Adolfo Meinhardt

Adolfo Hitler


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Bullock, tomo 1º pág. 7 de Biografías Gandesa, México D.F. 1955.

      ¿Qué fuerzas misteriosas rigen el destino de los hombres? ¿Cuántos estudiantes mediocres han alcanzado la cúspide en la historia de la humanidad? ¡Seguro que un enorme montón! Basta con decir que uno de los suspendidos de su grupo consiguió ingresar en un examen posterior y con los años se sentó en el sillón presidencial de esa institución. Una pisca de condescendencia ese día, de esos puntillosos expertos del dibujo artístico, ¿no hubiera dado un giro copernicano a la historia del siglo xx, impidiendo de paso la muerte violenta de más de cincuenta millones de personas? Dejémoslo ahí. Las hipótesis ni cambian ni casan con la historia.

      Hitler ocultó a sus seres cercanos su enorme desengaño. Seguramente buscaba, primordialmente, evitar que la noticia fuera conocida por su madre, aquellos días ya en la fase final de su enfermedad. No olvidemos, además, que Adolfo Hitler a medida que crecía en edad crecía en privacidad. Su vida íntima siempre fue un templo en el que nadie pudo penetrar. En diciembre de ese año recibió un aviso urgente: Klara Pölzl se moría. La encontró agonizando, torturada por terribles dolores, y se entregó a su cuidado con toda la ternura y la devoción de la que era capaz. Cualquier duda mal intencionada sobre ello queda destruida por el doctor Edward Bloch (1872-1945), el médico judío que la atendió en el tránsito final, y también por Paula Hitler, la hermana menor de Adolfo que estaba a la cabecera del lecho en aquel triste momento. Entre madre e hijo hubo siempre un amor profundo. Ese amor llevaba a Hitler, en muchos momentos cerca de las lágrimas y cuando finalmente llegó la muerte, el 21 de diciembre de 1907, el hombre no pudo más y se derrumbó.

      El Doctor Edward Bloch era el médico judío de Linz que había atendido a Klara Pölzl en su terrible lucha contra esa terrible enfermedad. Muchos años más tarde, en marzo 1938, vio desde una de las ventanas de su vivienda a un Hitler triunfante, de pie en su coche y aclamado por la multitud, desfilar por sus calles de la capital austriaca el día en que culminó la anexión de Austria al III Reich de su creación. Ese mismo año, ya en sus finales, solicitó a las autoridades nazis permiso para emigrar con su familia a los Estados Unidos, cosa que le fue concedida cordialmente, sin pedirle explicaciones. El 16 de noviembre del año que estamos comentando, pocos días antes de su partida, envió al director de los Archivos Centrales del NSDAP (Partido Nacional Socialista) un sobre que contenía el libro de registro médico de 1907, que estaba en su poder, con el ruego de que fuera entregado a Adolf Hitler en persona. En la carta que acompañaba al documento médico leemos lo siguiente:

      “hay una humildad que encuentro profundamente conmovedora. Escribo “humildad”, que es, por supuesto, diferente de cobardía, igual que la confianza difiere de la arrogancia. El gran historiador Jacob Burckhardt escribió que la humildad era algo de lo que carecía el mundo antiguo; era una virtud introducida en nuestro mundo por la cristiandad. ¿Era Hitler capaz de ser humilde? Seguro que no. Excepto que en aquella ocasión de la noche buena de 1907, cuando se inclinó profundamente ante este modesto doctor judío dándole las gracias por lo que había hecho por su madre.” John Lukacs. El Hitler de la Historia. Juicio a los biógrafos de Hitler. Turner Publicaciones, S.L. C/ Rafael Calvo, 42. 28010 Madrid).

      El drama que vengo de narrar le privaba del único ser que había amado sin condiciones, y ponía término al largo período de parásito hogareño que había ejercido sin vergüenza desde la muerte de su padre. También le cerraba las puertas de aquella casa que había sido en todo momento su único refugio y protección contra el despiadado mundo que no le permitía vivir sus estrambóticos sueños. Él, en su libro pasa de puntillas sobre esa época y, como no podía ser de otra manera habla del mundo hostil que lo amenazaba; curiosamente no menciona para nada a la hermana de su madre, la tía Johanna que había sufragado los gastos médicos de Klara y los más de novecientos Kronen del préstamo que él le adeudaba; tampoco menciona la ayuda económica que le seguía dando sin titubear. Pero tal cosa se comprende perfectamente: en Mein Kampf Hitler canta sin pudor una loa permanente a sí mismo, pero no habla de cosas que perturben la imagen que quiere proyectar.

