en su cuna. Nadie lo había visto, pero sus padres se habían dado cuenta enseguida de que el chiquillo había cambiado, y su futuro también. Shail no seguiría los pasos de su padre como comerciante en la próspera Nanetten. Sería enviado a una de las cuatro Torres donde los magos estudiaban su arte.
Shail nunca había vuelto a ver un unicornio desde entonces. Había acudido a Alis Lithban, la morada de los unicornios, porque el bosque respiraba magia por los cuatro costados, y todo mago solía viajar allí de vez en cuando, para renovar su magia. Aunque muy pocos lograban ver un unicornio por segunda vez.
Shail había visto muchos aquel día, pero habría deseado no hacerlo.
Muchos unicornios, todos muertos. Había llegado a ver a uno que caminaba tambaleante bajo la luz de los seis astros. Había corrido hacia él, esperando llegar a tiempo para teletransportarse con él a alguna de las Torres, donde tal vez magos de más nivel lograsen salvarle la vida. Pero el unicornio tropezó y cayó, y cuando Shail llegó a su lado, ya estaba muerto.
Había seguido vagando durante toda la mañana, buscando unicornios vivos, pero no había tenido suerte. Y cuando ya empezaba a pensar que su búsqueda era en vano, el milagro se produjo.
Fue poco después de que la serpiente alada se alejase de él. Vio un hada llamándole la atención desde los arbustos, cosa que tampoco era corriente; pues, si bien las hadas eran más fáciles de sorprender que los unicornios, no disfrutaban de la compañía de los humanos, y por lo general no deseaban tratos con ellos.
Shail siguió al hada hasta un escondrijo debajo de unos arbustos.
Y entonces la vio.
Era un unicornio hembra, muy joven, tal vez recién nacida. Se había acurrucado bajo el follaje y temblaba. Un grupo de hadas, duendes, gnomos y demás criaturas de los bosques se había reunido en torno a ella, y la observaban, en silencio.
—Tienes que salvarla –dijo un gnomo, volviendo hacia Shail su cabeza gris.
—Ella es la última –suspiró una dríade, que contemplaba la escena desde su encina, pesarosa.
—¿La última? –repitió Shail.
—El último unicornio –señaló un viejo duende–. Si ella muere, la magia morirá en el mundo.
Shail se acercó a ella, sobrecogido. La criatura abrió los ojos y lo miró. El joven mago supo, en lo más íntimo de su ser, que jamás olvidaría aquella mirada.
—Llévatela –dijeron las hadas–. Llévatela lejos de aquí. Shail envolvió al unicornio en su capa. Ella estaba tan débil que no opuso resistencia.
—¿Cómo vamos a salir de aquí? –preguntó–. No puedo teletransportarme a la Torre de Kazlunn, está muy lejos; y si lo intento de cualquier otra manera no llegaremos a tiempo.
Las hadas no dijeron nada, pero formaron un círculo en torno a él y empezaron a entonar una canción sin palabras. Shail sintió que un torrente de magia feérica recorría su ser, uniéndose a su propio poder, y supo que podría lograrlo.
—Vete, mago –susurraron las hadas–. Llévatela de aquí.
Shail asintió y se concentró en la Torre de Kazlunn. La energía que le habían proporcionado las hadas seguía allí, vibrante, límpida y resplandeciente, y no pensaba desaprovecharla.
En el último momento, cuando su cuerpo y el del pequeño unicornio comenzaban a difuminarse, percibió una sombra que se abalanzaba hacia ellos desde las alturas, y un viento gélido sacudió el claro. Las hadas palidecieron, y las más pequeñas gritaron de terror.
—No te preocupes –susurró una de las mayores–. Márchate. Ponla a salvo.
Con un nudo en el estómago, Shail completó el conjuro. El shek se precipitó sobre el círculo de hadas, pero el mago y el unicornio ya se habían marchado.
—La llamé Lunnaris –recordó Shail–. Es un nombre un poco obvio para un unicornio, puesto que significa «Portadora de Magia», y, en realidad, todos los unicornios lo son. Pero ella era el último. Por eso, en el fondo, no podía llamarse de otra manera.
