Adolfo Meinhardt

Adolfo Hitler


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incombustible estuvo toda su vida cambiando de residencia. En 1895 compró una casa en una aldea cerca de Lambach, a cuarenta kilómetros de Linz y el mundo de la enseñanza se abrió por primera vez, para el futuro Führer. En la insignificante escuela primaria de Fischlham empezó su fracasada aventura educativa y en ella estuvo dos escasos años, con notables progresos, altas notas y buena conducta en general.

      Pero su padre dio un nuevo golpe de timón. Dos veranos después de la compra de la granja se fueron a vivir en Lambach, otro pueblecito más de la comarca. Allí Adolfo mantuvo su tónica de buenas notas y excelente comportamiento. Las cosas marchaban bien, pero iban a cambiar. Entre tanto Alois, con el nomadismo en los genes, en 1898 compró un pedazo de tierra en Leonding, muy cerca de Linz y en ella Adolfo, posiblemente, pasó los mejores instantes de su niñez. Hasta su muerte, en 1945, asoció ese lugar a su adorada madre y en su corazón hizo de él su rincón natal. Curiosamente, Linz era considerada la ciudad más alemana de todo el imperio austrohúngaro; y en la cúspide de su poderío sólo la guerra y la derrota le impidieron cumplir su sueño de convertirla en un burgo esplendoroso.

      El paso a la educación secundaria fue para Adolfo Hitler el choque con un muro que no pudo superar, aunque visto su indudable talento puede que ni siquiera pusiese intención en derribarlo. El seguimiento personal que había tenido en la escuela primaria, por parte de sus maestros, cesó. Ahora tenía que vérselas con profesores que explicaban de forma impersonal sus materias a los muchos alumnos de sus aulas. El esfuerzo, prácticamente inexistente en la escuela primaria de la aldea había desaparecido y la exigencia persistente a los alumnos para que rindieran, era en la Realschule lo habitual. Sin titubear, ya desde el comienzo, Adolfo hizo ver que no estaba por la labor. Su esfuerzo se resintió y en su conducta aparecieron por primera vez los signos de la inmadurez. El resultado fue que al terminar su primer año de la secundaria (1900-1901) tuvo que repetir curso en matemáticas e historia natural. Hubo una leve mejoría al repetir, pero fue tan solo un espejismo. Años más tarde, cuando su figura apareció en los periódicos muniquenses a raíz del fracasado intento de putsch, que dirigió con el general Erich Ludendorff (1865-1937), uno de los profesores que tuvieron que bregar con él recordó su paso por las aulas. Posiblemente sonriendo, comentó su físico desgarbado y su nulo esfuerzo por sacarle partido a su inteligencia natural. De paso lo catalogó como un adolescente amante de la soledad, dogmático, egocéntrico y apasionado. Ese fue el balance de su estancia en la Realschule de Linz, donde su padre había logrado ingresarlo pese al agobio que tal cosa causaba en su modesta economía. En Linz no llegó a obtener el necesario certificado de estudios y se trasladó a la Staatsrealschule de un pueblo cercano, donde también fracasó. El niño feliz y adorado por su madre, el de los estudios primarios excelentes, los juegos inocentes y los paseos por el bosque se iba transformando en el joven gandul y desnortado que deambuló por Viena, hundido la miseria, en vísperas de la Primera Guerra Mundial.

      En los meses finales de 1905 —los días en que el emperador Francisco José, inducido por las presiones políticas concedía el sufragio universal a los varones austriacos— el adolescente Adolfo Hitler encontró finalmente la necesaria coartada para sus continuos fracasos escolares a raíz de unos problemas pulmonares transitorios, que no tuvieron secuelas, y sin pena ni gloria abandonó para siempre los estudios de bachillerato, con notas muy pobres y fracasos muy grandes, como acabamos de comprobar. Y con el juicio poco indulgente de sus profesores a la hora del cómputo final: consideraron totalmente insuficientes sus conocimientos en matemáticas, en lengua alemana y calificaron de pobre y defectuosa su escritura.

      El resto de su vida él se mofó siempre de sus educadores de aquellos lejanos días —en el curso de los dos espantosos años finales de su guerra, antes de quitarse la vida, todavía lo hacía— y puso el acento de su fracaso en el forcejeo que mantuvo con su padre, mientras éste vivió, para que le permitiera darle rienda suelta a su carrera como artista. Tal cosa es una “simplificación excesiva”, como acertadamente señala otro de sus biógrafos. Pero para mí es, también, un miserable recurso de su dialéctica. Y tales hechos y dichos al final suelen dar sonoras bofetadas a quien los utiliza. Una sola cosa es evidente y basta para deshacer el tinglado justificativo que se fabricó: sus esfuerzos para convertirse en artista, esa “lucha titánica”, según él para vencer la resistencia de Alois, cuando ya muerto éste volvió la paz a su espíritu y tuvo plena libertad para intentarlo, se estrelló definitivamente cuando se enfrentó a la cruda realidad: visto su pobre bagaje para expresar y plasmar en el papel esas supuestas cualidades artísticas de las que alardeaba, fue rechazado por la Academia de Bellas Artes de Viena cuando por dos veces presentó exámenes para ingresar.

