Laura Gallego

Memorias de Idhún. Saga


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maldita sea! –insistió el shek–. ¡Te necesitamos! Jack asintió. Vio cómo Christian le daba la espalda e iniciaba su propia transformación. Apenas unos instantes después ya no había allí un chico de diecisiete años, sino una enorme serpiente alada. Christian lanzó un chillido de ira y libertad y alzó el vuelo para enfrentarse, como shek, a los que antes habían sido sus compañeros, su familia, su gente. Jack apretó los dientes y se esforzó por encontrar al dragón en su interior.

      Victoria lo vio, y corrió hacia él para cubrirle mientras se concentraba. El campo de protección de Shail seguía allí, pero estaba empezando a fallar, y de vez en cuando algún shek lograba traspasarlo. Victoria y Alexander peleaban para hacerlos retroceder.

      Mientras, en el aire, Christian tenía todas las de perder. Como shek era poderoso, pero se enfrentaba a muchos como él, y estaba en inferioridad de condiciones.

      —¡No puedo! –exclamó entonces Jack, desalentado–. ¡No sé lo que he de hacer!

      —¡No te distraigas, chico! –gritó Alexander–. ¡Pelea aunque sea con la espada!

      Jack asintió, aliviado, y se dispuso a obedecer. Era cierto que, como dragón, habría tenido más posibilidades de derrotar a algún shek, pero lo de luchar con la espada al menos sabía hacerlo. Oyó la voz de Allegra, retumbando sobre ellos, pero la puerta seguía sin abrirse.

      —¡Christian! –gritó entonces Victoria; Jack vio el largo cuerpo de azogue del shek ondulando sobre ellos; lo reconoció porque era el único que peleaba contra los demás–. ¡Vuelve! ¡Ven aquí!

      Jack dudaba de que Christian pudiera haberla oído; pero, de alguna manera, lo hizo, puesto que hizo un quiebro en el aire y descendió en picado, esquivando a dos serpientes que se abalanzaron sobre él. Cuando se posó junto a Victoria, Jack apreció que estaba herido.

      La muchacha corrió hacia él y trepó a su lomo.

      —¡Victoria! –la llamó Jack, perplejo–. ¿Qué haces?

      Ella no contestó. Jack vio, impotente, cómo Christian alzaba de nuevo el vuelo, llevando a Victoria sobre su lomo. La vio pelear desde el aire, con el extremo de su báculo iluminado como una estrella. Era una imagen hermosa, pero aterradora, la joven del báculo resplandeciente, como una heroína de leyenda a lomos de la serpiente alada. Christian y Victoria. Luchando juntos, volando juntos.

      Jack percibió entonces lo sólido y real que era el vínculo que los unía a ambos, e intuyó lo mucho que debía de haberle costado al Nigromante forzar a Christian para que traicionara a Victoria. Seguro que había puesto en juego todo su poder; y, sin embargo, ahí estaba, el shek, el hijo de Ashran, luchando junto a la Resistencia... solo para proteger a Victoria.

      Jack se sintió pequeño e insignificante comparado con ellos, y por primera vez deseó, ardientemente y de todo corazón, poder transformarse en un dragón.

      Pero seguía sin conseguirlo.

      Varios metros por encima de ellos, Victoria se sentía inmersa en un extraño sueño. Por un lado, la presencia de las serpientes aladas la aterrorizaba; por otro, volar sobre el lomo de Christian era una experiencia única, mágica, y lamentaba no poder disfrutar de ella.

      Se dio cuenta de que algunos de los sheks habían abandonado la lucha contra los otros miembros de la Resistencia y volaban ahora tras ellos. Victoria percibió el intenso odio que alentaban los ojos de hielo de aquellas formidables criaturas, por lo general impasibles como rocas.

      —¿Qué les pasa? –murmuró, alzando el báculo por encima de la cabeza–. ¿Por qué están tan furiosos?

      Le bastó desearlo para que el extremo del artefacto dejase escapar un anillo de energía que alcanzó a varios sheks y los hizo retroceder, siseando de dolor y furia.

      «Soy yo», respondió Christian telepáticamente. «Me consideran un traidor a nuestra raza, he cometido un crimen imperdonable para los sheks, y por ello están deseando acabar conmigo. No debería haber permitido que montaras sobre mi lomo. Estabas más segura con Jack y los demás».

