ha pasado desde que me marché, y más teniendo en cuenta que no lo ha conseguido en quince años.
Christian no dijo nada, pero Victoria descubrió en su rostro una sombra de duda.
La Torre de Kazlunn se alzaba junto al mar, al fondo de una altiplanicie salpicada de pequeñas arboledas como la que acababan de abandonar. Había un largo camino que llevaba hasta la entrada, bordeando el acantilado.
El ascenso fue largo y penoso. Cuando el camino los acercó un poco al barranco, Jack quiso asomarse al borde, para ver qué había más allá, pero Christian lo retuvo.
—¿Estás loco? –le dijo en voz baja–. Está subiendo la marea.
—¿Y? –preguntó Jack, sin comprender–. No entiendo qué... No había terminado de decirlo cuando una violenta ola se estrelló contra el borde del precipicio con un sonido atronador. Jack jadeó y retrocedió, empapado y sin aliento. Sus compañeros también se alejaron de la escollera, con prudencia.
—Habría jurado que era mucho más alto, unos quince metros como poco –murmuró el chico, perplejo.
—Lo es –repuso Shail, sonriendo.
Victoria cogió a Jack del brazo y le señaló el cielo en silencio. Jack comprendió lo que quería decir. Las tres lunas de Idhún tenían que provocar, por fuerza, unos movimientos oceánicos mayores que las mareas de la Tierra. Tragando saliva, se alejó aún más del acantilado, y no se sintió seguro hasta que ascendieron hasta los mismos pies de la torre.
La Resistencia se detuvo ante la puerta, que estaba cerrada a cal y canto. No se veía a nadie por los alrededores, ni tampoco percibieron actividad alguna en el edificio.
—Esto no me gusta –murmuró Shail–. Ya deberían habernos visto llegar.
—Nadie puede habernos visto llegar, Shail –dijo Allegra, sombría–, porque no queda nadie en la torre.
—¿Qué...?
—Abrid esa puerta –dijo Christian entonces–. Tenemos que entrar en la torre cuanto antes.
—¿Por qué? –preguntó Alexander, mirándolo con desconfianza.
—Porque Christian tenía razón –respondió Jack, escudriñando las sombras mientras desenvainaba su espada–. Es una trampa. ¿No lo notáis?
No había terminado de pronunciar aquellas palabras cuando docenas de pares de ojos brillantes se alzaron en las sombras. Enormes cuerpos ondulantes y alargados surgieron del fondo del acantilado chorreando agua, y se movieron sinuosamente, rodeándolos; y algunos de ellos extendieron sus alas, cubriendo de oscuridad el cielo nocturno. Victoria se estremeció de frío y se preguntó cómo no los habían detectado antes; pero los sheks eran criaturas astutas y muy inteligentes, y habían logrado ocultarse de ellos, esperando pacientemente hasta tenerlos acorralados contra el muro. Ahora los observaban con fijeza, a una prudente distancia, como evaluándolos, pero no cabía duda de que no tardarían en atacarlos, y que sería una lucha muy desigual en la que la Resistencia no podría vencer. La única posibilidad que tenían de escapar con vida era refugiándose en la torre, pero Victoria comprendió, antes de que Allegra y Shail unieran su magia para tratar de derribar la puerta, que no lo lograrían. Hubo un violento chispazo de luz y la magia que protegía la torre repelió el poder de los dos hechiceros con tanta fuerza que los lanzó hacia atrás.
Una de las serpientes siseó con furia, proyectando la cabeza hacia adelante, mostrando unos colmillos letales. Jack, Christian, Victoria y Alexander retrocedieron unos pasos, con las armas a punto, cubriendo a los magos sin dejar de vigilar a los sheks, buscando protección en el enorme y elegante pórtico que abrigaba la entrada.
—¡Abrid esa puerta o estaremos perdidos! –susurró Alexander con voz ronca.
—No reconozco esta magia –murmuró Allegra–. La puerta ha sido sellada con un poder distinto al de los hechiceros corrientes.
—Es la magia de mi padre –musitó Christian.
No dijo más, pero todos entendieron lo que ello implicaba. La Torre de Kazlunn había caído. De alguna manera, Ashran había logrado conquistarla. En cuanto a qué había sido de los hechiceros que vivían allí... solo podían tratar de adivinarlo. Y las posibilidades no eran precisamente tranquilizadoras.
