Emanuele Cerquiglini

Un Helado Para Henry


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lo que seré”, pensó Barbara por la West Drive, mientras se dirigía al sur del Central Park alargando su camino para alcanzar la East Drive, desde donde después saldría por la setenta y dos, en dirección a su apartamento, con el tiempo justo para ducharse y cerrar la maleta.

      â€‹CAPÍTULO 6

      

      

      

      

      Robert Brown había reservado en Erminia, un restaurante italiano en el Upper East Side, que desde hace tiempo estaba en el top ten de la Eyewitness travel.

      Barbara era de origen italiano y Robert sabía que apreciaría esa cucina, aunque sus orígenes llegaban solo hasta su abuela materna y ella nunca había visitado el “bello país”.

      En Maine, Robert le pediría la mano y quería que todo saliese perfecto. Amaba a esa mujer y quería que ella fuese su esposa. Se lo había contado también a su padre por teléfono, justo esa mañana, antes de salir de la oficina y él le había respondido que esa era la tontería más grande que había oído decir a su hijo en toda su vida: “Hasta ahora lo has hecho genial y ¿ahora quieres dejarte atrapar?” El recuerdo de las palabras de su padre le hizo reír a Robert, mientras se pasaba el hilo interdental frente al espejo del baño. Robert tenía una obsesión por los dientes, se los lavaba al menos diez veces al día y usaba el hilo incluso si comía solo unas olivas como aperitivo. Siempre llevaba su fiel caja blanca del hilo interdental. Cuando era un adolescente, perdió tres dientes cuando se golpeó la cara en el suelo después de salir disparado de la bici: había cogido mal una curva al final de una bajada a gran velocidad. También se rompió un brazo, la nariz y tuvo heridas profundas en ambas rodillas. Afortunadamente sobrevivió, pero verse sin dientes durante tres meses fue para él un horrible trauma. Perdió un colmillo y los premolares, y para uno que conquistaba a las chicas por su sonrisa, eso fue un verdadero drama existencial, si se tiene en cuenta que había sido uno de los tres chicos más guapos de la Universidad. Podría haberse puesto los implantes antes, pero el padre quiso castigarlo para hacerle entender que todos estamos hechos de carne y hueso y que los superhéroes no existen. Aprendió la lección; en aquella época Robert estaba siempre metido en problemas, pero después de esa experiencia sentó la cabeza hasta convertirse en Robert Brown: el propietario de una de las mejores empresas de restructuración de la ciudad de Nueva York, y donde se encontraba el mejor carpintero: su hermano James. Los dos, junto a su equipo, eran capaces de entrar en un piso derruido y convertirlo en un apartamento de lujo en pocas semanas.

      CAPÍTULO 7

      

      

      

      La profesora Anderson, con su peculiar voz estridente y su mirada especuladora, siempre hacía temblar a Henry solo con mirarle, la expresión de la maestra de matemáticas siempre parecía querer decir: “No llegarás a los exámenes, te lo puedo asegurar”.

      

      La primavera ya había llegado y en la Escuela Primaria de Northfield todos respiraban ya el aire veraniego. Para confirmarlo ya estaba esa fastidiosa carrera de seguimiento circular entre dos moscas con la intención de apareamiento. Con la mano derecha Henry cazó las moscas en el medio de la clase, donde sus compañeros esperaban a que la profesora Anderson recogiese aquel difícil ejercicio irresoluble para Henry, el cual amaba más las letras y con las que se manejaba bien. El timbre de la alarma de la maestra era la señal de que empezaba la cuenta atrás de sesenta segundos para que los alumnos dejasen sus bolígrafos sobre la mesa.

      Â«Sesenta, cincuenta y nueve, cincuenta y ocho, cincuenta y siete, cincuenta y seis…»

      Esa gilipollas se divertía contando hasta cero. Esa sonrisilla le traicionaba y parecía divertirle cuando alguno de sus alumnos le imploraba más tiempo.

      Cuando la maestra llegó al número treinta, Henry ya había dejado su bolígrafo. Miraba impasiblemente la hoja, en la que además de un cuadrado y alguna multiplicación exacta, no había nada terminado, sobre todo, la parte de las divisiones. Joanna dijo en voz alta que necesitaba un minuto más.

      Â«Â¡El tiempo nunca miente! Once, diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno…CEROOOO!»

      La maestra se levantó de la silla, pasó la mesa y fue directa a recoger el ejercicio de Joanna, la cual puso los brazos sobre el folio a cuadros con el inútil y desesperado intento de no dárselo a la profesora Anderson.

      Â«Quiero ver todos los bolígrafos sobre la mesa, ¿está claro?» dijo la maestra agitando en el aire el ejercicio de Joanna.

      Joanna Longowa era polaca. Era la más guapa de la clase con su pelo largo y rubio, sus ojos azules y su tono de piel que hacía resaltar el rosa de sus labios. A Henry le gustaba desde tercero, cuando Joanna llegó a su clase después de mudarse con su familia a New Jersey. Era buena en todas las asignaturas y si tenía algún defecto era un exceso de perfeccionismo: Henry estaba seguro de que ella ya había terminado perfectamente su ejercicio y resuelto todos los cálculos y también el problema, pero quizás quería entregar el folio sin tantos borrones.

      Â«Â¿Qué es esto Henry Lewis?»

      Â«Es mi ejercicio...» respondió tímidamente Henry. Algún que otro compañero no pudo aguantarse la risa. Todos sabían que Henry era un negado en matemáticas, pero nadie tenía el valor de burlarse demasiado delante de la profesora Anderson, porque si no, habría mandado notas a diestro y siniestro a los padres, o peor, habría suspendido el recreo a toda la clase.

      Â«No quiero oír ni una mosca, ¿entendido?» gritó la maestra mientras levantaba el brazo y cerrando los dedos de la mano, cogió a las dos desafortunadas moscas que intentaban aparearse. Se dirigió a la ventana abierta y lanzó a los dos insectos aturdidos, como si fuesen dos migas de pan para lanzar a las palomas. Cuando la profesora Anderson terminó de recoger los ejercicios, reinaba el silencio más absoluto y solo el timbre que indicaba el fin de la clase devolvió a la clase su normal ajetreo.

      

      

      

      

      â€‹CAPÍTULO 8

      

      

      

      

      Ted Burton dejó el taller de Jim sobre el mediodía conduciendo su viejo Wrangler y en menos de una hora llegó a la ciudad de Jersey para ir a visitar a sus amigos de la Firearms Academy. En la entrada encontró, como siempre, a Leland Wright, que estaba sentado al sol como si fuese una lagartija, sin ni siquiera sentir calor. Leland había pasado los sesenta, pero la piel seca y su look le hacían parecer quince años más joven. Llevaba un gorro de los marines sobre el pelo canoso y cortísimo, una camiseta azul que llevaba escrito “mi novia es mi fusil”, pantalones de camuflaje grises y unas botas militares negras.

      Â«Â¡Pensaba que ya no ibas a venir!» dijo Leland cuando vio a Ted.

      Â«No iba a renunciar a desafiarte con la M4» respondió Burton con una sonrisa juvenil.

      Leland comenzó a reirse mirando al amigo y se levantó de la silla