Emanuele Cerquiglini

Un Helado Para Henry


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cara de Wayne LaPierre, el vicepresidente de la Asociación Nacional del Rifle, estaba bien expuesta en un póster cerca de la mesa donde estaban las armas automáticas.

      Â«Â¿Quieres palitos de mozzarella?» le preguntó Leland a Ted.

      Â«No, jefe. Si eso más tarde. He desayunado hace una hora» respondió Ted que estaba deseando empuñar la M4 de asalto.

      Â«Haz lo que te dé la gana, yo voy a comer algunos» le dijo Leland acercándose a la barra del bar. Todos saludaban a Leland con respeto y todos, como había hecho Ted, le llamaban “jefe”, quizás por eso su camiseta preferida tenía la palabra “chief” escrita en amarillo y en grande. Esa era la camiseta que Leland llevaba los fines de semana, cuando en la Firearms llegaban cientos de americanos amantes de las armas con la familia a cuestas. No todos venían a disparar o a hacer cursos para un uso correcto de las armas de fuego, venían porque la academia era uno de los lugares de encuentro preferidos por los fanáticos de la segunda enmienda. Los domingos la Firearms era el sitio donde se reunía un público multiétnico y heterogéneo, un campeonato humano variopinto y formado por personas que no estaban de acuerdo con la idea de que Obama propusiese en el Congreso un ley para impedir el uso y la compra de las armas automáticas.

      Â«Â¡Venga, Comandante! ¡Ven a beberte una cerveza conmigo!» le gritó Leland a Ted mientras este ansiaba coger la M4A1.

      Â«Â¡A una cerveza nunca le digo que no!» respondió Ted mientras iba hacia el bar.

      Leland comía mozzarella frita todavía caliente, y su paladar y su lengua no parecían sufrir tanto.

      Â«Va, coge una…» le dijo el jefe Wright a Ted, que no se lo hizo repetir dos veces y se comió una de esas mozzarellas teniendo cuidado de no quemarse la boca.

      Â«El domingo pasado vino un periodista italiano, sabes, uno de esos pesados de cojones sin disciplina que han nacido con el don de la sabiduría y que piensan que son más inteligentes que los demás. Le puse en su sitio enseguida. ¡Parecía un pez fuera del agua!»

      Â«Â¿Y qué quería?» preguntó Ted.

      Â«Ya sabes cómo son los europeos, siempre democráticos en busca de entrevistas para saber qué es lo que nos mueve a comprar armas.»

      Â«Â¿Y te entrevistó?»

      Â«Pues claro, y si hubieses estado tú, también te habría entrevistado.» replicó Leland.

      Â«Â¿Qué te preguntó?»

      Â«La mierda habitual que asocia la posesión de armas con los atentados en los colegios y cosas así…Las armas no se disparan solas, le dije…Y si él hubiese pensado un instante en cuántos americanos tienen armas, según su teoría, los Estados Unidos sería una tierra poblada por los fantasmas de las personas que se han disparado a ellos mismos por diversión. Me hierve la sangre cuando oigo comparaciones entre personas como nosotros, que respetamos la segunda enmienda, y algún jodido loco. ¡Tenemos más de trescientos millones de armas por ahí y quiere ir de persona ética! ¡Qué se jodan, ellos y sus viejas piedras!» Dijo rojo de rabia el jefe Wright.

      Â«Hiciste bien en cantarle las cuarenta, jefe. Me estoy imaginando a ese periodista mientras te hace las preguntas con el intento de moralizarte. Además, ¿quiénes son los europeos? ¿Piensas que alguno de ellos cree en esa bandera azul con estrellitas? ¡No entiendo a qué esperan los ingleses para darles su merecido! Esos pueblos apenas se soportan entre ellos y encima no hablan ni el mismo idioma, les unen solamente esa estúpida moneda, que para empezar debería estar por debajo del dólar…¡Qué se queden sin armas y se preparen para que algún gobierno enfermo les joda! Parece que ya se han olvidado de ese jodido dictador suyo, pero, de todas formas, seguirán sin entender la importancia de la segunda enmienda y seguirán viéndonos solo como cowboys, y cuando llegue algún fanático loco para joderles, se verán obligados a implorar nuestra ayuda…»

      Â«Ya, ¡silban y llega la caballería!»

      Â«Y te voy a decir una cosa, estoy seguro de que se hacen las pajas viendo a Obama en la televisión; ya les estoy viendo quejarse por cualquier gilipollez en el mundo y culpando a los Estados Unidos.»

      Â«Â¡Exacto, Ted!» dijo el jefe Wright dando un puño sobre la barra de madera del bar.

      Â«Hombre, no te niego que a mi edad yo también estoy empezando a pensar que quizás sea justo limitar la venta de armas a los civiles. Me refiero a las automáticas. Esas solamente las tendrían que tener las personas sensatas y con todos los tornillos. Mejor aún, sería mejor venderlas a la gente que ha prestado su vida a un uniforme y que ha hecho un juramento: gente fiable, gente que ama a este país y a su bandera, gente como nosotros, Leland…» dijo Burton antes de dar un sorbo a su cerveza.

      Â«Sí, pero hay que estar siempre preparados para protegerse con los mejores modos…»

      Â«Para protegerse, una pistola es más que suficiente y algunas armas solo sirven para la guerra.» respondió Burton, todavía conmovido por el arrebato anterior de Wright.

      Â«Depende del enemigo, Ted. ¿Cómo se llamaba esa película de western italiana en la que Clint Eastwook dice: “Cuando un hombre con una 45 se enfrenta a otro con rifle, el hombre de la 45 es hombre muerto”?»

      Â«Â¡No sabía que los italianos hiciesen películas!» respondió Ted riendo a carcajadas junto con Leland y el camarero que les había escuchado hablar.

      Â«Eres un canalla, Ted Burton, y siempre me has gustado por eso, pero esa es una gran película, ¡te lo aseguro!»

      Ted y el jefe Wright terminaron su cerveza rápidamente para ir a recoger sus fusiles de asalto y desafiarse en el polígono.

      Â«Hoy invita la casa, pero para ti vale lo que está escrito en ese cartel.» le dijo Leland a Ted, señalando el cartel que decía: “los niños disparan gratis”.

      Â«Gracias viejo, pero no hacía falta el cartel: con solo mirarte ya me siento más joven, aunque sea un oficial jubilado» dijo irónicamente Burton.

      Â«Te sentirás como un bebé cuando veamos el resultado de tiro con la M4. ¡Me apuesto diez cervezas, amigo!» dijo Leland a Ted.

      Â«Lo veo, viejo. Te venceré solamente para no tener que llevarte a casa en brazos después de haberte bebido todas las cervezas de golpe…» respondió Burton riendo y siguiendo al amigo hasta la zona de tiro con el fusil en el hombro y la caja de las municiones en la mano.

      

      

      â€‹CAPÍTULO 9

      

      

      

      

      Henry, en el intervalo de una clase a otra, se relajó y se olvidó enseguida de ese ejercicio de clase, cuando, de repente, oyó por la ventana la música inconfundible del camión de helados, bueno, en realidad no era la canción de siempre, pero se parecía mucho. Henry se asomó y vio que el camión no era el de siempre.

      

      â€œEl señor Smith habrá cambiado de camión…” pensó el chico, dándose cuenta de que al bueno de Smith no le tenían que ir muy bien las cosas, ya que el gran camión pintado de rosa y que llevaba sobre el techo un cono de helado enorme de plástico, había sido sustituido por una vieja furgoneta gris que tenía