sí mismo.
—¿El qué?
—Es paradójico –dijo el Padre–. Ese chico rebosa amor, Jack, y el amor, según tengo entendido, es una emoción que los sheks no pueden experimentar.
—Es por su parte humana. Él...
—Eso es lo que me preocupa. Está aquí gracias a su parte humana, pero, cuanto más intenso se hace ese amor, más deprisa agoniza el shek que hay en él. Los sentimientos humanos son veneno para esas criaturas.
—¿Agoniza? –repitió Jack, sorprendido–. ¿Qué significa eso?
—... Significa que una parte muy importante de Christian está muriendo sin remedio, Jack. Y, cuando eso suceda, es muy posible que él muera con ella.
—Entiendo –murmuró Jack, aunque solo llegaba a intuir las implicaciones de las palabras del Padre–. Entonces, tal vez deberíamos decírselo, ¿no?
—No es necesario, hijo. Porque él ya lo sabe desde hace mucho tiempo.
Tres pequeñas hadas llegaron en aquel momento y aguardaron a la puerta de la cabaña de Shail. Zaisei y Victoria salieron para dejarlas entrar.
Fuera las esperaba el resto de la Resistencia, excepto Christian, a quien nadie había visto en varias horas. Victoria se volvió hacia la entrada de la vivienda, mordiéndose el labio inferior, preocupada. Estaba al tanto de lo que iban a hacer las hadas y una parte de ella deseaba impedirlo; pero en el fondo sabía que debía dejarlas hacer su trabajo, porque solo así salvaría la vida de su amigo.
Cerró los ojos, cansada de todo aquello, de aquella guerra. Shail no se merecía un sufrimiento así, pensó. Y, de pronto, recordó la pierna ennegrecida de su amigo, y recordó a Christian transformado en un shek, y que sus colmillos inoculaban el mismo veneno que había estado a punto de matar a Shail.
Sacudió la cabeza para apartar de su mente aquellos pensamientos, y se reunió con Jack. Su presencia siempre la hacía sentir mejor.
—¿Cómo está? –preguntó Alexander enseguida; Shail y él habían sido los líderes de la Resistencia en Limbhad, y, aunque al principio habían tenido sus diferencias, habían acabado por hacerse amigos.
—Saldrá de esta –murmuró Victoria–. Pero las hadas dicen que ha perdido la pierna derecha.
Sobrevino un breve silencio, solo interrumpido por una maldición que soltó Alexander por lo bajo.
—No es justo –resumió Jack los pensamientos de todos. Nadie añadió nada más. No había palabras que pudieran expresar lo que sentían.
Shail seguía sumido en un sueño profundo cuando las hadas curanderas entraron a hacer su trabajo. Pertenecían a una raza poco común dentro de la gran familia feérica. Eran tres, de baja estatura, cabellos como pelusa de diente de león y piel rugosa, como corteza de árbol, que las hacía parecer más viejas de lo que eran en realidad. Jamás habían salido del bosque de Awa, pero conocían las propiedades de cada semilla, cada árbol, cada hierba y cada hoja que crecía en él. Y sabían cómo utilizar las ramas de sinde, un árbol que crecía en lo más profundo del bosque, de ramas tan finas como los cabellos de un niño, que caían en torno a él formando una cascada hasta el suelo, ocultando el tronco. Pero aquellas ramas estaban dotadas también de una dureza extraordinaria; nada podía romperlas. Y, empleadas correctamente, podían segar casi cualquier superficie.
La mayor de las hadas sacó de su zurrón una de las ramas de sinde que había traído. Era tan tenue que había que mirarla a contraluz para poder verla. Rodeó con ella la pierna de Shail, un palmo por encima de la rodilla, un poco más arriba del lugar donde terminaba la zona de carne ennegrecida por el veneno del shek. Mientras, las otras dos entonaban cánticos a Wina, la diosa de la tierra. El hada aseguró el lazo y entregó un extremo a cada una de sus compañeras. Ellas aguardaron un momento, mientras la mayor preparaba la cataplasma de hierbas que iba a necesitar después.