      —No se trata de mí –respondió ella casi con fiereza–. Tenemos que distraerlos todo lo que podamos para que Shail y mi abuela abran esa puerta.

      «La puerta no se abrirá, Victoria, y lo sabes».

      Victoria sintió un escalofrío y apretó los talones contra el cuerpo del shek, consciente de que tenía razón, de que se enfrentaban a un enemigo demasiado formidable y que, casi con toda seguridad, ambos morirían allí.

      Pero, si había de morir, decidió, lo haría luchando. Para que, si existía la más mínima posibilidad de que sus amigos escaparan, pudieran tener la oportunidad de ponerse a salvo.

      Para que al menos Jack saliera con vida de aquella locura.

      —No lograremos entrar –anunció entonces Allegra–. Es inútil: mi magia no puede, ni podrá, romper el sello de esta puerta.

      Había hablado a media voz, pero Jack que, enarbolando a Domivat, peleaba contra un shek que había traspasado la barrera, la oyó, y sintió como si sus palabras fueran una sentencia de muerte.

      —¡Entonces tenemos que marcharnos de aquí! –rugió Alexander, enseñando los colmillos; la pelea había desatado su fuerza animal, y estaba a mitad de transformación: su rostro se había alargado, como un hocico, y estaba casi completamente cubierto de vello. Sus manos como zarpas blandían a Sumlaris, su espada, como si fuera una pluma.

      —Pero, ¿cómo? –preguntó Shail, con esfuerzo; estaba empleando toda su energía para mantener el campo mágico de protección, pero se estaba quedando sin fuerzas–. Somos demasiados; si los teletransportamos a todos no llegaremos muy lejos.

      —Pero es la única salida –dijo Allegra.

      Oyeron entonces un chillido agónico, y Jack alzó la mirada, justo para ver a Christian retorcerse de dolor en el aire, mientras Victoria intentaba mantenerse firme sobre su lomo. Nada estaba atacando al shek, al menos no en apariencia, y, sin embargo, la criatura parecía estar sufriendo una terrible agonía. Jack comprendió que los otros sheks habían logrado traspasar sus defensas mentales y lo estaban sometiendo a un ataque telepático.

      —¡Christian, baja de ahí! –gritó Jack, temiendo sobre todo por la seguridad de Victoria; todavía no estaba seguro de apreciar lo bastante al shek como para llegar a lamentar su muerte, si esta llegara a producirse.

      Christian lo intentó. Esquivó como pudo a las serpientes que se abalanzaban sobre él y descendió en un vuelo inestable. Victoria se esforzaba por mantener el equilibrio, pero no había abandonado la lucha. Jack vio cómo la punta del báculo que portaba se iluminaba de nuevo, y oyó el chillido de una de las serpientes, que había sido alcanzada por la energía generada por el artefacto.

      Pero Christian no lograba mantener el vuelo. Jack lo vio precipitarse al mar, estrellarse contra la cresta de una ola, desaparecer bajo las aguas, y gritó:

      —¡¡Victoria!!

      Algo se encendió en su interior, como un volcán en erupción, como una estrella a punto de estallar, y sintió que el dragón deseaba ser liberado, para luchar contra los sheks y rescatar a Victoria. Corrió hacia el borde del acantilado, pero tuvo que detenerse porque dos sheks le cortaron el paso. Jack alzó a Domivat, furioso, y lanzó una estocada que dejó escapar una violenta llamarada. No alcanzó a ninguna de las serpientes, pero las hizo retroceder un tanto.

      Después, se sintió extrañamente vacío, y comprendió que había canalizado demasiada energía a través de la espada. Y supo que ya no tenía fuerzas para despertar al dragón en su interior.

      En aquel momento, vio a Christian emergiendo del agua coronada de espuma, y desplegando de nuevo sus alas bajo las tres lunas. Victoria seguía sobre su lomo, parecía que estaba bien. Jack golpeó otra vez, hizo retroceder a los sheks un poco más y entonces vio que Alexander acudía a cubrirle la retirada. Los dos se replegaron hacia la torre.

      Cuando,