supuesto, tu alma humana no desaparecería sin más –siguió explicando Elrion–, pero quedaría sometida al espíritu del animal... lo cual tiene sus ventajas. Adquirirías la fuerza del lobo, su extraordinaria percepción, su fiereza, su coraje y su instinto salvaje... y todo ello quedaría a nuestro servicio.
—No –se rebeló Alsan–. No pienso permitir...
—¿Y cómo vas a impedírmelo? –sonrió Elrion.
Jack entró con decisión en la armería. Paseó su mirada por la colección de espadas, dagas, mazas, escudos y armaduras que se guardaban allí. Desde su primera visita había regresado un par de veces más, con Alsan, y este le había contado la historia y propiedades de algunas de aquellas armas.
Se volvió hacia Shail para comentarle algo y descubrió una expresión apenada en su rostro.
—¿Qué? –preguntó en voz baja.
—Solo estaba pensando –respondió el mago, sacudiendo la cabeza– que a Alsan le habría gustado estar aquí.
Jack abrió la boca para decir algo, pero no le salieron las palabras.
—Le hacía ilusión entregarte la espada él mismo –prosiguió Shail–. Incluso me dijo que ya sabía cuál iba a regalarte.
Jack inspiró hondo. En muchas ocasiones había fantaseado con la espada que elegiría cuando Alsan juzgara que estaba preparado, y había elegido mentalmente unas y descartado otras.
Pero en aquel momento en concreto ya sabía cuál iba a escoger. Sospechaba que no era aquella la que Alsan había reservado para él, pero no tenía otra salida.
Avanzó con decisión hasta el lugar donde la había visto por primera vez, y donde sabía que continuaba todavía. Se detuvo ante la estatua del dios del fuego y contempló, sobrecogido, la magnífica espada que Alsan había llamado Domivat.
—Esa, no –dijo enseguida Shail.
Jack no dijo nada. Sabía por qué lo decía. Recordó que Alsan le había contado que aquella espada había sido forjada con fuego de dragón y que nadie podía tocarla sin abrasarse.
Pero Alsan también había dicho que, aparte de Sumlaris, aquella era la única espada de Limbhad que podía enfrentarse a Haiass, la espada de Kirtash.
Apretó los puños al recordar la facilidad con que él lo había desarmado en su último encuentro. Cuando Haiass y su propia espada, un arma corriente, se habían encontrado, algo parecido a una descarga eléctrica había recorrido su acero hasta llegar a su brazo. Había sido una sensación extraña, como si estuviese sosteniendo un témpano de hielo. Y entonces había comprendido que ni el mejor espadachín del mundo podía enfrentarse a Kirtash en igualdad de condiciones, no mientras él siguiese blandiendo a Haiass.
Y Sumlaris la Imbatible se había perdido con Alsan. Por tanto, lo único que podía hacer Jack era aprender a usar aquella espada de fuego, costara lo que costase.
—¿Me has oído? –insistió Shail–. Te quemarías si la tocaras.
—Lo sé –dijo Jack con suavidad–. Alsan me lo dijo. Pero también me dijo que podías congelar la empuñadura para que yo pudiese blandirla.
—¿Eso te dijo? –murmuró Shail, incómodo; echó una mirada insegura a Domivat, que relucía misteriosamente, como iluminada por el resplandor de una hoguera–. Bueno, podría intentarlo, pero no estoy seguro de que...
¿Jack?
Jack no lo estaba escuchando. Le estaba pasando algo extraño. Tenía la sensación de que Domivat lo llamaba, y no podía apartar los ojos de la espada. Un ramalazo de nostalgia lo invadió, como si acabara de reencontrarse con algo perdido y largamente anhelado. Y supo, de pronto, que Domivat había estado esperándolo todo aquel tiempo. Y que podía empuñarla sin peligro.
Otro en su lugar se lo habría pensado dos veces, pero Jack era impetuoso y solía seguir sus primeros impulsos. Antes de que Shail sospechara siquiera lo que pretendía hacer, él ya había alargado la mano hacia la empuñadura de la espada.
—¡¡Jack, NO!! –gritó Shail, alarmado.
Demasiado tarde. Los dedos de Jack se cerraron en torno al pomo de Domivat, la Espada Ardiente, forjada con fuego de los mismos dragones. La aferró con decisión, sabiendo de alguna manera que era una posesión suya, que había estado aguardando desde tiempo inmemorial a que él llegara para empuñarla.
Sintió que una oleada de calor ascendía desde su mano a través de su brazo e inundaba todo su ser, despertando en su interior algo que había permanecido dormido durante mucho tiempo. Se sintió más vivo y completo que nunca; aferró la espada con las dos manos y cerró los ojos para disfrutar de aquella sensación.
Cuando los abrió, Shail estaba ante él, mirándolo boquiabierto.
—Me gusta esta espada –comentó Jack, sonriendo.
—Es... imposible –balbuceó Shail.
—Imposible o no, ahora estoy seguro de que no volveré a hacer el ridículo ante Kirtash –afirmó Jack–. Pero primero tengo que probarla, entrenar con ella...
Calló, recordando que Alsan ya no estaba allí para enseñarle, y se le encogió el corazón.
Pero también se acordó de otra cosa.
—Oye, Shail –dijo–. Cuando yo no estaba... ¿contra quién combatía Alsan para practicar esgrima?
Shail seguía mirándolo asombrado, pero la pregunta de Jack pareció devolverlo a la realidad.
—Bien, sí, este... –sacudió la cabeza, confuso–. Demonios; debería estar contento de que haya por fin una pregunta a la que sé responder. Bueno, ya resolveremos este pequeño misterio más tarde. Sígueme, quiero enseñarte algo.
Se dio la vuelta y echó a andar a través de la sala. Jack lo siguió, intrigado. Todavía sostenía a Domivat entre las manos, y cuando el filo de la espada rozó accidentalmente un anaquel de madera, este estalló en llamas.
—¡Ten más cuidado! –lo riñó Shail; tuvo que ejecutar un sencillo hechizo de agua para apagar el incendio, y lanzó a Jack una mirada preocupada–. Francamente, sigo sin creer que sea una buena idea.
Jack se encogió de hombros.
—No tenemos otra salida –le recordó.
—Está bien –suspiró Shail–. Mira, esto es lo que quería enseñarte.
Se había detenido ante una vieja armadura negra que empuñaba una larga y poderosa espada. Jack la miró, pero no le pareció gran cosa.
—Solo es una armadura.
—Error –sonrió Shail, y trazó un signo mágico sobre ella.
De inmediato, la armadura alzó la espada y volvió la cabeza hacia Shail, como esperando instrucciones. Jack retrocedió de un salto.
—¡Eh! ¿Cómo haces que esa cosa se mueva?
—Es un autómata –explicó Shail–. No se trata de una armadura vacía, sino que tiene en su interior una serie de mecanismos que la hacen moverse y luchar como un auténtico caballero de Nurgon. Una maravillosa obra de ingeniería y alquimia. Yo solo le proporciono la energía que necesita para funcionar.
Jack ya estaba atando cabos.
—¿Quieres decir que Alsan entrenaba luchando contra esta cosa?
—Pruébalo tú mismo –invitó Shail.
—¿Qué tengo que hacer? –inquirió Jack, mirando al autómata con desconfianza.
—¿No lo adivinas?
—Este... creo que sí –blandió a Domivat, miró fijamente al caballero mecánico, inspiró hondo y dijo–: En guardia.
—¡Jack,