      Alois Hitler, víctima de un colapso pulmonar, se derrumbó inesperadamente sobre su vaso de vino en una taberna cercana a su vivienda mientras hacía su acostumbrado paseo matinal; corría enero de 1903, dejaba a su familia en bastante buena situación y a Adolfo, inopinadamente, como el único hombre de la casa. La muerte de su progenitor, sin embargo, es muy poco verosímil que le removiera las entrañas al muchacho; su padre —a pesar de algún ditirambo extemporáneo sobre él— no fue nunca su debilidad. Y Klara Pölzl, su madre y único ser viviente por la que sintió profundo amor, viuda a los 42 años no iba a ser la persona adecuada para oponerse a los inmaduros deseos de su mimado y voluntarioso hijo.

      Parece, sin embargo, que esta mujer, fiel a los deseos del difunto Alois, intentó reverdecer el interés por la enseñanza media en su hijo gandul. Pero en ese terreno no tenía nada que hacer, aunque hay indicios de que logró retenerlo todavía, por poco tiempo en las aulas. Con dieciséis años sobre sus juveniles hombros Adolfo enfermó de los pulmones, su madre lo envió a casa de su hermana, en Spital, para su recuperación y con ese traslado cayó el telón, definitivamente, sobre los encomiables intentos parentales por ver a Adolfo culminar. Su madre entretanto, que ya llevaba un cáncer en su pecho y lentamente decaía, se mudó con él y la niña a Urfahr, un aledaño de Linz próxima al Danubio.

      De esta época en la vida de Hitler existe un relato manuscrito de Augusto Kubizek (1888-1956) uno de sus pocos amigos de aquellos días. Dado a la luz por primera vez en 1953 retrata con simpatía y verosimilitud las andanzas de aquel joven que un día destruiría el mundo en que nació. Ambos se conocían desde 1905. Para Hitler, Augusto era el auditorio educado y obediente que su desbordado ego necesitaba, y fue en su compañía que se aficionó a la ópera y escuchó por primera vez a Richard Wagner y sus numerosos dramas musicales, llenos todos de arrebatado nacionalismo. Su verborrea asombraba a Kubizek y lo hacía cavilar. Fue en este muchacho en el que el adolescente Adolfo volcó sus confesiones, y así se enteró el mundo, años más tarde, que había existido una bella e inalcanzable Estefanía, hija de padres adinerados, con la que Hitler jamás pudo contactar.

      3.

      Adolfo, gracias a su parentela abrió las puertas de Viena ya con diecisiete años bien cumplidos. Fue al comienzo del verano austríaco, se alojó en casa de unos familiares lejanos y su imaginación se desbordó de entusiasmo al ver sus ojos la magnificencia de las construcciones, la riqueza de las grandes galerías de pintura y escultura, la barroca fachada de su ansiada meta, la Academia de Bellas Artes y el esplendor de la Opera y de los palacios imperiales. Pero tampoco este paseo le abrió el apetito de estudiar. Esta primera visita no iba a quedarse sin consecuencias. A su regresó Klara iba a sufrir y, finalmente claudicar ante su presión y su entusiasmo desbordado. En el otoño de 1907, con Viena ofreciendo a todo el polícromo colorido de sus parques y jardines, el futuro líder del III Reich entró en esa ciudad por segunda vez. Y no iba a ser La última.

      Aunque nadie se lo imaginaba todavía, cada vez que el Adi (Clara lo llamaba así; pensó apodarlo Dolfi pero le pareció muy próximo a Teufel: demonio en alemán) adorado de esta mujer daba un paso adelante en su vida, Europa daba dos pasos de gigante hacia su hecatombe.

      Hitler encontró un cuarto a poca distancia de la estación del Oeste y de inmediato puso manos a la obra para lograr su objetivo: convertirse en artista y triunfar. Pero una cosa es desear y otra conseguir. Su primer intento, en octubre de 1907, fue un fracaso sin paliativos. La lista clasificada contiene el siguiente apunte:

      “Los siguientes tomaron el examen y no lo aprobaron, o bien no fueron admitidos… Adolfo Hitler, oriundo de Braunau, abril de 1889. Alemán, católico. Padre