Teresa Driscoll

Te veo


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principio, debió de negar que los hubiera conocido. A los muchachos del tren. Debió de decir que yo me lo había inventado. Hasta que no hubieron revisado las grabaciones de seguridad y encontraron también un par de imágenes de ellos mientras bajaban del tren y fuera de la estación, los policías no difundieron sus fotos. Demasiado tarde.

      Aunque, claro, eso era lo que había torcido las cosas y el foco se centró en mí.

      Si hubiera llamado para avisar desde el principio… Si hubiera dado un paso al frente… Si me hubiera involucrado…

      «No pienses eso. No puedes culparte de todo. No hiciste nada malo. Nada, Ella. Fueron esos tipos. No tú. No puedes seguir culpándote».

      «¿Tú crees, Tony?».

      Y ya no soy la única.

      Recibí la primera postal hace unos días.

      Al principio, me afectó tanto cuando la leí que tuve que salir corriendo al baño. Vomité.

      Soy incapaz de explicar por qué me asusté tanto. Supongo que me conmocionó, porque a primera vista parecía muy amenazadora, muy repugnante. Cuando al fin fui capaz de calmarme y pensar con claridad, de pronto caí en quién me la había enviado. Y eso me infundió una mezcla de alivio y de culpa abrumadora. Si te soy sincera, puede que me lo merezca.

      Me la había mandado en un arrebato de furia, no era una amenaza real; solo era para desfogarse.

      La primera postal estaba metida en un sobre. Era una tarjeta negra con letras recortadas de alguna revista. ¿por qué no la ayudaste? Era clavada a la típica nota que sale en las películas, pero estaba bastante mal hecha: se me pegaban los dedos al tocarla.

      Fui una estúpida: la rompí y la tiré a la basura, porque no quería que Tony la viera. Sabía que él llamaría a la policía, y quería evitarlo. Quería evitar que volvieran a venir. Tanto ellos como la prensa. No quería revivir esa locura.

      Tardé un poco en asimilarlo del todo. Al principio había pensado que se trataba de cualquier tarado, pero después caí en la cuenta: «Espera, todavía no han echado el programa del aniversario por la tele».

      Lo cierto es que la gente se había olvidado del caso. Hasta que no se emita el programa esta noche, nadie habría vuelto a pensar en la historia. Así es como va siempre, por eso a la policía le cuesta tanto. Todo el mundo habla de eso durante un minuto, y, casi al instante, ya lo han olvidado.

      Sin embargo, hoy ha llegado otra tarjeta. También es negra, con un mensaje aún peor: puta… ¿cómo puedes dormir por la noche?

      De modo que ahora lo tengo incluso más claro: sí que es culpa mía. Se trata de una venganza, y no solo por lo que no hice por Anna, sino por haber ido hasta allí en verano.

      Ahora tengo clarísimo de quién son estas postales…

      Capítulo 5

      El padre

      Henry Ballard mira el reloj y llama a Sammy con un silbido.

      A lo lejos ve el humo de uno de los edificios que alquilan a turistas. Antes había sido un establo y, en esa época, era adonde su padre se dirigía siempre a esa misma hora del atardecer: un último vistazo al ganado antes de ir a cenar.

      Henry sigue dando el mismo paseo todas las noches, pero ahora lo hace con un dolor sordo.

      La voz de Anna lo persigue mientras camina:

      «Me das asco, papá…».

      Henry cierra los ojos y espera a que la voz desaparezca. Cuando los vuelve a abrir, la columna de humo que emana de la chimenea que tiene delante es más densa.

      Había sido lo más lógico «desde el punto de vista económico», por supuesto. Transformarlo. Se había convertido en la frase favorita de Barbara, y también de los banqueros. «Es lo más lógico desde el punto de vista económico, Henry».