Entonces, a su señal, las dos tiraron de los extremos, a la vez, con fuerza y seguridad. El hilo se hundió en la carne de Shail, cortándola con tanta facilidad como si fuera mantequilla, limpiamente. Un nuevo tirón más y la rama de sinde, más afilada que la hoja de cualquier cuchilla, segó también el hueso.
El mago no se despertó en todo el proceso. Las hadas siguieron trabajando, aplicando en la herida la cataplasma de hierbas para detener la hemorragia, sellándola con su propia energía feérica, mientras sus melódicas voces continuaban entonando himnos en honor de su diosa. No vacilaron en ningún momento, ni mostraron pena por el joven al que estaban mutilando. Porque era la única manera de mantenerlo con vida, y las hadas amaban la vida sobre todas las cosas.
Pronto, la herida se cerró. Shail se agitó en sueños, pero una de las hadas acercó a su rostro un puñado de flores anaranjadas, y el mago, tras aspirar su embriagador perfume, se sumió de nuevo en un profundo sopor.
Las hadas recogieron sus cosas y salieron en silencio de la cabaña. Sabían que haber perdido una pierna sería un duro golpe para el joven, pero ellas no estarían allí cuando despertara. Su labor ya había terminado.
—A los sheks no les gusta luchar en grupo –dijo Christian–. Normalmente cazan mejor en solitario, así que eso nos dice algo muy importante acerca de la emboscada que nos tendieron en la Torre de Kazlunn: o bien están desesperados, o nos consideran enemigos muy peligrosos. Yo me inclino más bien por la segunda opción.
Hizo una pausa, por si alguien quería comentar algo al respecto, pero nadie dijo nada.
Jack, Victoria y Alexander se habían reunido en torno a una cálida hoguera que sus anfitriones habían encendido junto al río. Allegra se había marchado hacía algunas horas, en busca de supervivientes de la Torre de Derbhad que se hubieran refugiado en el bosque tiempo atrás; o de alguien que pudiera informarle acerca de la gente que había estado a su cargo. Hacía quince años que no sabía nada de ellos.
Habían pasado el resto del día esperando a que Shail despertase de su sueño, poniéndose al corriente de la situación en Idhún, recuperándose de las emociones pasadas y haciendo planes para el futuro inmediato. Alexander había propuesto viajar a Vanissar para entrevistarse con su hermano; Allegra, en cambio, parecía reacia a abandonar el bosque tan pronto. Se la notaba inquieta por alguna razón, pero no compartió sus temores con sus compañeros, aunque Jack la había visto hablando en privado con Alexander, comunicándole algo que, a juzgar por el gesto serio de los dos, debía de ser muy grave.
Por fin habían optado por posponer aquella conversación hasta que Shail estuviese en condiciones de participar en ella y exponer su opinión.
Al caer la tarde, Christian había regresado al campamento de los refugiados, y después de la cena, compuesta por distintos tipos de frutas, bayas y raíces, Victoria había aprovechado para pedirle que les enseñara cómo enfrentarse a los sheks. Todos se esforzaban ahora por prestar atención a lo que el joven les estaba diciendo, pero sus pensamientos estaban lejos de allí... con Shail.
—Cabría pensar –prosiguió Christian– que, con lo grandes que son, prefieren atacar en lugares descubiertos. Pero, al contrario, se sienten más cómodos en lo más profundo del bosque, donde pueden camuflarse entre la espesura; o en las montañas, para ocultarse en las grietas, cuevas y quebradas, y atacar cuando su víctima está desprevenida.
—Ya sabíamos que son tramposos y traicioneros –gruñó Alexander–, y que prefieren atacar por la espalda a dar la cara y pelear con honor.
Christian se lo quedó mirando un momento, pero no respondió a la provocación.
—No tienen garras ni nada que se le parezca –prosiguió–, y las alas les estorban a la hora de pelear en tierra. No están preparados para luchar contra humanos y similares, porque estos son pequeños en comparación con ellos y les cuesta clavarles los colmillos. De modo que son buenos en la lucha cuerpo a cuerpo, siempre y cuando esta se desarrolle en el aire, y contra adversarios de su tamaño, o incluso mayores.
—Los dragones,