Laura Gallego

Memorias de Idhún. Saga


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de los szish retrocedieron, temerosos. La chica miró de reojo a su amigo. El mago parecía agotado, y ella deseó que Jack encontrase pronto a Alsan y saliese del castillo de una vez.

      Shail y Victoria estaban aguantando bien en el bosque. La vegetación impedía que los szish atacaran todos a la vez, y solo podían llegar hasta ellos en pequeños grupos. Pero los dos jóvenes escudriñaban las sombras, nerviosos, esperando al enemigo que los había llevado hasta allí.

      Sin embargo, Kirtash seguía sin aparecer.

      —¿Qué estará haciendo? –dijo Shail entre dientes–.

      ¿Por qué no viene a buscar el báculo?

      —¿Crees que se habrá dado cuenta? –susurró Victoria.

      —Por el bien de Jack, espero que no.

      Victoria no dijo nada, pero recordó la mirada de los ojos azules de Kirtash, unos ojos a los que nada parecía escapar. Y comprendió entonces que, si Kirtash no se había presentado allí todavía, era porque sabía que Jack estaba intentando entrar en el castillo. «No tiene prisa por venir a buscarme», pensó, «porque sabe que esperaremos a Jack hasta el último momento».

      Deseando estar equivocada, se puso de nuevo en guardia y se alzó junto a Shail para detener al nuevo grupo de szish que acudían a su encuentro.

      Jack vagó por los pasillos del castillo y se topó con algunos guerreros que lo saludaban sin hacerle preguntas. Había humanos y szish, y estos se le quedaban mirando con desconfianza. Jack se preguntó cuál sería el fallo de su disfraz.

      Al cabo de un rato llegó a una gran sala iluminada con antorchas de fuego azul. En el centro había una plataforma con correas; parecía una especie de instrumento de tortura, y a Jack no le gustó. Junto a aquel artefacto había una jaula que contenía el cuerpo de un lobo muerto.

      —¿Qué haces aquí?

      Jack se sobresaltó. La voz de Elrion había sonado muy cerca. El chico dio un paso atrás para camuflarse entre las sombras, por si acaso. Pero Elrion no parecía prestarle atención. Estudiaba un enorme libro apoyado en un atril con forma de cobra.

      —Yo... –tartamudeó Jack–. Buscaba a Sosset –añadió, recordando oportunamente el nombre del jefe de los hombres-serpiente.

      —¿Y qué te ha hecho pensar que lo encontrarías aquí? –gruñó el mago, de mal humor–. ¡Vuelve al sótano a vigilar a los prisioneros!

      Jack atrapó al vuelo aquella información y se dio media vuelta para marcharse. Cuando estaba en la puerta se volvió para mirar a Elrion.

      El asesino de sus padres.

      Sintió que hervía de ira, pero logró controlarse. No era la primera vez que se encontraba con Elrion desde la muerte de sus padres, pero en todas aquellas ocasiones había estado Kirtash delante y, por alguna razón, a Jack le resultaba mucho más fácil volcar su odio sobre él. Se esforzó en recordar para qué había entrado en aquel castillo. Debía rescatar a Alsan.

      Inspiró profundamente y logró dominar su rabia. «Pronto, Elrion», prometió en silencio. «Pronto te lo haré pagar».

      Salió de la sala sin volver a mirar atrás.

      Elrion suspiró y movió la cabeza, aún molesto por la interrupción. Los szish eran, por norma general, más inteligentes que los humanos, pero aquel en concreto parecía ser una excepción.

      Entonces alzó la cabeza y comprendió. Con un grito de rabia, cerró el libro y salió de la habitación, en pos de Jack.

      Victoria ladeó el báculo para detener una estocada. El artefacto emitió un suave resplandor palpitante y liberó parte de su energía, y la espada del szish se hizo pedazos. Cuando Victoria descargó el báculo sobre él, la criatura lanzó un agudo sonido silbante... y estalló en llamas.

