Laura Gallego

Memorias de Idhún. Saga


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      Gerde se puso de puntillas para besarlo otra vez, pero Christian se apartó de ella y la miró con frialdad.

      —No abuses de tu suerte.

      —Eras mío, Kirtash, te guste o no –susurró Gerde, con una encantadora sonrisa–. No lo olvidarás fácilmente.

      El hada desapareció entre las sombras. Victoria le dio la espalda a Christian, temblando, esperando una disculpa o, al menos, una explicación. Pero casi enseguida comprendió que él no iba a darle ninguna de las dos cosas, de modo que fue ella quien habló primero:

      —Así que ha venido a devolverte la espada. ¿Gerde también venía en el lote?

      —Lo que yo haga o deje de hacer es asunto mío, Victoria –replicó Christian.

      Ella se volvió hacia él, furiosa.

      —Al final va a resultar que Alexander tenía razón, y que no podemos confiar en ti. ¡Te pierdo de vista un segundo y te encuentro en pleno arrebato pasional con esa... furcia de pelo verde!

      —Victoria...

      —¡Por poco me mata, maldita sea! –gritó ella–. ¡Sabes lo que ella y Ashran me hicieron, lo viste con tus propios ojos, estabas allí mientras la... la besabas! ¡Y vuelves a hacerlo ahora! ¿Cómo quieres que me sienta después de esto? ¿Qué quieres que piense de ti? ¡Te importa más esa condenada espada que yo!

      Le dio la espalda de nuevo para que él no la viera llorar. No pensaba darle esa satisfacción.

      Sintió la presencia de Christian muy cerca de ella. Deseó por un momento que la abrazara, que la consolara, que le susurrara palabras de amor al oído, pero sabía, en el fondo, que no iba a hacerlo.

      —No intentes controlarme, Victoria –le advirtió Christian con cierta dureza–. No pretendas ser la dueña de mi vida. No me digas qué es lo que he de hacer. Nunca.

      Ella se esforzó por reprimir las lágrimas.

      —Entonces, es verdad que los sheks no podéis amar –dijo a media voz.

      —¿Eso es lo que crees?

      La voz de él la sobresaltó, porque había sonado muy cerca de su oído. Victoria se apartó de él, molesta, pero todavía herida en lo más hondo.

      —He renunciado a todo cuanto conozco –prosiguió Christian tras ella–. A todo el poder que me pertenecía por derecho. He dado la espalda a mi gente, a mi padre... incluso he renunciado a mi identidad... a mi nombre... por ti. Dime, ¿qué más he de hacer? Quizá cuando me veas caer a tus pies, muriendo por tu causa, seas capaz de comprender por fin hasta qué punto soy tuyo.

      Había hablado con calma, sin levantar la voz, pero Victoria percibió la profunda amargura que se ocultaba tras sus palabras, y ya no pudo aguantarlo por más tiempo. Se volvió hacia él, queriendo decirle, con el corazón en la mano, lo mucho que significaba para ella... pero Christian ya se había marchado.

      Gerde debería haberse ido tras entregar la espada a Kirtash, pero no pudo evitar la tentación de acercarse al poblado de los renegados.

      No era la primera vez que entraba en el bosque de Awa a espiar para su señor. Aunque su poder no bastaba para hacer caer las defensas feéricas y franquear a los sheks la entrada en el bosque, sí le permitía penetrar en él sin problemas. Había comprendido que, después de su conversación con Kirtash, la Resistencia estaría advertida de aquello, y en lo sucesivo le sería mucho más difícil infiltrarse en el poblado. Por eso quería aprovechar al máximo aquella incursión, antes de que Victoria los pusiera a todos sobre aviso.

      Pero sabía que tenía tiempo todavía. No dudaba que la chica le montaría a Kirtash una escena de celos, y eso convenía a sus planes. De momento, estaría demasiado trastornada como para alertar a la Resistencia.

