entre el follaje de los árboles, y en más de una ocasión tuvieron que apretarse contra el lomo del ave para no ser derribados por las ramas. Parecía imposible que la bandada encontrara huecos para atravesar aquel laberinto vegetal y, sin embargo, lo estaban haciendo con sorprendente facilidad. Minutos después, aterrizaron en un claro del bosque que se abría junto a un arroyo.
Jack bajó del lomo del pájaro de un salto, todavía sonriendo exultante tras el vuelo, y tendió la mano a Victoria para ayudarla a descender. Cuando ella lo hizo, y ambos miraron a su alrededor, se quedaron sin aliento.
Varias docenas de personas se habían reunido en torno a ellos y los miraban en un silencio sepulcral, casi con adoración. Había humanos entre ellos, pero también hadas, celestes, silfos, gnomos, duendes, varios yan, los habitantes del desierto, y dos varu, la raza anfibia, que los observaban desde el río, asomando únicamente sus cabezas escamosas fuera del agua. Muchos de ellos eran magos; vestían túnicas bordadas con símbolos místicos y se adornaban con diversos abalorios; pero algunos eran también sacerdotes, como la mujer celeste que había organizado su rescate, y había también un buen grupo de guerreros y mercenarios. Sin embargo, Jack vio a otros muchos que parecían, simplemente, refugiados: campesinos, granjeros, mercaderes o artesanos, que habían huido de sus tierras, temerosos de los sheks, para ir a ocultarse en el bosque de Awa.
Entonces, tres personajes se adelantaron y se detuvieron ante ellos: un hechicero humano y dos sacerdotes: un celeste y una varu. Ambos ceñían sus sienes con diademas doradas. Jack y Victoria detectaron enseguida que se trataba de gente importante, porque se movían con autoridad y cierta majestuosidad, y porque todo el mundo parecía estar conteniendo el aliento, a la espera de que hablaran. Jack se dio cuenta de que hasta Alexander, que en Idhún era el príncipe heredero de un gran reino, había bajado la cabeza ante ellos. Cambió el peso del cuerpo de una pierna a otra, incómodo. El mago los miraba fijamente; era de mediana edad, y llevaba el cabello, de un extraño color verdeazulado, recogido en una larga trenza detrás de la cabeza. Sus ojos oscuros parecían haber visto mucho, y los observaban con cierta suspicacia.
—¿Sois vosotros aquellos de quienes habla la profecía? –preguntó con algo de brusquedad.
Jack no supo qué decir. Victoria se adelantó unos pasos, sujetando el Báculo de Ayshel, y respondió con suavidad:
—Soy Lunnaris, el último unicornio.
Hubo murmullos entre los presentes. Jack respiró hondo antes de decir:
—Yo... soy Yandrak.
No añadió más. No hacía falta. Su auténtico nombre ya llevaba implícita su condición, su verdadera identidad.
Los murmullos aumentaron en intensidad. El mago asintió, pero no dijo nada. Fue la sacerdotisa varu quien tomó la palabra:
«Bienvenidos al bosque de Awa, Yandrak y Lunnaris», dijo en las mentes de todos; pues los varu, como los sheks, carecían de cuerdas vocales, y se comunicaban por telepatía. «Mi nombre es Gaedalu, Venerable Madre de la Iglesia de las Tres Lunas. Me acompañan Qaydar, el Archimago, y el Venerable Ha-Din, Padre de la Iglesia de los Tres Soles».
Victoria tragó saliva y cruzó una rápida mirada con Jack. La expresión de él le indicó que había comprendido lo que estaba sucediendo. La Orden Mágica y las dos Iglesias eran los tres poderes que habían gobernado Idhún, por encima de reyes, príncipes y nobles... hasta la llegada de Ashran y los sheks. Y sus líderes estaban allí, ante ellos. Jack y Victoria llegaban a Idhún como los salvadores anunciados por la profecía, y el hecho de que los recibieran Qaydar, Ha-Din y Gaedalu era una señal de hasta qué punto esperaban grandes cosas de ellos. Y no era un sentimiento agradable; al fin y al cabo, solo eran dos adolescentes, y solo hacía tres semanas que se les había revelado su verdadera identidad.