En la Torre de Kazlunn, Shail descubrió que se había convertido en un héroe. Los líderes de la Orden Mágica se habían reunido con el Padre de la Iglesia de los Tres Soles y la Madre de la Iglesia de las Tres Lunas para tratar de encontrar una solución al gravísimo problema que amenazaba Idhún. Se habían acordado de la profecía. Y habían llegado a la conclusión de que, costara lo que costase, había que salvar al menos a un dragón y a un unicornio. Habían hecho un llamamiento para que todos colaborasen en la búsqueda.
Y Shail lo había logrado sin saber realmente lo que estaba en juego.
Las noticias que le recibieron allí eran aterradoras.
—Todo Awinor está ardiendo en llamas –le contaron–. Los dragones caen del cielo, uno tras otro, envueltos en fuego. Los incendios que están provocando son incontrolables. Muy pronto, la tierra de los dragones habrá muerto con ellos.
—Cientos de sheks cubren los cielos de Idhún, y se dice también que un ejército de espantosos hombres-serpiente ha invadido Raheld desde el norte.
—No queda un solo dragón con vida. Ni uno solo. Shail escuchaba todo esto con honda preocupación. Sabía que los Archimagos estaban preparando un rito especial, muy complejo, pero no tenía idea de en qué consistía.
Entonces llegó Alsan.
Todos los caballeros de Nurgon, junto con nobles, aventureros, héroes y mercenarios de todas las razas y de todos los reinos, habían sido movilizados en la búsqueda de dragones y unicornios. Los hechiceros los habían transportado hasta Awinor mediante la magia, pero todos volvían con las manos vacías.
Por eso la llegada de Alsan, príncipe heredero de Vanissar, con una pequeña cría de dragón dorado en los brazos, causó un gran revuelo.
—Nunca me ha hablado de cómo ni dónde lo encontró –comentó Shail–. No se lo dijo a nadie. Pero lo importante es que allí estaban los dos, mi pequeña Lunnaris y el dragoncito. No llegamos a averiguar por qué ellos habían resistido más que los demás. Tal vez por ser tan jóvenes. Pero el caso es que llegaron moribundos a la Torre de Kazlunn, y no teníamos mucho tiempo.
—¿Qué pasó entonces? –preguntó Jack, estremeciéndose. Por alguna razón, la historia le conmovía profundamente.
—Debíamos llevarlos a un lugar seguro, un lugar donde la luz de los seis astros no los alcanzase, al menos hasta que la conjunción hubiese acabado. Pero no teníamos ni la más remota idea de cuánto duraría. Y, por otro lado, no existía tal lugar en Idhún. Así que los magos pensaron...
—... ¡que podrían enviarlos aquí! –adivinó Jack, sorprendido.
Shail asintió.
—Sabemos que hay muchos mundos. Pero sabemos también que en la Tercera Era los magos abrieron un canal de comunicación con la Tierra. Ese canal seguía abierto.
»En circunstancias normales, pocos magos se atreverían a realizar el viaje. La mayoría no había vuelto para contarlo, y los que había regresado contaban cosas aterradoras. Pero no teníamos otra salida.
»Cuando parecía claro que todos aquellos acontecimientos extraordinarios anunciaban la llegada de una nueva Era Oscura a Idhún, muchos hechiceros abrieron la Puerta por su cuenta y escaparon. Pero ellos no eran importantes. No lo eran tanto como nuestro dragón y nuestro unicornio.
»Los hechiceros más poderosos de la Orden los enviaron a través de la Puerta interdimensional. Cuando la conjunción pasó, y los astros volvieron a sus posiciones habituales, llegó la hora de traerlos de vuelta. Alsan y yo nos ofrecimos voluntarios. No en vano los habíamos llevado a la torre; además, yo me había encariñado con Lunnaris, y me consideraba responsable de ella.
Hizo una pausa. Jack esperaba, atento.
—El