embargo, para el momento en que había sacado el coche de vuelta a la calle, podía percibir en su tono de voz que algo andaba muy mal.
Cuando concluyó la llamada, había una expresión de sorpresa en su cara. Su labio superior tenía una especia de bucle, entre la sonrisa forzada y el ceño fruncido.
“¿Harrison?”
“Mi madre murió por la mañana,” dijo él.
“Oh Dios mío,” dijo Mackenzie.
“Ataque al corazón… así, sin más. Está—”
Mackenzie podía ver que estaba reprimiéndose para no romper a llorar. Volvió la cabeza hacia el otro lado, mirando por la ventana del copiloto, y comenzó a soltarlo.
“Lo siento mucho, Harrison,” dijo Mackenzie. “Vamos a enviarte a casa. Organizaré el vuelo enseguida. ¿Hay algo más que necesites?”
Él no hizo más que sacudir la cabeza brevemente, todavía mirando a la distancia mientras lloraba un poco más obviamente.
En primer lugar, Mackenzie llamó a Quantico. No pudo conseguir a McGrath así que dejó un mensaje con su recepcionista, diciéndole lo que había sucedido y que Harrison volaría de vuelta a DC tan pronto como fuera posible. Entonces llamó a la aerolínea y reservó el primer vuelo disponible, que despegaba en tres horas y media.
En el momento que el vuelo estuvo reservado y concluyó la llamada, sonó su teléfono. Mirando a Harrison con compasión, lo respondió. Le parecía terrible regresar a la mentalidad del trabajo después de las noticias que había recibido Harrison, pero tenía un trabajo que hacer—y seguían sin tener pistas sólidas.
“Al habla la Agente White,” dijo.
“Agente White, soy la agente Dagney. Pensé que querrías saber que tenemos una pista potencial.”
“¿Potencial?” dijo ella.
“En fin, sin duda encaja con el perfil. Es un tipo que detuvimos en varias invasiones domiciliarias, y en dos de los casos hubo violencia y agresión sexual.”
“¿En la misma zona que los Kurtz y los Sterling?”
“Ahí es donde se pone prometedor,” dijo Dagney. “Una de las ocasiones en que hubo agresión sexual sucedió en el mismo conjunto de mansiones en que vivían los Kurtz.”
“¿Tenemos una dirección para encontrar a este tipo?”
“Sí. Trabaja en un taller de reparación de coches. Uno pequeño. Y tenemos la confirmación de que está allí en este momento. Se llama Mike Nell.”
“Envíame la dirección y pasaré para charlar con él. ¿Y sabes algo sobre los historiales financieros que solicitó Harrison?” preguntó Mackenzie.
“Todavía no, aunque tenemos a algunos agentes investigándolo. No debería llevar mucho más tiempo.”
Mackenzie terminó la llamada e hizo lo que pudo para conceder a Harrison un tiempo para sus penas. Ya no estaba llorando, pero estaba claro que estaba esforzándose para mantenerse bajo control.
“Gracias,” dijo Harrison, secándose una lágrima furtiva de la cara.
“¿Por qué?” preguntó Mackenzie.
Él solo se encogió de hombros. “Por llamar a McGrath y al aeropuerto. Lamento que esto sea un fastidio en medio del caso.”
“No lo es,” dijo ella. “Harrison, lamento mucho tu pérdida.”
Después de eso, el coche cayó en el silencio y, le gustara o no, la mente de Mackenzie regresó de nuevo a su trabajo. Había un asesino suelto en alguna parte, por lo visto con la necesidad de representar algún tipo de venganza extraña con parejas felices. Y puede que le estuviera esperando a ella en este preciso instante.
Mackenzie apenas podía contener las ganas de conocerle.
CAPÍTULO SIETE
Dejar a Harrison en el motel le resultó algo agridulce. Le hubiera gustado poder hacer algo más por él, o, cuando menos, ofrecerle algunas palabras de consuelo. No obstante, al final, solo le saludó con pocas ganas mientras él se iba hacia su habitación a hacer la maleta y a llamar a un taxi para que le llevara al aeropuerto.
