Laura Gallego

Memorias de Idhún. Saga


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      —Ten cuidado.

      Después, dio media vuelta y se alejó hacia el arroyo, en busca de Alexander. Victoria lo vio marchar, suspiró y, tras dirigir una mirada apenada a la cabaña de Shail, se fue en dirección contraria, internándose en la espesura.

      Christian se había alejado del poblado porque necesitaba estar solo. Se sentía cada vez más confuso, y no estaba acostumbrado a experimentar ese tipo de sensaciones.

      Era la gente. No le gustaba estar rodeado de gente, pero, desde que se había unido a la Resistencia, encontraba difícil hallar un momento para estar a solas. Echaba de menos la soledad... no obstante, y esto era lo que más le preocupaba, al mismo tiempo la temía, cada vez más.

      Encontró una roca solitaria sobre el río, y se sentó allí, para reflexionar.

      Percibió entonces una presencia tras él, y se volvió a la velocidad del relámpago para acorralar al intruso contra un árbol. Apenas unas centésimas de segundo después, el filo de su daga rozaba la garganta de un hada de seductora belleza.

      Christian la reconoció. No le sorprendió que hubiera logrado traspasar la principal defensa del bosque de Awa, un escudo invisible tejido por feéricos, que solo podía ser contrarrestado por ellos. A nadie le había parecido que eso pudiera ser un problema, dado que a ningún feérico se le habría ocurrido venderlos a Ashran.

      Era obvio que nadie se había acordado de Gerde.

      —¿Es así como recibes a los amigos, Kirtash? –preguntó ella con voz aterciopelada, sin parecer en absoluto preocupada por su situación de desventaja.

      Christian ladeó la cabeza y la miró con un destello acerado brillando en sus ojos azules.

      —Dame una sola razón por la que no deba matarte –siseó.

      —En el pasado, Kirtash, no habrías detenido esa daga, me habrías matado sin vacilar. Si no lo has hecho es porque te recuerdo a lo que eras antes... esa parte de ti que esa chica te está robando poco a poco... y que, en el fondo de tu alma, añoras.

      El filo del puñal se clavó un poco más en la suave piel de Gerde.

      —¿Qué es lo que quieres?

      —Te he traído un regalo.

      Christian no dijo nada, pero tampoco retiró la daga.

      —Sabes de qué se trata –prosiguió Gerde, con suavidad–. La dejaste abandonada en la Torre de Drackwen, cuando saliste huyendo... cuando nos traicionaste para protegerla a ella.

      —Haiass –murmuró Christian.

      —Es eso lo que has venido a buscar, ¿no es cierto? Porque, de lo contrario, no comprendo cómo te has atrevido a regresar a Idhún. Ashran ha puesto un precio muy alto a tu cabeza.

      Christian retiró el puñal y se separó de ella.

      —No lo dudo. Por eso me sorprendería que hubiera decidido devolverme mi espada. Sería todo un detalle por su par te... un detalle que no creo que esté dispuesto a tener conmigo, dadas las circunstancias.

      —Y, sin embargo, aquí está. Mírala. La has echado de menos, ¿no es verdad?

      Gerde alzó las manos, y entre ellas se materializó la esbelta forma de una espada que Christian conocía muy bien. A pesar de que la vaina protegía su filo, el joven la reconoció inmediatamente. Miró a Gerde con desconfianza.

      —¿Qué me vas a pedir a cambio?

      El hada dejó escapar una suave risa cantarina. Se acercó más a él, y el muchacho percibió su embriagador perfume.

      —¿Qué estarías dispuesto a darme? –susurró.

      Christian entrecerró los ojos.

      —No voy a traicionar a Victoria. No la entregaré a Ashran otra vez.

      Gerde rió de nuevo.

      —Qué patético que no seas capaz de dejar de pensar en ella ni un solo momento, Kirtash. Estás perdiendo facultades. Tiempo atrás habrías adivinado enseguida cuáles son mis intenciones.

      —No pongas a prueba mi paciencia. Dime qué quieres a cambio de mi espada.

      —Nada que no puedas darme –Gerde se acercó más a él y alzó la cabeza para mirarle directamente a los ojos–. Bésame.

      —¿Cómo has dicho?

      —No es tan difícil de entender. Bésame, y la espada será tuya.

      Christian enarcó una ceja.

      —¿Solo eso? ¿Solo me pides un beso a cambio de Haiass?

      —Ya te he dicho que estaba a tu alcance.

      —¿Y dónde está el truco?

      —Lo sabes muy bien –respondió ella, con una risa cruel. Christian se separó de ella con un suspiro exasperado.

      —A estas alturas ya deberías haber aprendido que tus hechizos no pueden afectarme, Gerde.

      —Entonces, ¿por qué dudas?

      Él la cogió del brazo y la atrajo hacia sí, casi con violencia.

      —Sé cuál es tu juego –le advirtió–. Conozco las reglas.

      —Entonces deberías saber que no puedes perder –sonrió ella–. A no ser, claro... que hayas perdido ya.

      Christian entornó los ojos. Entonces, sin previo aviso, se inclinó hacia ella y la besó, con rabia.

      Gerde echó los brazos en torno al cuello del muchacho, pegó su cuerpo al de él, enredó sus dedos en su cabello castaño. Christian sintió el poder seductor que emanaba de ella. Lo conocía, lo había experimentado en otras ocasiones, aunque nunca se había dejado arrastrar por él.

      Aquella vez, sin embargo, el contacto de Gerde lo volvió loco. Trató de resistirse pero, cuando quiso darse cuenta, estaba bebiendo de aquel beso como si no existiera nada más en el mundo, había cerrado los ojos y se había rendido al deseo. Sus brazos rodearon la esbelta cintura del hada, sus manos acariciaron su cuerpo, con ansia, buscando fundirse con él.

      Fue entonces cuando oyó una exclamación ahogada a sus espaldas, y se dio cuenta, de pronto, de lo que estaba sucediendo. Furioso porque, por primera vez, Gerde había conseguido envolverlo en su hechizo, Christian la apartó bruscamente de sí y se dio la vuelta, sabiendo de antemano a quién iba a encontrar allí.

      Se topó con la mirada de Victoria, que los observaba, profundamente herida. Christian le devolvió una mirada indiferente.

      La muchacha recuperó la compostura y se volvió hacia Gerde, con los ojos cargados de helada cólera.

      —¿Qué estás haciendo tú aquí?

      Gerde la obsequió con su risa cantarina.

      —¿No es evidente?

      Victoria miró a Christian, esperando ver algo parecido a culpa o arrepentimiento en su expresión, pero el rostro de él seguía siendo impasible. Intentó borrar de su mente la imagen de Christian besando a Gerde, acariciando su cuerpo...

      Pero la imagen seguía allí, atormentándola. Y se entremezclaba con recuerdos que habría preferido olvidar, recuerdos que tenían que ver con una torre en la que ella estaba prisionera, con un hechicero que la había utilizado de forma salvaje y cruel, con Kirtash viéndola morir, impasible, mientras besaba a Gerde.

      Se sintió enferma de pronto, solo de recordarlo. La angustia de lo que había sufrido entonces volvió a oprimir sus entrañas como una garra helada. Las náuseas la hicieron tambalearse y tuvo que apoyarse en el tronco de un árbol para no caerse.

      Cerró los ojos un momento y trató de sobreponerse. No era posible que él la hubiera traicionado otra vez. Tan pronto...

      —Es una lástima que nos hayan interrumpido –comentó