      Nuestro hombre, gracias al celo de su tutor Josef Mayrhofer, que también le ayudaba, se encaminó a Viena por tercera vez. La pequeña Paula quedó bajo la protección de Ángela y su marido Leo Raubal. Todo esto sucedía mientras 1908 comenzaba su andadura. Hitler iba a cumplir en abril 19 años y en su futuro no se veían sino oscuros nubarrones. Su amigo Kubizek, que no le había perdido la pista, no tardó en hacerle compañía. Alquilaron una habitación en la que tenían que hacer filigranas para moverse entre el piano del aspirante a músico, los enseres del aspirante a pintor y las camas en que dormían. Fue august Kubizek el que dejó constancia escrita de la vida de ambos en esa época. Impávidos ante la pobreza que les atenazaba y el hambre que los acosaba, según ambos decían, y dispuestos a no trabajar, pasase lo que pasase. Kubizek, en silencio, seguía asombrado ante el verbo incontenible de su amigo, dubitativo ante la fuerza magnética de su mirada y plegado sin protestar a su autoridad sin condiciones. Muy jóvenes, llenos de sueños y anhelos pateaban las calles de la capital imperial convencidos de que iban a triunfar. Hitler, desde el primer momento puso especial cuidado en que su amigo no se enterase de que su intento para alcanzar una plaza en la Academia había terminado en un desastre que no tenía paliativo. Pese a ello sus sueños de alcanzar la gloria por el camino del arte persistían. La idea de buscar un trabajo estable era rechazada sin titubeos cada vez que aparecía: era odiosa para ambos y a Hitler, especialmente, le producía pesadillas. Les era igual que Viena abriese ante ellos sus tenebrosas fauces y amenazase con engullirlos. Yo estoy convencido de que ya por aquel entonces estaba imbuido de que era un hombre colosal. Fue en esa época, quizá aconsejado por Kubizek, cuando empezó a leer con asiduidad, tal vez buscando construir un muro que lo aislase de sus temores más recónditos; pero lo hizo desde el primer momento sin una buena planificación. Tenía talento, desde luego, y no creo que nadie lo vaya a rebatir, pero leía desordenadamente, mezclaba unos temas con otros y en su cerebro, indudablemente, sus peligrosas paranoias y sus rabiosos odios continuaban tomando forma sin parar. Resumiendo, esa afición desordenada a la lectura potenció su ego y lo condujo a cultivar un dogmatismo pedante que ya nunca más le abandonó.

      “Leía mucho y concienzudamente en todas mis horas de descanso. Así pude en pocos años cimentar los fundamentos de una preparación intelectual de la cual hoy mismo me sirvo.

      “Pero hay algo más que todo esto: En aquellos tiempos me formé un concepto del mundo, concepto que constituyó la base granítica de mi proceder de esa época. A mis experiencias y conocimientos adquiridos entonces poco tuve que añadir después; nada fue necesario modificar.” Mi lucha: Ibid, p. 32.

      4.

      Kubizek se marchó de Viena en julio de ese año para pasar el verano en Linz, con su familia, y Adolfo, solo en la ciudad, se carteó esporádicamente con su amigo. Ninguno de los dos se lo imaginaba, pero no se volverían a encontrar hasta la Anschluss en1938, cuando un exultante Adolfo Hitler hizo su entrada triunfal en Viena para anexionar su Austria natal al gran III Reich alemán del cual era caudillo indiscutible. Kubizek no volvió cuando terminó su tiempo vacacional, prolongando la estadía al lado de sus parientes hasta noviembre, ya invadida Viena por el frío invernal. Encontró la habitación de la Stumpergasse abandonada y pese a que indagó con ahínco no consiguió saber dónde se había escondido su amigo Adolfo, lo que todavía hoy permite a sus biógrafos tejer toda clase de suposiciones. Parece que en octubre de 1908 Hitler había hecho un segundo intento para convertirse en un gran artista y otra vez había sido rechazado. Dado su desbordado orgullo es evidente que ese nuevo golpe lo había aplastado y quería rumiar a solas su vergüenza… y se esfumó. Esa vergüenza parece que todavía le duraba cuando escribió en fecha tan lejana como 1924, en el presidio de Landsberg, las primeras páginas de Mein Kampf. En ellas se olvida de la pintura y expone su deseo de ser arquitecto:

      “Al morir mi madre fui a Viena por tercera vez y permanecí allí algunos años. Quería ser arquitecto. Y como las dificultades no se dan para capitular ante ellas, sino para ser vencidas, mi propósito fue vencerlas, teniendo presente el ejemplo de mi padre que, de humilde muchacho aldeano, lograra un día hacerse funcionario del Estado… En brazos de la “diosa miseria” y amenazado más de una vez de verme obligado a claudicar,