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ISBN: 978-84-17333-59-1
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TE VEO
«Soy la mujer del tren que no hizo nada. Pero ¿y tú, qué habrías hecho?»
Cuando Ella Longfield oye a dos jóvenes atractivos flirtear con dos adolescentes en un tren, no le parece nada raro, hasta que escucha que ellos acaban de salir de la cárcel. Su instinto le dice que tiene que intervenir, pero finalmente no lo hace. Al día siguiente, las noticias anuncian la desaparición de Anna Ballard, una de las jóvenes del tren.
Un año después, Anna sigue desaparecida. Ella, que todavía se siente culpable por no haber hecho nada, empieza a recibir postales con amenazas que le hacen temer por su vida.
Entonces, en el aniversario de la desaparición, se descubre que los amigos y la familia de Anna ocultan algo. Además, Sarah, la amiga con la que Anna viajaba en el tren, confiesa que no dijo toda la verdad acerca de lo que sucedió aquella noche en Londres.
¿Dónde está Anna Ballard?
Una chica desaparecida.
La pesadilla de una testigo que no hizo nada.
Una telaraña de mentiras.
Número 1 en Estados Unidos, Reino Unido y Australia
Más de medio millón de ejemplares vendidos
Capítulo 1
La testigo
Me equivoqué. Ahora lo sé.
La única razón por la que actué como lo hice fue por lo que oí en aquel tren. Y te pregunto: ¿cómo te lo habrías tomado tú?
Hasta aquel momento, nunca había creído que yo fuera una mojigata o una ingenua. A ver, de acuerdo, recibí una educación bastante convencional —para algunos incluso podría decirse que sobreprotegida—, pero bueno, la gente crece y madura. He vivido un poquito, he aprendido un montón. También debo decir que he llevado una vida normal y corriente, en lo que a la escala de Richter del comportamiento moral se refiere, y por eso me afectó tanto lo que oí.
La cuestión es que me habían parecido buenas chicas.
Claro que yo tampoco debería aguzar el oído para escuchar conversaciones ajenas. ¿Pero no te parece que es inevitable cuando vas en transporte público? Hay montones de personas que gritan con el móvil pegado a la oreja mientras otros pasajeros suben el volumen para rivalizar con ellas, para que también se los escuche.
Pensándolo mejor, puede que no me hubiera centrado tanto en su diálogo si el libro que llevaba hubiera sido mejor, pero, muy a mi pesar, había comprado la novela por la misma razón por la que había adquirido la revista que tenía los aerogeneradores en la portada.
Una vez leí en alguna parte que cuando llegas a los cuarenta, en principio, te importa más lo que tú opinas de los demás que lo que ellos opinan de ti. Si así fuera, ¿por qué diantres a mí todavía no me ha ocurrido y sigo esperando?
«Si te quieres comprar la revista ¡Hola!, cómpratela, Ella». ¿Qué más dará lo que piense el estudiante aburrido que atiende en la caja?
Con todo, soy incapaz. Finalmente opto por una críptica revista sobre ecología y medio ambiente y una biografía decente, de modo que, para cuando los dos chicos se suben en la estación de Exeter, cada uno cargando con una bolsa de basura negra, yo ya estoy aburrida como una ostra.
Y ahora voy a hacerte una pregunta: ¿qué pensarías al ver a dos jóvenes que suben al tren con una bolsa de basura negra cada uno? Yo, que no sé qué contienen las bolsas y que soy madre de un adolescente cuya habitación incumple todas las leyes de seguridad e higiene, solo pienso: «¡Cómo no! Porque no habéis podido encontrar ni una bolsa de deporte, ¿verdad, chicos?».
Son unos escandalosos y se dedican a hacer el payaso, como tantos veinteañeros. Suben al tren por los pelos, mientras el orondo jefe de estación les dedica silbidos furiosos de desaprobación.
Después de pasarse un rato jugueteando con la puerta automática —abre, cierra, abre, cierra—, algo que, por supuesto, les parece de lo más gracioso, se acomodan en los asientos más cercanos a la rejilla del portaequipajes. Sin embargo, por lo visto, divisan a dos chicas de Cornualles y, tras intercambiar una mirada de complicidad, continúan por el vagón hasta los asientos que hay justo detrás de ellas.
Sonrío para mis adentros. ¿Ves? No soy una aguafiestas, yo también he sido joven.
Observo cómo las muchachas se callan, tímidas de repente, y una contempla a la otra con los ojos muy abiertos: sí, uno de los jóvenes es sumamente atractivo, parece un modelo o un miembro de una banda de chicos. Y toda la situación me hace recordar esa sensación tan especial en la barriga.
Seguro que sabes a qué me refiero.
Por eso, ni me sorprende ni desapruebo en absoluto que los dos muchachos se levanten y el guapo se incline por encima de los asientos para preguntar a las chicas si quieren algo de la cafetería, «aprovechando que voy para allá».
A continuación, se presentan y, tras unas cuantas risitas, empieza el espectáculo.
Después de dos cafés y cuatro cervezas, los chicos ya se han sentado con ellas; el grupo está lo bastante cerca para que pueda seguir la conversación con todo detalle.
Sí, ya lo sé: no debería aguzar el oído, pero de eso ya hemos hablado. Recuerda que estoy aburrida y que son unos escandalosos.
Pero volvamos al tema. Las chicas confirman lo que yo ya había intuido mientras ellas charlaban. Esta es la primera vez que viajan solas a Londres para visitar la capital: es un regalo de sus padres para celebrar que han terminado el bachillerato. Se alojarán en un hotel barato, tienen entradas para Los miserables y les hacía muchísima ilusión.
—Es coña, ¿no? ¿En serio nunca habéis estado en Londres solas? —Karl, el muchacho que parece haber salido de una boy band, se ha quedado pasmado—. Sabéis que puede ser un sitio peligroso, Londres, ¿eh? Tenéis que ir con cuidado. Cuando salgáis del teatro, pillad un taxi, no el metro. ¿Vale?
Karl me empieza a caer bien. Les recomienda tiendas y ciertos tenderetes del mercado y también una discoteca donde, según él, no correrán ningún peligro si les apetece bailar al son de música decente después de haber visto el musical. Les apunta el nombre en un trocito de papel. Se ve que conoce al portero.
—Decidle que vais de mi parte, ¿vale?
Y, entonces, Anna, la más alta de las dos amigas de Cornualles, les pregunta por las bolsas negras, algo que agradezco, porque a mí también me pica la curiosidad. Esbozo una sonrisa al imaginarme como ellas les tomarán el pelo.
«Ay, hombres, siempre tan desorganizados. Cómo sois, ¿eh?».
Nada