Entonces, los sheks atacaron.
Se abalanzaron sobre ellos, las fauces abiertas, los ojos reluciendo en la oscuridad, sus largos cuerpos anillados ondulando tan deprisa que apenas podían seguirse sus movimientos.
Jack tuvo que hacer frente a dos emociones tan intensas como terribles. Por una parte, el horror irracional que sentía hacia todo tipo de serpientes lo atenazó otra vez; por otra, un sentimiento nuevo y siniestro se adueñó de su alma: un odio tan oscuro y profundo como el corazón de un abismo. Tratando de reprimir su miedo y de controlar su odio, lanzó un grito y se enfrentó a la primera serpiente, enarbolando a Domivat, su espada legendaria, cuyo filo se inflamó enseguida con el fuego del dragón. El shek retrocedió un poco, siseando, enfurecido, y observó la espada con odio y desconfianza. Jack golpeó de nuevo, pero en esta ocasión, la criatura se movió deprisa y se apartó con un ligero y elegante movimiento. Antes de que pudiera darse cuenta, la cabeza de la serpiente estaba casi encima de él. Jack interpuso la espada entre ambos, consciente de que el shek había reconocido el arma como obra de los dragones, los ancestrales enemigos de aquellas criaturas. Pero tuvo que retroceder de nuevo, incapaz de acertar a la serpiente, cuyo cuerpo se movía a la velocidad del pensamiento.
Sus compañeros también estaban teniendo problemas. Shail había creado un campo mágico de protección en torno a ellos, pero las serpientes estaban intentando traspasarlo, y Jack sabía que no tardarían en conseguirlo. Victoria y Alexander peleaban con sus propias armas. El báculo de la muchacha no solo resultaba más letal que de costumbre, puesto que podía canalizar mucha más energía en Idhún que en la Tierra, o incluso que en Limbhad, sino que también parecía más efectivo que cualquier espada, incluyendo la de Alexander. Porque, gracias al báculo, Victoria podía proyectar su magia a distancia y atacar a las serpientes sin necesidad de acercarse demasiado a ellas; pero Alexander se encontraba con los mismos problemas que Jack a la hora de luchar contra aquellas formidables criaturas. Sin embargo, el combate había despertado en él de nuevo la furia animal que lo poseía las noches de luna llena, pero también cuando se veía incapaz de controlarla. Los ojos del líder de la Resistencia relucían en la oscuridad, y Jack lo oía gruñir, y lo veía golpear con fiereza y saltar de un lado para otro con una agilidad sobrehumana.
Mientras, Allegra seguía intentando echar abajo la puerta, y su voz sonaba sobre ellos, serena y segura, recitando sus conjuros más poderosos. Pero la puerta resistía.
Jack percibió un movimiento sobre él y alzó la espada por instinto. Oyó un siseo furioso y olió la carne quemada cuando el filo de Domivat alcanzó el cuerpo escamoso de uno de los sheks. Lo vio retirarse un momento y sonrió, satisfecho, pero se le congeló la sonrisa en los labios al mirar hacia arriba.
Había docenas de sheks. Tal vez medio centenar. Sobrevolaban aquel lugar en círculos, como buitres, esperando simplemente que la Resistencia se rindiera o fuera destruida, preparados para descender hasta ellos en el improbable caso de que sus compañeros fueran derrotados. El terror invadió al muchacho cuando comprendió que no tenían ninguna posibilidad de vencer, y que la única salida era escapar... hacia el interior de la torre, cuyos muros los protegerían, o hacia cualquier otra parte... Jack se preguntó, desesperado, por qué Shail y Allegra no habían empleado todavía el hechizo de teletransportación. En cualquier caso, no había nada que pudiera hacer.
—¡Jack! –gritó entonces Christian.
Jack se volvió, como en un sueño, y lo vio allí, de pie, desarmado. Había perdido su espada tiempo atrás, y se había negado a empuñar otra. Pero no parecía asustado.
—¡Transfórmate, Jack! –le gritó Christian–. ¡Así no puedes luchar contra ellos!
Jack comprendió. En su interior albergaba el espíritu de