Adolfo Meinhardt

Adolfo Hitler


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me sacaran de la vacuidad de una vida cómoda para arrojarme al mundo de la miseria y de la pobreza, donde debí conocer a aquellos por quienes lucharía después.” Mi lucha: bid p. 31.

      Pero, aunque reconoce la comodidad que le proporcionaba su vida de gandul al lado de su madre, no hace mención de sus dos fracasos académicos. Tampoco dice que fue uno de los profesores que lo suspendió el que le aconsejó para que estudiara arquitectura, dado que sus dibujos, en esa profesión podían tener más posibilidades. Parece, vistas las fotos que existen de sus diseños, que el consejo no iba descaminado. Pero ¿cómo acceder a la Escuela de Arquitectura si no tenía los estudios mínimos preparatorios, dado que en la Realschule de Linz y en la homónima de Steyr había fracasado en el bachillerato? El objetivo era imposible y él lo sabía cuándo escribió esas líneas en su libro. Por ello evita cuidadosamente la más leve insinuación a sus fracasos en los estudios de bachillerato y en su intento de triunfar en la Academia, cosa que, objetivamente hablando, se puede comprender. Hasta ahí existen esos deseos. Pocas líneas más adelante, ya olvidada también la arquitectura, apunta a los tres objetivos centrales de su vida: los judíos, el racismo, y el Lebensraum (espacio vital) que iban a llenar el resto de su vida política hasta el final:

      “En aquella época debí también abrir los ojos ante dos peligros que antes apenas si los conocía de nombre, y que nunca pude pensar que llegasen a tener tan espeluznante trascendencia para la vida del pueblo alemán: el marxismo y el judaísmo.” Mi lucha ibid. p. 31-32

      “Viena, la ciudad que para muchos simboliza la alegría y el medio-ambiente de gentes satisfechas, para mí significa por desgracia, sólo el vivo recuerdo de la época más amarga de mi vida. Hoy mismo Viena me evoca tristes pensamientos. Cinco largos años de miseria y calamidad encierra esa ciudad para mí, cinco largos años en cuyo transcurso trabajé primero como peón y luego como pequeño pintor, para ganarme el miserable sustento diario, tan verdaderamente miserable que nunca alcanzaba a mitigar el hambre;” Mi lucha: ibid. p. 32.

      5.

      De 1909 a 1913, los cinco años que calificó como los más difíciles y miserables de su vida, Hitler se hundió en la masa de pordioseros vieneses para vivir la mendicidad. Las postrimerías de 1909 fueron las más duras para él. Había descendido a lo más profundo de la sima y el agujero parecía no tener final. Viena lo había atrapado en sus fauces y le estaba mostrando que también existían en ella lugares sórdidos y rincones espantosos. Sucio, comido por los piojos, los pies lacerados esparciendo su fetidez, convertido en un desecho se unió a la hez de la población que buscaba cobijo en Meidling, el enorme asilo creado para ese menester. Tenía veinte años, lejos estaban sus sueños artísticos y Kubizek se había esfumado. En el lugar que éste había ocupado se movían ahora los tullidos, los borrachos, los pequeños delincuentes y todos los andrajosos desechos humanos que se pueden ver en cualquier gran ciudad. Meidling los echaba apenas amanecía y se esparcían por las calles en procura de un mendrugo o cualquier cosa parecida que se pudiese masticar. Esos fueron los días en que conoció a Reinhold Hanisch, un mediocre dibujante que había emigrado de los Sudetes, tenía antecedentes policiales y había recorrido media Alemania mendigando hasta recalar en Viena. Juntos, él y un Hitler hundido en la desesperación recorrían al lado de otros indigentes el trayecto hasta un convento de monjas donde les daban un plato de sopa caliente con la que revitalizaban sus helados huesos. Con Hanisch, Hitler paleo nieve y transportó maletas a los viajantes que iban a tomar el tren. Pero el trabajo físico siempre lo espantó. Mientras tuvo algo de dinero huyó de él como de la peste, y ahora que lo necesitaba para comer, no tenía fuerzas para ponerse en ello. Hasta Hanisch terminó por explotar de cólera vista la vagancia de aquel extraño compañero de miserias. Pero el sudete tenía iniciativa. Había hablado mucho con el Hitler dibujante que le había tocado en suerte, recordaba algunas de las cosas que éste le había contado y pensó que todavía podían arrojar fruto las “dotes artísticas” de las que presumía de continuo Adolfo, al jactarse sin ningún pudor de haber estado en la Academia de Arte vienesa.

