Emanuele Cerquiglini

Un Helado Para Henry


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sido por culpa de la lluvia…el verano pasado duró prácticamente un mes y el señor Smith no hizo mucho negocio, así que habrá vendido el camión y lo habrá sustituido por eso!”

      Â«Â¿En qué piensas, Henry?» le preguntó Nicolas metiéndole el dedo entre las costillas.

      Â«En nada, estaba mirando por la ventana. Me han entrado ganas de helado.»

      Â«Â¿Por qué?» le preguntó Nicolas mirándole a los ojos.

      Â«Â¡Porque acaba de pasar el señor Smith con su nueva furgoneta!»

      Nicolas dirigió la mirada hacia la ventana, dio dos pasos adelante y sacó la cabeza, girándola a derecha e izquierda, luego, se giró hacia Henry y le clavó los dos dedos índices en las costillas, justo debajo del pecho. Henry hizo un extraño sonido de dolor y soltó todo el aire fuera de los pulmones y se inclinó hacia adelante.

      Â«Â¡Querías engañarme Henry Lewis, pero al final te he engañado yo!» dijo el niño pelirrojo riendo.

      Â«Sentaos, niños» ordenó el viejo maestro Johnson mientras entraba en clase con su habitual caminar indeciso, la gorra de béisbol de los NY Yankees y el New York Times bajo el brazo.

      Â«Hoy vamos a hablar del Presidente Kennedy y ¡estoy seguro de que os va a gustar!»

      Mientras Johnson se sentaba y colocaba, primero, el periódico y, después, la gorra sobre la mesa, Henry, recuperado ya del doble golpe fatal de Nicolas, antes de sentarse volvió a mirar por la ventana para ver si estaba todavía el camión del señor Smith, pero no vio nada.

      â€œA lo mejor tenía prisa”, pensó Henry mientras volvía a su sitio para sentarse y mientras miraba al señor Johnson intentando abrir el periódico para mostrarlo a la clase.

      Henry comprendió que la historia de aquel Presidente no solo le haría olvidar inmediatamente a la profesora Anderson y a su ejercicio de matemáticas, sino que le quitaría las ganas de helado que la visión de aquella furgoneta le había hecho tener.

      KENNEDY ASESINADO POR UN FRANCOTIRADOR

      Era el título de aquella edición del periódico. La clase sería interesante y se podía saber por las miradas absortas de los estudiantes por el título de aquel viejo periódico. Nicolas estaba tan sorprendido que no tuvo el tiempo de sacarse el meñique de la nariz con la intención de excavar a fondo entre las piedras poco preciosas de su nariz pecosa.

      Â«Sácate ese dedo de la nariz, Nicolas. Vivo o muerto, siempre tenemos que tener respeto cuando se habla de un Presidente de los Estados Unidos de América; no hay moco que valga. Si no puedes sonarte, te aguantas. Lo tienes que soportar.» Le regañó el maestro Johnson.

      Ninguno se rio; la mirada del viejo maestro era penetrante y el timbre de su voz era profundo y calmado, lo que se espera siempre de un sabio.

      

      

      

      

      â€‹CAPÍTULO 10

      

      

      

      

       Barbara Harrison, sin quererlo, era guapísima y cuando iba femenina era una de esas mujeres que hacen perder la cabeza a cualquier hombre. Estaba tan acostumbrada a que la cortejasen que ya en la Universidad se aburría de los continuos piropos de los chicos y le disgustaban los de los adultos, que buscaban descaradamente montársela a pesar de que todavía era menor de edad. Entre estos había un amigo de la infancia de su padre, Donald Coleman, que durante unas vacaciones en Florida tuvo la genial idea de colarse en el cuarto de Barbara cuando ella no tenía ni quince años. Lo hizo al tercer día de las vacaciones, medio borracho y en medio de la noche, aprovechando que su mujer y los padres de Barbara se habían quedado a bailar la música hawaiana en una rumorosa fiesta en la playa, organizada cerca de la casa que las dos parejas habían alquilado juntas.

       Solamente la larga amistad con el padre de Barbara salvó a Donald de una denuncia por intento de agresión sexual a una menor, pero eso no lo salvó de la ira de Barbara, que en aquella época tenía un gran talento para las artes marciales, precisamente el taekwondo, que practicaba desde hace cuatro años.

       Colleman, esa noche, había vivido una horrible pesadilla: primero se había hecho ilusiones con que la joven chica estuviese dispuesta a echar un polvo con él, cuando ella se levantó solo con bragas después de sentir los dedos hambrientos del hombre tocar sus nalgas, y unos minutos después, él se encontró con un ojo morado y una costilla rota, tirado en el suelo. En vez de un beso, se llevó un puñetazo y una patada que ni siquiera vio venir porque, en la oscuridad de la habitación, los movimientos de la joven Barbara Harrison fueron rapidísimos.

       Barbara le dio que no diría nada a sus padres, que él tendría que inventarse una excusa por esos golpes, pero que si volvía a intentarlo de nuevo, primero le mataría y luego le denunciaría.

       Donald Coleman le dijo a su mujer y a los padres de Barbara que unos ladrones habían intentado robarle el monedero y que cuando intentó defenderse, él se llevó la peor parte. Las vacaciones en Florida para él y para su mujer terminaron al día siguiente, unas horas después de salir del hospital. Durante los años siguientes, los encuentros entre los Colemans y los Harrison disminuyeron drásticamente y Barbara no estuvo jamás presente en esas ocasiones. Donald se avergonzaba de haber hecho lo que había hecho y siempre buscaba excusas para declinar la invitación de su amigo Antony Harrison, hasta que el padre de Barbara se cansó y decidió no llamarle más.

       “Haces bien en no seguir llamándole, papá, siempre he considerado a ese amigo tuyo un baboso y un idiota…y, además, su mujer tenía celos de la belleza de mamá”, eso es lo que Barbara siempre decía cuando salía el tema: “¿qué es de los Coleman?”, hasta que, con el tiempo, en casa de los Harrison se dejó de hablar de ellos.

       Volviendo a casa después de la hora corriendo en Central Park, el portero del edificio paró a Barbara para entregarle un paquete.

       «¿Quién lo envía?» preguntó curiosa Barbara.

       «Viene de un atelier italiano, señorita Harrison, no sabría decirle más» respondió el portero sonriéndole.

       Ya en el cuarto piso del edificio en Upper East Side, Barbara cerró la puerta de su apartamento empujándola con un pie y se apresuró a poner el paquete sobre la mesa de la luminosa sala de estar.

       Estaba indecisa; no sabía si abrirlo enseguida o después de ducharse, aunque tenía mucha curiosidad, como cuando de pequeña se levantaba la primera en Navidad y sin hacer ruido, caminando de puntillas, iba a mirar, a través de los cristales polarizados de la puerta corredera del salón, los regalos y a fantasear con Papá Noel y después volver, siempre en silencio, a su habitación y fingir dormir, antes de que se despertaran sus padres y su hermano. Como entonces, prevaleció su paciencia y su fuerza de voluntad, y racionalmente llegó a la conclusión de que enfriarse, todavía sudada, no era la mejor idea.

       Bajo el agua caliente, envuelta en vapor, pensaba en quién podría haberle enviado un regalo desde Italia; estaba segura de que había sido Robert, aunque su madre le había prometido que le enviaría un regalo especial por