—Victoria, espera –la llamó Jack, pero ella no lo escuchó. Se plantó delante de Christian, alzó la cabeza con orgullo y declaró:
—Si él se marcha, yo me voy también.
De pronto, reinó un silencio sepulcral en el claro.
—Eso no está bien, muchacha –murmuró el Padre, moviendo la cabeza, apesadumbrado.
Victoria se mordió el labio inferior. Sabía que no podía pedir a aquella gente que confiara en un shek, cuando llevaban más de una década sometidos a aquellas criaturas. Y que tampoco debía amenazarles con arrebatarles su única esperanza de salvación.
Pero no daría la espalda a Christian. No, después de todo lo que había pasado.
—Vaya donde vaya, yo iré con él –dijo con suavidad, pero con firmeza–. Y si lo enviáis a la muerte, yo lo acompañaré.
Ante su sorpresa, vio cómo algunos parecían decepcionados, horrorizados o incluso furiosos ante sus palabras.
La Madre avanzó hacia ella y le dirigió una fría mirada.
«Jamás pensé que un unicornio pudiera actuar de esta forma».
Jack cerró los ojos un momento, respiró hondo y dio un paso al frente.
—Y si ellos se van, yo también –declaró en voz alta.
Todos lo miraron, incrédulos, pero Jack se mantuvo firme. Victoria le echó una mirada de agradecimiento. «No lo estoy haciendo por él, lo estoy haciendo por ti», quiso decirle Jack. Aquella gente la había esperado como a la heroína de la profecía, la que los salvaría de Ashran y los sheks. Jamás aceptarían la simple posibilidad de que Lunnaris se hubiera enamorado de uno de ellos; es más, la sola idea les resultaría repugnante. Y Jack no quería ni imaginar cómo podrían reaccionar los más extremistas. Sin embargo, si él intervenía, si hablaba en favor de Christian... apartaría de ellos la sospecha de que existiera una relación especial entre Victoria y el shek. O, al menos, eso esperaba.
Pero tendría que explicárselo a Victoria más tarde, cuando estuvieran a solas.
—Hemos pasado quince años en el exilio –dijo el muchacho, en voz alta y clara–. Hemos sobrevivido en un mundo que no era el nuestro. Este shek –añadió, señalando a Christian– traicionó a Ashran y a los suyos y fue duramente castigado por ello. Escapó de Ashran y se unió a nosotros. Nos permitió volver a Idhún cuando estábamos atrapados en la Tierra. Ha peleado a nuestro lado. Ha demostrado que es un miembro de la Resistencia.
»Hemos regresado a Idhún con la intención de desafiar a Ashran y hacer cumplir la profecía. Hemos llegado a este bosque esperando encontrar apoyo por vuestra parte. ¿Y qué es lo que hacéis? ¡Condenar a muerte a nuestro aliado!
Hubo nuevos murmullos. Pero Jack percibió que ya no miraban a Victoria con desconfianza.
—El shek se queda con nosotros –declaró el muchacho–. Si no estáis de acuerdo, nos marcharemos para situar nuestra base en otra parte.
—¡Pero es un shek! –exclamó alguien entre la multitud.
—Y yo soy un dragón –dijo Jack, fríamente–. El último dragón. Y digo que él debe quedarse con nosotros.
Sintió la mirada de hielo de Christian clavándose en su nuca, y se preguntó qué pensaría él de todo aquello.
—¿Cómo sabemos que eres un dragón? –dijo alguien, y varios corearon la pregunta.
El Archimago alzó una mano para acallar las protestas.
—Es un dragón –dijo–. Es la criatura que enviamos a través de la Puerta hace quince años. Pero es más que eso, ¿no es cierto? También tienes un alma humana.
Jack no respondió, pero sostuvo la inquisitiva mirada del hechicero.
—Tampoco el shek es solo un shek –intervino Ha-Din, con suavidad–. ¿Tengo razón?
—Soy humano en parte –admitió Christian. Pareció que iba a añadir algo más, pero lo pensó mejor y permaneció callado.
—Estamos cansados y heridos –añadió Jack–. Hemos escapado de la muerte por muy poco. Uno de nuestros amigos está vivo de milagro y necesita atención urgente. ¿Vais a acogernos... o tendremos que buscar otro lugar donde poder descansar?
El Archimago y los Venerables cruzaron una mirada. Qaydar dejó caer los hombros, derrotado. La Madre dejó escapar un leve suspiro. También ella parecía cansada, y Jack apreció que su piel escamosa comenzaba a cuartearse, seguramente por estar demasiado tiempo fuera del agua. Ha-Din clavó en Jack y Victoria la mirada de sus ojos azules y dijo:
—Bienvenidos al bosque de Awa –se volvió hacia Christian y añadió, con una sonrisa–. Todos vosotros.
El joven lo agradeció con una leve inclinación de cabeza. Victoria respiró hondo, aliviada.
«Han escapado», dijo Zeshak.
—No esperaba menos de ellos –sonrió Ashran–. Están destinados a enfrentarse a mí. Me decepcionaría mucho descubrir que son fáciles de matar.
«Se han refugiado en el bosque de Awa», informó el shek.
—No me sorprende. Es el único lugar en todo Idhún en el que estarían seguros. O, al menos, eso es lo que piensan –se volvió hacia el rey de las serpientes–. ¿Has hecho lo que te pedí?
Por toda respuesta, Zeshak entornó sus ojos irisados y volvió la cabeza lentamente hacia la puerta. Una breve orden mental bastó para que la criatura que aguardaba al otro lado entrase en la habitación. Se trataba de un szish, uno de los hombres-serpiente que constituían las tropas de tierra de Ashran, y portaba un objeto alargado que depositó, con una reverencia, a los pies del shek.
«Aquí la tienes», dijo Zeshak con indiferencia. «Completamente muerta. Como pediste».
El Nigromante se acercó para contemplar lo que había traído el szish.
—Haiass –murmuró–. Es una pena.
La magnífica espada mágica que había empuñado Kirtash, que encerraba todo el poder del hielo en su mortífero filo, ahora no era más que un vulgar acero. Aquel destello blanco-azulado que la había caracterizado, y que sugería la fuerza mística que atesoraba, se había apagado, tal vez para siempre.
Zeshak había enrollado su largo cuerpo y había apoyado la cabeza sobre sus anillos, y contemplaba a Ashran con gesto desinteresado.
«Jamás debería haber sido forjada», opinó. «Es un error entregar a un humano un arma que contiene el poder de los sheks y, por otro lado, tampoco nosotros necesitamos esas ridículas espadas humanas».
—Entonces no te pareció tan mala idea –le recordó Ashran. Se volvió hacia una figura que había estado aguardando en silencio, en un rincón en sombras.
—Acércate –le dijo.
Ella lo hizo. Era un hada de belleza salvaje y turbadora, de ojos negros, y largo y suave cabello color aceituna. Ashran le entregó la espada, que ella aceptó con una inclinación de cabeza.
—Ya sabes lo que has de hacer con ella, Gerde.
El hada esbozó una aviesa sonrisa.
—No te fallaré, mi señor.
Zeshak contempló la escena sin mucho interés. Cuando Gerde abandonó la estancia, llevándose consigo a la inutilizada Haiass, comentó:
«Dudo mucho de que eso funcione».
—Esto no es más que el principio, amigo mío. La intervención de Gerde solo es la primera parte de mi plan. Por supuesto que no espero que caigan con la primera maniobra. Sería demasiado fácil. Pero olvidas un detalle muy importante, Zeshak.
«¿Cuál?».
—El