      Suspiró, exasperada. Había conseguido seducir a Kirtash, lo cual significaba que Ashran tenía razón, y su hijo se estaba volviendo cada vez más humano... y perdiendo poder. Si Victoria no hubiese intervenido, Gerde lo habría recuperado aquella noche, habría podido devolverlo a su padre... que se habría encargado de extirpar de él aquella molesta humanidad... para siempre.

      Pero las cosas no habían ido mal del todo. Ahora, Gerde sabía que Kirtash era vulnerable... Ashran lo sabría también... y, sobre todo..., el propio Kirtash se había dado cuenta de ello. No tardaría en adivinar por qué Ashran le había devuelto la espada... y, lo mejor de todo..., sabría que no tenía más opción que hacer con ella lo que todos esperaban que hiciera.

      Por no hablar del hecho de que Victoria no le perdonaría fácilmente lo que había visto aquella noche. Gerde frunció el ceño. Estúpida Victoria. No comprendería nunca lo que implicaba amar a alguien como Kirtash. No lo aceptaría jamás tal y como era. El hada se preguntó, una vez más, qué habría visto él en ella.

      Se detuvo cuando el resplandor de la hoguera fue ya claramente visible entre los árboles. Se ocultó en la maleza, consciente de que nadie podría verla ni aunque mirasen fijamente al lugar donde se encontraba, porque en el bosque las hadas eran casi tan difíciles de sorprender como los unicornios. Echó un vistazo, con curiosidad, y entre los renegados que descansaban en torno a la hoguera descubrió a Jack.

      Lo observó con interés. El muchacho contemplaba el fuego, sumido en profundas reflexiones. Gerde entrecerró los ojos para observar su aura, y descubrió que, a pesar de lo abatido que parecía, su poder se había incrementado mucho desde su último encuentro. Valía la pena recordarlo.

      Dio media vuelta para marcharse... y se topó con unos ojos tan negros como los suyos propios, pero más viejos, sabios... y llenos de disgusto.

      —¿Otra vez enredando, pequeña arpía? Gerde retrocedió unos pasos.

      —¡Aile! –pudo decir.

      Allegra d’Ascoli avanzó hacia ella, muy enfadada.

      —¿Qué andas tramando esta vez? Si te has atrevido a acercarte a mi protegida...

      Gerde levantó la cabeza, serena y desafiante. Ya había alzado todas sus defensas mágicas en torno a ella y, aunque sabía que Allegra era una rival peligrosa, también intuía algo que ella había intentado mantener en secreto.

      —¿Qué? –le espetó–. ¿Me matarás? ¿Te arriesgarás a enfrentarte a mí?

      Allegra entrecerró los ojos.

      —No lo dudes, Gerde.

      —¿De verdad? –rió ella–. ¿Lucharás contra mí... en tu estado? Sé que esos quince años que has pasado en la Tierra han menguado tu poder, Aile. Y que aún tardarás mucho tiempo en recuperarlo.

      Allegra vaciló; fue solo un breve instante, pero bastó para que Gerde adivinara que había acertado.

      —Lo sabía –se rió el hada–. No puedes hacerme daño. Pero entonces la mano de Allegra salió disparada y abofeteó la mejilla de Gerde, que chilló y retrocedió, furiosa.

      —Puede que mi magia no sea la que era, pero mis reflejos siguen siendo excelentes, niña –le advirtió Allegra con frialdad.

      —Te mataré por esto –susurró Gerde–. Y también a esa chica a la que tanto proteges.

      —Eres una maga, Gerde –replicó Allegra, reprimiendo su ira–. Fue un unicornio quien te entregó el poder que tienes, quien te hizo como eres. ¿Cómo te atreves a levantar la mano contra el último de ellos?

      Los bellos rasgos de Gerde se contrajeron en una mueca de odio.

      —Porque, cuando la miro... no veo en ella a un unicornio.

      —Entiendo. Ves en ella a la mujer que te ha robado a Kirtash.

      ¿Actúas así por celos... o solo por ambición? ¿Qué significa para ti ese muchacho? ¿Es para ti algo más que el hijo de tu señor, el que podría haber sido el futuro soberano de Idhún?

      El hada