Laura Gallego

Memorias de Idhún. Saga


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      —¿Qué le pasa a Shail? –preguntó Victoria, sin rodeos. Zaisei levantó, sin una palabra, la sábana que cubría el cuerpo de Shail. Victoria lanzó una pequeña exclamación ahogada al ver que la pierna izquierda del mago se había vuelto completamente negra.

      —Es veneno shek –dijo Zaisei–. Las hadas han conseguido evitar que el veneno se extienda al resto del cuerpo, pero me temo que su pierna ya está muerta.

      Victoria la miró, horrorizada.

      —No puedes estar hablando en serio.

      Se apoyó contra la sedosa pared de la cabaña, sintiendo que le faltaban las fuerzas. Zaisei inclinó la cabeza. Parecía tan afectada como ella.

      —Las hadas curanderas han ido a buscar lo necesario para la operación y volverán enseguida, pero, mientras tanto, necesitaremos que sigas transmitiéndole parte de tu magia.

      —Claro –musitó Victoria, con el corazón encogido.

      No cabían todos en el interior de la cabaña, de modo que Jack, Allegra y Alexander aguardaron fuera mientras Victoria entraba a ver a Shail. Ha-Din se acercó a Jack y le dijo en voz baja:

      —Yandrak, ¿tienes un momento? Hay algo de lo que quiero hablar contigo.

      —Pero Shail... –empezó Jack; se interrumpió, dándose cuenta de que él no podía hacer nada por su amigo, y aceptó–. Claro.

      Ha-Din lo guió hasta un rincón más apartado. Jack, inquieto, cambiaba el peso de una pierna a otra, y volvía la mirada, casi sin darse cuenta, al lugar donde estaban los demás.

      —No te entretendré mucho, Yandrak.

      —Jack –corrigió el muchacho automáticamente–. Mis... mis amigos me llaman Jack –añadió al ver la expresión confusa de su interlocutor.

      —Jack –repitió Ha-Din–. Solo quería decirte que sé lo de Lunnaris y ese shek.

      Jack se quedó helado.

      —También sé que ese muchacho no es una serpiente cualquiera. Es Kirtash, el hijo del Nigromante. ¿Me equivoco?

      Jack se apoyó contra el tronco de un árbol y apretó los dientes. No dijo nada, pero Ha-Din leyó la verdad en su rostro.

      —¿Por qué le proteges, hijo?

      Jack llevaba tiempo haciéndose la misma pregunta, de modo que tenía varias respuestas preparadas. Aunque ninguna lo convenciera de verdad.

      —Supongo... que porque lo ha dejado todo por unirse a nosotros. Supongo que... porque todos merecemos una segunda oportunidad –aventuró.

      El Padre movió la cabeza, preocupado.

      —Es un shek. No ha dejado de ser un asesino, y dudo de que se arrepienta de los crímenes que cometió. Él mismo afirmó que, si está con nosotros, es por Lunnaris. Solo por eso.

      —Quizá sea esa la razón –murmuró Jack–. No puedo en tender por qué hace todo lo que hace, no puedo ponerme en su lugar. Pero sí puedo comprender que sienta algo por ella.

      Enseguida se arrepintió de haber dicho aquello, de estar abriendo su corazón a un perfecto desconocido. Sin embargo, había algo en Ha-Din que inspiraba confianza; el celeste irradiaba una extraña paz que relajaba y reconfortaba a Jack profundamente.

      —Lo sé –asintió el Padre–. He visto el lazo que une a Kirtash y Lunnaris, he visto también el vínculo que os une a ti y a ella. Una extraña alianza.

      —A mí me lo van a contar –sonrió Jack.

      —La profecía hablaba de esto –prosiguió el sacerdote–. No deberíamos sorprendernos.

      Jack alzó la cabeza.

      —Es verdad, Shail nos contó algo acerca de eso. Todos pensaban que la profecía se refería solo a un dragón y un unicornio, pero Shail nos dijo que también había un shek implicado.

      ¿Es eso verdad?