—¿Habéis venido a hacer cumplir la profecía? –quiso saber Qaydar.
Ha-Din posó suavemente una mano sobre el brazo de su compañero para tranquilizarlo.
—Calma, Archimago. Habrá tiempo para hablar de la profecía... después. Estos jóvenes acaban de llegar de un largo viaje y han escapado de la muerte hace apenas unas horas. Sin duda estarán cansados.
El Archimago pareció relajarse un tanto.
—Tienes razón, Padre Venerable –dijo–. Perdonad mi rudeza, muchachos. Solo hace cinco días que cayó la Torre de Kazlunn, y todavía no nos hemos recuperado del golpe que eso supuso para nosotros. Ya habíamos perdido toda esperanza.
—También hablaremos de ello más tarde. Debemos atender a nuestros invitados.
Sus ojos violáceos se posaron en el grupo de recién llegados... y, de pronto, su expresión apacible se congeló en un gesto severo que no parecía habitual en él.
—Tú –dijo solamente.
Victoria sabía a quién se refería incluso antes de volverse y encontrar la mirada de Ha-Din clavada en Christian. El joven no dijo nada, ni hizo el menor gesto. Se limitó a sostener su mirada, impasible.
—Eres un shek –concluyó el Padre a media voz.
Hubo nuevos murmullos entre la multitud y alguna exclamación ahogada. Varios guerreros avanzaron con la intención de atacar a Christian, pero Ha-Din alzó la mano, pidiendo silencio, y todos le obedecieron.
—Soy un shek –admitió Christian. Pero no dijo nada más. El Archimago se volvió hacia los recién llegados, irritado:
—¿Cómo os habéis atrevido a traer a una de estas criaturas al bosque de Awa?
—Él no... –empezó Victoria, pero el pensamiento de Gaedalu inundó las mentes de todos, y no admitía ser ignorado:
«¡Este era el último lugar seguro para nosotros! Ahora que los sheks han conseguido entrar en él, nada podrá salvarnos. Ni siquiera la profecía».
—¡No, esperad! –gritó Victoria, al ver que las palabras de Qaydar y Gaedalu empezaban a sublevar a la multitud–. Él no es como los demás. Nos ha ayudado a llegar hasta aquí. ¡Escuchadme todos! Christian es de los nuestros. Me ha... salvado la vida en varias ocasiones –concluyó en voz baja–. Los otros sheks lo consideran un traidor por eso.
Ha-Din avanzó hasta ella y la miró a los ojos. Victoria sostuvo su mirada, resuelta y serena, esperando tal vez un sondeo telepático, o algo parecido, porque no le cabía duda de que el celeste estaba intentando averiguar si decía la verdad. Pero no notó ninguna intrusión en su mente. Y, sin embargo, el Padre concluyó su examen anunciando en voz alta:
—Es cierto lo que dice. Y no debemos olvidar que la profecía hablaba también de un shek.
Gaedalu asintió, de mala gana. El Padre se aproximó entonces a Christian, que no se movió.
—¿Estás con nosotros, muchacho?
—Estoy con ella –respondió el joven, señalando a Victoria con un gesto–. Si eso implica estar con vosotros, entonces, sí, lo estoy.
Hubo nuevos murmullos, algunos indignados e incluso escandalizados. Jack detectó enseguida lo que estaba sucediendo, y quiso advertir a Victoria, pero no tenía modo de hacerlo sin que lo oyesen Qaydar y Gaedalu, que seguían junto a ellos.
—A mí me basta con eso –anunció Ha-Din.
«A mí, no», dijo Gaedalu. «Nos has recordado la profecía, Ha-Din, y si es cierto que este joven es el shek de quien hablaron los Oráculos, entonces su papel ya se ha cumplido. Sería innoble por nuestra parte ejecutarlo, es verdad, pero también sería una locura acogerlo entre nosotros. Ya no lo necesitamos, y dudo que haya dejado de ser lo que es».
—El shek debe marcharse –concluyó el Archimago.
—¡Pero no puede marcharse! –gritó Victoria, para hacerse oír sobre el gentío–. ¡Si lo expulsamos de aquí, lo estamos condenando a muerte de todas formas! ¡Los otros sheks lo matarán!
Se oyeron exclamaciones que pedían la muerte para Christian.