Cuando él cerró su puerta al entrar, Mackenzie pegó la dirección que le había enviado Dagney en su GPS. El taller para Coches Lipton estaba exactamente a diecisiete minutos del motel, una distancia que se puso a recorrer de inmediato.
Le resultaba extraño estar sola en el coche, pero consiguió distraerse de nuevo con el paisaje de Miami. Era distinto de otras ciudades orientadas a la vida playera en las que había estado. Mientras que las poblaciones de playa más pequeñas resultaban un tanto arenosas y casi desgastadas, todo lo que había en Miami parecía resplandecer y brillar a pesar de la cercana arena y de la brisa salada que llegaba del océano. Por aquí y por allá, veía algún edificio que parecía estar fuera de lugar, abandonado y desolado, como recordatorio de que todo tenía sus taras.
Llegó al taller antes de lo que se esperaba, después de dejarse distraer por las vistas de la ciudad. Aparcó en un aparcamiento que estaba abarrotado de coches averiados y de camiones que estaban siendo obviamente saqueados en busca de piezas de repuesto. Parecía la clase de operación que permanecía constantemente en una situación cercana a la bancarrota.
Antes de entrar, echó un vistazo rápido al lugar. Había una oficina frontal destartalada que, en este momento, no estaba atendida. El taller adosado tenía tres dársenas, de las cuales solamente una contenía un coche; estaba encaramado a una tarima, pero no parecía que le estuvieran haciendo nada en particular. En el taller, había un hombre revolviendo en una caja de herramientas en forma de concha marina. Había otro en el extremo trasero del taller, de pie sobre una pequeña escalera y revolviendo entre unas cajas viejas de cartón.
Mackenzie se acercó al hombre que estaba más cerca de ella, el que estaba buscando algo en la caja de herramientas. Parecía que tenía cerca de unos cuarenta años, con cabello largo y grasiento que le caía sobre los hombros. La perilla que tenía en la cara no podía llamarse barba. Cuando elevó la vista al ver que ella se aproximaba, le sonrió abiertamente.
“Hola, preciosa,” dijo él con un acento un tanto sureño. “¿En qué te puedo ayudar hoy?”
Mackenzie le mostró su placa. “Puedes empezar por dejar de llamarme preciosa. Y después me puedes decir si eres Mike Nell.”
“Sí, ese soy yo,” dijo él. Estaba mirando a su identificación con algo parecido al miedo. Entonces volvió a mirarle a la cara, como si estuviera decidiendo si todo esto se trataba de alguna broma pesada.
“Señor Nell, me gustaría que—”
Él se revolvió rápidamente y la empujó. Con fuerza. Se tambaleó hacia atrás y sus pies dieron con un neumático que estaba por el suelo. Cuando perdió el equilibrio y se fue al suelo de espaldas, pudo ver cómo Nell salía corriendo. Estaba saliendo del taller, corriendo y mirando por encima del hombro.
Eso escaló bastante rápido, pensó. No me cabe duda de que es culpable de algo.
Su instinto le decía que agarrara su arma, pero eso montaría todo un número, así que se puso de pie y empezó a perseguirle. No obstante, cuando se dio impulso para ponerse de pie, su mano cayó sobre otra cosa que habían dejado en el suelo. Era una llave de cruz—posiblemente la que habían sacado del neumático sobre el que había caído.
Lo recogió y se puso rápidamente de pie. Se lanzó a la parte delantera del taller y vio a Nell en la acera, a punto de cruzar la calle. Mackenzie miró rápidamente en ambas direcciones, vio que no había coches en unos cuantos metros, y echó su brazo hacia atrás.
Lanzó la llave de cruz a través del aire con tanta fuerza como pudo. Navegó por los cinco metros más o menos que le separaban