complicidad de Joanna, la cual estaba concentradísima, con la cabeza inclinada sobre la mesa y escribiendo cálculos imposibles para Henry.

      Â«No sé hacerlo…» susurró Henry a Nicolas.

      Â«Entonces intenta copiarte» le respondió Nicolas en voz baja sin ni siquiera mirarlo.

      Henry se habría copiado, pero Nicolas ya estaba ocupado en escribir la tercera página de cálculos y él todavía estaba por la primera.

      â€œA quién le importa”, pensó Henry girando la página e iniciando a copiar lo poco que podía ver del folio de Nicolas.

      â€‹CAPÍTULO 5

      

      

      

      

      En Nueva York, Barbara Harrison estaba atravesando rápidamente el Central Park de norte a sur. Ni el calor ni el frío le podía hacer renunciar a su entrenamiento diario, aunque en ocasiones estaba obligada a saltárselo por cuestiones de trabajo, y en ese caso se contentaba con la cinta de correr de su apartamento o del gimnasio de los hoteles cuando estaba fuera de la ciudad.

      A la una tenía una cita con Robert, comería con él – se habían perdonado por teléfono la noche antes – y por la tarde saldrían juntos para pasar el fin de semana en Maine, donde Robert tenía una cabaña en el bosque, que Barbara consideraba su refugio romántico.

      Robert tenía cuarenta y siete años, una carrera en auge y quería que la relación con Barbara fuese más seria. No es que a ella no le gustase Robert y no hubiese pensado en pasar a otro nivel, salían desde hace cualquier año, pero él parecía no comprender los horarios laborales de ella. Ella podía estar presente una semana entera y después desaparecer completamente durante días o, en el peor de los casos, durante semanas. Esto volvía loco a Robert, pero para Barbara su trabajo iba antes que nada, aunque desde hace algunas semanas, justo después de que Robert se alejase de ella, había considerado a Robert la prioridad de su vida.

      Barbara tenía ya cuarenta y dos años y si quería ser madre, tendría que darse prisa para no parecer más adelante la abuela de su hijo mientras le acompaña a su primer día de colegio.

      A ella le gustaba estar en el campo, era una mujer que amaba moverse y prefería la acción a la vida sedentaria de la oficina, pero al fin y al cabo, de su carrera ya había obtenido todo lo que deseaba y, al mismo tiempo, para