      El éxito agrícola de la granja Ladbrook se había fraguado a lo largo de cuatro generaciones. Había sobrevivido al auge y la caída de la minería de la zona. Había sobrevivido a los cambios que se producían en los gustos de los consumidores. Les habían dado premios por criar a razas excepcionales. E incluso una vez se había diversificado y habían empezado a comerciar con narcisos. Sin embargo, la granja había tardado un abrir y cerrar de ojos en pasar de estar totalmente operativa a convertirse en lo que sus amigos ahora despreciaban con la frase: «¿Todavía juegas a los granjeros, Henry?».

      Ahora ha cambiado de sector y ya no se dedica a la agricultura, sino al turismo. Y sí, desde el punto de vista económico, tiene toda la lógica del mundo. Habían transformado un grupo de establos y lo habían vendido para pagar todas las deudas pendientes que la granja tenía desde hacía más de una década. Un segundo grupo de establos ahora son propiedades de alquiler, lo que les proporciona unos ingresos más que suficientes, que se suman a los de la tetería y la zona de camping y, sin duda, son unos beneficios mucho más regulares que los que su padre o su abuelo se habrían imaginado jamás.

      ¿La verdad? Sus antepasados habían sido quienes se habían dejado la piel. Ellos habían pagado la mayor parte de las deudas bancarias con sangre, sudor y lágrimas. Pero ¿él? ¿Qué había hecho él?

      Solo había recogido los frutos. No hay tarde en la que Henry Ballard no se sienta un miserable por eso.

      Así que, sí, sigue jugando a los granjeros. Sigue perdiendo el tiempo por los márgenes de los campos con las ovejas —que apenas valen lo que cuesta mantenerlas— y el rebañito vacuno de raza excepcional.

      Hace años que da el mismo paseo con gran pesar. Y, ahora, ¿desde lo de Anna?

      Henry hace una mueca al recordar a su hija a su lado en el coche.

      «Me das asco…».

      —¿Qué nos queda ahora? —dice en voz alta mientras Sammy le roza la mano con el hocico y alza los ojos ámbar para cruzarse con los de su amo. El perro todavía se sienta bajo la silla de Anna cada noche durante la cena. Es insoportable.

      Henry le acaricia la cabeza a Sammy y luego vuelve hacia la casa. Le aterra la noche que le espera, pero le ha prometido a Barbara que verán el programa del aniversario juntos, así que no debe llegar tarde. Han hablado largo y tendido sobre cómo gestionar el asunto: están preocupados por lo que es mejor para Jenny, quien puede que tenga que hacer frente a la peor parte. Es la hermana que se ha quedado sin hermana.

      Las tuvieron con dieciocho meses de diferencia; eran muy dulces y estaban muy unidas, sobre todo cuando eran pequeñas. Se peleaban, claro, había la típica rivalidad entre hermanas, pero a la hora de dormir ya habían hecho las paces, y a menudo querían dormir juntas, a pesar de que hubiera habitaciones de sobra. Henry se acuerda por un instante de que lo último que solía hacer todas las noches era asomar la cabeza por la puerta de la habitación y las veía dormir, con los brazos y las piernas enroscados, acurrucadas con los pijamas rosas en una cama de matrimonio.

      Se le encoge el estómago otra vez. Jenny todavía sufre insomnio. Barbara también. No tiene ni idea de cómo deben afrontar este programa. Que vuelvan a poner el foco sobre ellos.

      Habían rechazado de plano la invitación de acudir a los estudios de Londres. Barbara no habría podido soportar una entrevista en directo. No. Henry se había negado en rotundo, en parte porque el tiempo que pasaba cerca de la policía lo ponía de los nervios. Por tanto, se había grabado todo de antemano en su casa. También habían rescatado un vídeo antiguo, de cuando Anna era pequeña.

      Se detiene y aprieta los puños al recordar ese momento, él, cámara en mano, mientras Barbara le daba órdenes desde atrás. Ante él había un grupo de amigos reunidos alrededor de la merienda de cumpleaños, todos disfrazados: vaqueros y hadas. En el centro, un pastel enorme de chocolate con unas cuantas velas. «Hazle fotos mientras las sople, Henry. Por favor, que no se te pase…». Piensa en cómo era su mujer entonces: Barbara rebosaba alegría y siempre iba de aquí para allá, era muy feliz cuando la casa