Teresa Driscoll

Te veo


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un tayín gracias a una receta que se ha bajado de una aplicación nueva. Le encanta cocinar, a mi Luke, y bromeo sobre cómo habrá quedado la cocina, porque seguro que ha utilizado todos los cacharros y las sartenes habidas y por haber.

      Pronto amanece en el hotel.

      Detesto esta sensación: el aturdimiento provocado por la mezcla del aire acondicionado, levantarse en una cama ajena y falta de disciplina con el minibar. Es el regalo que me hago al llegar al hotel: uno o dos brandis al final de un largo día de trabajo.

      Apenas son las seis y media, quiero dormir más. Tras diez minutos intentándolo en vano, me doy por vencida y echo un vistazo a las tristes bolsitas del tazón que hay junto al hervidor de agua. Siempre hago lo mismo en las habitaciones de hotel: me engaño a mí misma y me digo que voy a beber café instantáneo solo esta vez, para después tirarlo por el lavamanos.

      Observo la fila de botellitas vacías y me estremezco cuando me asalta un pensamiento espantoso. Echo un vistazo al teléfono que tengo junto a la cama y me atenaza una oleada de temor: es el escalofrío que siento al haber hecho algo que me avergüenza, algo de lo que sé que me arrepentiré.

      Me giro de nuevo hacia la hilera de botellitas y recuerdo que, tras tomar el segundo brandi anoche, decidí llamar al servicio de directorio telefónico para dar con el número de los padres de las chicas. Al recordarlo, me quedo helada; todavía no estoy muy segura de lo que ocurrió después. «¿Llegaste a llamar? Recuerda, Ella, venga».

      Vuelvo a mirar el teléfono y hago un esfuerzo para concentrarme. Ah, vale, ya me acuerdo. Los hombros se me relajan en cuanto me viene a la memoria: tenía el móvil en la mano y, justo cuando iba a marcar, concluí que no pensaba con claridad, y no solo por el brandi. Mi motivación era otra: no quería llamarlos porque en realidad estuviera preocupada por las chicas, sino para castigarlas, porque me daba mucha rabia cómo me había hecho sentir Sarah.

      Así pues, hice lo más sensato: dejé el móvil, apagué la luz y me fui a dormir.

      Qué bien. Ay, sí, qué bien. El alivio que siento es tan sobrecogedor que, para celebrarlo, decido que, al final, voy a darle una oportunidad al café instantáneo.

      Primero enciendo el hervidor y, acto seguido, pongo la televisión. Y justo en ese momento, aparece. El tiempo se detiene en un instante único, suspendido al principio, pero que luego se alarga y se extiende más allá de la habitación, más allá de la ciudad. Es un segundo en el que comprendo que mi vida no volverá a ser la misma.

      Jamás.

      El televisor no emite sonido porque anoche, de madrugada, vi la película en silencio y con subtítulos para no molestar a los vecinos.

      Con todo, la imagen no se presta a confusión. Qué guapa. Es una fotografía de su perfil de Facebook. Le brillan los ojos verdes y el cabello, rubio y largo, le cae por la espalda. Está en la playa; reconozco el Monte Saint-Michel de fondo.

      No sé cómo, pero tengo la sensación de que me alejo, de que atravieso la almohada, el armazón de la cama y la pared hasta que veo la pantalla desde una distancia mucho mayor. Una pantalla que muestra unos titulares horribles y espantosos: «Anna… Desaparecida… Anna… Desaparecida…». El hervidor silba con fiereza entre nubes de vapor que empañan el espejo mientras organizo mentalmente las llamadas que tengo que hacer.

      Me asalta una maraña de excusas oscura y terrible. No hay ninguna que sea lo bastante buena.

      Tengo que hablar con la policía. Con Tony.

      «Tienes que creerme, iba a llamar…».

      Capítulo 2

      El padre

      Henry Ballard está sentado en la terraza interior mientras trata de ignorar, con todas sus fuerzas, el repiqueteo que surge de la cocina.