      La chica jadeó y retrocedió un poco. Aquello parecía una pesadilla. Estaba matando a seres inteligentes que, aunque no tuvieran el mismo aspecto que ella, sí poseían una conciencia racional. Lo único que podía decir en su defensa era que, aunque su propia vida no corriera peligro –Kirtash la necesitaba para manejar el báculo–, sabía que los szish no se detendrían a la hora de matar a Shail y a Jack.

      Jack... ¿por qué tardaba tanto?

      —Kirtash todavía no ha venido, Shail –murmuró–. ¿Habrá encontrado a Jack?

      El mago sacudió la cabeza, pero no dijo lo que realmente pensaba: que, a aquellas alturas, solo cabía desear que Kirtash no se presentase allí.

      Porque, si lo hacía, solo quería decir una cosa: que Jack ya estaba muerto, puesto que estaba claro que era él lo que impedía al asesino acudir a recuperar el báculo.

      Una nueva patrulla de szish avanzaba hacia ellos. Shail jadeó, agotado; Victoria supo que no aguantaría mucho más.

      —Déjame a mí –le dijo–. La energía del báculo no se acaba.

      Volteó de nuevo el Báculo de Ayshel y dirigió su rayo mágico hacia los hombres-serpiente. Pero, ante su sorpresa, algo detuvo el chorro de energía a escasos metros de sus enemigos. El rayo chocó contra una pared invisible y después se deshizo.

      —¿Qué...? –empezó Victoria.

      —Magia –dijo solamente Shail, retrocediendo un poco. Victoria comprendió.

      —¿Elrion?

      Pero Shail negó con la cabeza.

      —Elrion es un mago demasiado valioso. Han enviado a otro hechicero, probablemente mediocre, ya que toda esta gente es carne de cañón. Tenemos el báculo; Elrion no puede luchar contra él, y lo saben.

      »Lo malo es que a mí ya no me quedan fuerzas, Vic. Tendrás que pelear tú sola.

      Victoria escudriñó las sombras, pero no vio al mago por ninguna parte... hasta que sintió un intenso acopio de energía no muy lejos de allí. Quiso gritar, advertir a Shail, pero él ya se había dado cuenta: un enorme rayo mágico avanzaba hacia ellos, imparable.

      Jack se topó con una escalera de caracol que descendía, y decidió probar suerte. Bajó y bajó hasta llegar a un húmedo pasillo donde se oían gemidos, gruñidos y ruido de cadenas. A ambos lados del pasillo, entre antorchas de fuego azul, estaban las puertas de las celdas. Satisfecho, avanzó pasillo abajo, pero de pronto se detuvo en seco y se estremeció.

      Se volvió justo para ver la espada de Kirtash sobre él.

      XI

      FUEGO Y HIELO

      A

      LSAN alzó la cabeza y frunció el ceño. Husmeó en el aire. Aquel olor...

      —No va a lograrlo, amigo –susurró la mujer-tigre–. Él ya lo ha alcanzado.

      Alsan gruñó y se levantó para asomarse a la pequeña ventanilla enrejada.

      —Vamos, chico –murmuró–. Tienes que salir de esta.

      Jack rodó hacia un lado. La espada casi le rozó el brazo, dejando una sensación gélida en su piel. Kirtash volvió a alzarla sobre él, pero en esta ocasión Jack interpuso su propia espada entre ambos. El mismo camuflaje mágico que convertía a Jack en un szish la hacía parecer un arma normal y corriente, pero no lo era; se trataba de Domivat, una espada legendaria, y algo antiguo y poderoso pareció sacudir a los dos combatientes cuando los dos filos chocaron.

      Kirtash entornó los ojos un breve instante. Aquella fue su única reacción, pero fue suficiente para que Jack lo empujara hacia atrás, aprovechando para ponerse en pie.

      Los dos se miraron con cautela. Jack sostenía a Domivat entre él y Kirtash, manteniendo las distancias. En la penumbra del pasadizo, también Haiass relucía con un brillo gélido.

      —Volvemos a encontrarnos –dijo Jack.

      Kirtash