      El Padre asintió, con un suspiro.

      —Los Oráculos hablaron de un shek también. Yo era partidario de hacer pública la profecía completa, pero la Madre Venerable no estaba de acuerdo. Ya te habrás dado cuenta de que no confía en los sheks. Estaba convencida de que debía de tratarse de un error de interpretación, de que era imposible que un shek pudiera salvarnos. Al final accedí a mantener en secreto esa parte de la profecía, pero por razones muy diferentes. Si era cierto que los sheks volverían a invadirnos, si la profecía se cumplía, y un shek iba a estar implicado en ella, nuestros enemigos no debían saberlo. Nadie debía saberlo. Sería nuestra baza secreta en el caso de que llegara a suceder lo peor. Sería un elemento que golpearía a nuestros enemigos desde dentro.

      Jack no dijo nada. Seguía con la mirada perdida en el vacío, serio, pero escuchando atentamente las palabras del Padre.

      —Es él, ¿verdad, Jack? Kirtash, el hijo de Ashran, es el shek de la profecía.

      —Supongo que sí.

      —Pero no es por eso por lo que lo proteges.

      —No –admitió Jack de mala gana–. Es que... una vez pensamos que él había muerto, y Victoria... quiero decir, Lunnaris... –se corrigió; dudó un momento antes de proseguir–. Lo pasó muy mal. Fue como si algo muriera dentro de ella. No quiero volver a verla así, nunca más. Yo... no sé, no entiendo muy bien qué pasa entre ellos, pero a veces... me da la sensación de que no soy quién para estropearlo.

      Hubo un breve silencio.

      —Te subestimas, Yandrak –dijo Ha-Din por fin, utilizando a propósito el nombre del dragón que dormía en el interior del muchacho–. Eres el otro extremo del triángulo, el tercer elemento de la tríada. Eres tan importante como ellos dos. El vínculo que te une a Lunnaris es igual de sólido e intenso que el que los une a ella y a Kirtash.

      Jack desvió la mirada, incómodo. Estaba empezando a descubrir cuál era el secreto poder de Ha-Din. Tal vez no fuera capaz de leer en las mentes de las personas, como hacían los sheks o los varu más poderosos; pero sí podía leer en sus corazones. Jack se preguntó si eso era algo que solo podía hacer Ha-Din, como Padre de la Iglesia de los Tres Soles, o, por el contrario, era una capacidad que todos los celestes poseían.

      —Sois tres –prosiguió Ha-Din–. Tres, como los soles, como las lunas, como los dioses y las diosas. En ese vínculo que hay entre vosotros está vuestra fuerza... pero también vuestra mayor debilidad.

      —Yo soy el eslabón débil de la cadena –dijo Jack, sin poder quedarse callado por más tiempo–. Todavía no he sido capaz de transformarme en dragón. Es como si Yandrak no quisiera despertar en mi interior.

      El Padre clavó su mirada violácea en los ojos verdes de Jack. El muchacho esperaba un reproche por su parte, y por eso su pregunta lo desconcertó:

      —¿De qué tienes miedo, Yandrak?

      —De quedarme solo –respondió Jack inmediatamente; una vez lo hubo dicho, ya no pudo parar–. De ser el único. El último. De no encontrar mi lugar en el mundo. De ser... el elemento que sobra...

      —... en la vida de tu amiga –adivinó el celeste.

      Jack le dio la espalda, mordiéndose el labio inferior, lamentando haber hablado más de la cuenta.

      —¿Qué sabes de los dragones, muchacho? No gran cosa, ¿no es cierto?

      —¿Y qué más da? –replicó Jack, con más amargura de la que pretendía–. Están todos muertos.

      —Te equivocas. Tú eres el último, hijo, y eso significa que todos los dragones que han existido en el mundo viven ahora en ti. No vas a estar nunca solo, ¿comprendes?

      No, Jack no lo comprendía. Pero no se sentía cómodo con aquella conversación, de modo que cambió de tema:

      —Lo