      Es consciente de que debería ir a hacer compañía a su mujer, a ayudarla, a consolarla, pero también sabe que no servirá de nada, de modo que lo está posponiendo. ¿La verdad? Lo único que quiere es quedarse un rato más observando el césped al otro lado del cristal. En ese extraño espacio cerrado, ese anexo a la casa que apenas ha servido de algo —siempre hace demasiado frío o demasiado calor, a pesar de las persianas y el gran ventilador antipolvo que les habían instalado por un precio exorbitante—, se las ha apañado para entrar en un estado de semiconsciencia, para llegar a un lugar donde su mente puede deambular más allá de los límites corporales y temporales, y adentrarse en el jardín donde, en este preciso momento, con la primera luz del día, oye cómo cuchichean en el escondrijo que tienen entre los arbustos. Anna y Jenny.

      Había sido su sitio favorito durante un año, quizá dos, cuando pasaron por aquella espantosa etapa del color rosa. Edredones rosas. Barbies rosas. Una tienda de campaña rosa que habían comprado por catálogo y que ellas habían llenado con todo tipo de parafernalia de niñas. Él siempre había evitado acercarse a aquella cosa. En cambio, lo que más quería en el mundo ahora mismo era olvidarse de ordeñar y del heno, de las declaraciones del IVA y del banco, y salir a hacer una hoguerita y ponerse a cocinar las salchichas para el desayuno de las niñas. Organizar una acampada en condiciones, algo que, a pesar de habérselo prometido cientos de veces, jamás había hecho.

      De pronto, se produce un estrépito en la cocina que lo obliga a entrar. Se la encuentra recogiendo moldes del suelo: un montón de moldes para hacer magdalenas y pasteles de todas las formas y tamaños imaginables.

      —¿Qué demonios haces?

      —Pastelitos de ciruela.

      —Joder, Barbara.

      Es el dulce favorito de Anna. Son una especie de barritas de avena con compota de ciruelas especiadas en el centro. Lo asalta el olor a canela: el acre contenido del tarro, que está volcado sobre la encimera, forma una montañita perfecta.

      «Ay, Barbara».

      Ser testigo de cómo ella recoge los moldes mientras, con manos temblorosas, se le antoja insoportable.

      Así que, en vez de ayudarla e intentar demostrar algo de amabilidad o de decencia, se va al estudio y se sienta junto al teléfono, de modo que al cabo de unos cinco o quizá diez minutos, Henry es el primero en ver cómo un coche de policía vuelve a enfilar el camino que lleva hasta la casa.

      Se le encoge el estómago, una sensación espantosa, y por un momento se plantea atrancar la puerta —se imagina todos los muebles del recibidor apilados contra la puerta para que no puedan entrar; qué ridículo—. Esta vez han venido dos agentes, un hombre y una mujer. El hombre lleva traje y la mujer, uniforme.

      Cuando llega a la entrada, su esposa está en la puerta de la cocina y se seca las manos en el delantal una y otra vez. Henry se vuelve para observarla tan solo un segundo, y en su mirada ve súplicas dirigidas a él, a Dios y a la justicia.

      Henry abre la puerta; Anna y Jenny entran corriendo, cada una con su mochila y su raqueta de tenis, y, al cruzar el umbral, lo echan todo al suelo. Qué alivio. Qué alivio. Qué alivio.

      Pero la realidad interrumpe el recuerdo.

      Sus expresiones lo dicen todo.

      —¿La han encontrado?

      El hombre, que viste un traje arrugado y comprado en una tienda al por menor, niega con la cabeza.

      —Les presento a la agente de enlace con la familia, Cathy Bright. Les hablé de ella por teléfono.

      No es capaz de articular palabra. Silencio.

      —¿Le importa si pasamos, señor Ballard?

      Asiente con la cabeza. Es lo máximo que puede hacer.

      Se acomodan todos en el estudio y lo único que se oye es un ruido extraño y apagado, el del contacto de piel contra piel; es su mujer, que se está frotando las manos. De ahí que Henry alargue el brazo para agarrarle la mano. Para detener ese ruido.

      —Como les decíamos antes, la policía de Londres está