      A instancia de Hanisch el futuro dueño de Alemania escribió a sus parientes y un buen día se encontró con que tenía en sus manos 50 maravillosos Kronen, posiblemente salidos de las manos de la pródiga tía Johanna. Lo primero que hizo, claro está, fue comprarse por poco dinero un abrigo en la casa de empeños del Estado. Padecía tanto frío que temía amanecer un día cualquiera congelado. Conservó el sucio sombrero y los ridículos zapatos que llevaba. Lo prioritario era comprar, con el dinero sobrante de su tía, los útiles indispensables para iniciar la empresa que había ideado su mendigo compañero. El plan era que Hitler pintase escenas pintorescas de Viena y sus habitantes, Hanisch las vendería y compartirían las ganancias. Entre tanto Hitler se trasladó, en febrero de 1910, al Albergue de Hombres del norte de la ciudad. Visto así, es posible que el futuro Canciller hubiese superado lo peor.

      “En los años 1909 y 1910 se había producido también un pequeño cambio en mi vida: ya no necesitaba ganarme el pan diario ocupado como peón. Por entonces trabajaba ya independientemente como modesto dibujante y acuarelista. Pintaba para ganarme la vida y al mismo tiempo aprendía con satisfacción. De este modo me fue también posible lograr el complemento Teórico necesario para mi apreciación íntima del problema social.” Mi lucha. Ibid. p. 39

      En el Albergue para Hombres en que ahora se encontraba podía tropezar con oficinistas, funcionarios jubilados, algunos judíos y uno que otro académico en apuros. Todo era distinto, había limpieza y aunque no podían quedarse en su interior durante el día, el precio era asequible y había cierta intimidad. También había un espacio en el que se podían realizar trabajos y fue en ese sitio donde los dos resucitados pordioseros establecieron su modesto centro de operaciones.

      “En brazos de la “diosa miseria” y amenazado más de una vez de verme obligado a claudicar, creció mi voluntad para resistir hasta que triunfó esa voluntad. Debo a aquellos tiempos mi dura resistencia de hoy y la inflexibilidad de mi carácter. Pero más que a todo eso doy todavía un mayor valor al hecho de que aquellos años me sacaran de la vacuidad de una vida cómoda para arrojarme al mundo de la miseria y de la pobreza, donde debí conocer a aquellos por quienes lucharía después”. Mi lucha. Ibid. p. 31.

      Hitler puso manos a la obra y Hanisch se lanzó a la calle a vender las postales pintadas por aquel. La anécdota es que, pese a las afirmaciones continuas que hace en Mein Kampf, sobre la influencia vienesa en la formación de su furibundo antisemitismo, en aquellos días nada de eso existía. Al contrario, estimulaba a su socio para que a la hora de vender pusiera el énfasis en los comerciantes judíos, pues eran los más serios y más de fiar a la hora de cobrar. Agreguemos que su contacto más frecuente más, después de Hanisch, era Josef Neumann, un judío de pura cepa que lo estimulaba y con el que tenía relación de amistad.

      Para su trabajo Hitler copiaba. Visitaba museos y galerías en busca de temas. Pero la pereza era su emblema distintivo y su compañero lo pinchaba de continuo, para que se diese prisa en producir. En esos días Hitler era, sobre sus dos piernas, una extraña mezcla de ambición desmedida, energía a ratos, ego apabullante y apatía incomprensible. En ese aspecto nunca habría de cambiar. Vivió así, gobernó así, así tiranizó a cuanto bicho viviente se le puso por delante y así destruyó a Europa y acabó con la vida de millones de seres inocentes. Pero a pesar de ello cierto es que la idea de Hanisch funcionó y les permitió vivir a los dos con modestia y acabar con la angustia diaria del condumio y de la suciedad. Los piojos y el hambre se habían ido para Hitler y no volverían hasta que se sumergió en los grises y enfangados campos belgas de Langemarck, en la primera batalla de Ypres, sitio en el que en 1915 el alto mando prusiano usó sorpresivamente gases venenosos vista la encarnizada resistencia de los vapuleados soldados belgas que intentaban contenerles. Allí, posiblemente, recordó con benevolencia aquellos días de hambre y suciedad en la capital austriaca. Las penurias que sufrió en los enlodados campos de esa región fueron su bautizo de fuego y en sus tierras reposan los cuerpos de más de medio millón de combatientes alemanes, belgas y canadienses.

      6.

      Seguía leyendo con mucho interés, nutrido por las bibliotecas públicas, abundantes en la Viena imperial, pero sus lecturas continuaban siendo