cuentos de Hoffmann. Además, me preocupa el camarote misterioso, ese camarote entre el suyo y el mío, siempre cerrado, y cuya llave guarda él cuidadosamente. Una vez al día abre la puerta, entra, inspecciona unos minutos, vuelve a salir, y hasta el día siguiente... Ni una palabra, ni un grito, ni el más leve ruido; y eso que yo muchas noches aplico la oreja a la madera del tabique, o miro en el corredor por el ojo de la cerradura. ¡Nada!... ¿Quién cree usted que podrá ser?
Calló Isidro, frunciendo el ceño bajo la preocupación de este misterio.
—Tal vez un diplomático que va en misión secreta, y por eso huye de la gente; algún financiero que viaja para comprar de golpe todas las vías férreas de América y teme que le pillen el secreto; un empleado infiel que se lleva la caja y tiene el camarote abarrotado de sacos de oro. ¡Lástima no saberlo con certeza!... Aquí hay misterio, un misterio gordo, a lo Sherlock Holmes; y lo más extraño es que cuando le pregunto al mayordomo del buque, él, tan amigacho mío, se hace el tonto, como si no me comprendiese... Verá usted, Ojeda, cómo algo ocurre con este hombre antes de que termine el viaje. En cualquier puerto lo reciben con músicas, discursos y banderas, o sube la policía y le asegura las manos con esposas... Parece orgulloso, y al mismo tiempo revela una timidez incompatible con el mucho dinero. ¿Quien será?...
Maltrana llenó su copa y bebió, como si con esto quisiese acelerar sus averiguaciones sobre el «hombre misterioso». Después, el champán y la buena comida parecieron ejercer sobre él una influencia benévola.
—Confieso a usted, Ojeda, que nunca me he sentido mejor, y por mi voluntad podía prolongarse este viaje hasta el fin del mundo. ¡Ojalá fuese el Goethe vagando por el Océano, como el «Holandés errante», siempre que no se agotasen sus repuestos de víveres y bebida!... ¿Qué falta aquí?... Mujerío elegante y hermoso que puede verse de cerca y le dirige a uno la palabra como a un amigo antiguo; buena mesa, fiestas, bailes y ausencia total de moneda. Todo se paga con bonos, o se arreglan cuentas en el despacho del mayordomo al final del viaje. ¡Y este tiempo de primavera! ¡Y este buque que es una isla!... Nunca me he visto en otra: ni en Madrid, cuando me convidaban a comer los políticos de segunda clase para que escribiese bien de ellos; ni en París, cuando hacía traducciones españolas para las casas editoriales y engañaba el hambre en los bodegones del Barrio Latino... ¡Y pensar que doña Margarita mi patrona, con un cariño que data de ocho años, rezará por el pobre don Isidro que va navegando por los mares! ¡Y pensar que a estas horas, en nuestro café de la Puerta del Sol, se preguntarán aquellos chicos melenudos que lo saben todo y no han visto el mundo por un agujero: «¿Qué será del sinvergüenza de Maltrana?». Y el más gracioso contestará seguramente: «Debe estar en la panza de un tiburón...». ¡Pobrecitos!
Servían los camareros el helado, cuando sonó el fuerte repiqueteo de un cuchillo contra una copa. Quedó inmóvil la servidumbre, circularon siseos imponiendo silencio, y todas las cabezas se volvieron hacia un mismo punto del comedor.
—El amigo Neptuno va a hablar—dijo Isidro.
Este Neptuno era el comandante del buque; enorme como un gigante cuando estaba sentado, e igual a los demás si se ponía en pie, irguiendo el hercúleo tronco sobre unas piernas cortas. La barba dorada y canosa invadía, arrolladura, una parte de su rostro rubicundo, esparciéndose luego sobre el pecho; y en medio de esta cascada fluvial abríase una sonrisa de bondad casi infantil. Cuando pasaba por las cubiertas le rodeaban los niños, colgándose de su levita, danzando ante sus rodillas, pidiendo que los levantase lo mismo que una pluma entre sus brazos membrudos. Al encontrarse con Isidro extremaba su sonrisa, como si adivinase en él un ingenio gracioso, a pesar de que no podían entenderse bien, pues en sus pláticas no iban más allá de unas cuantas palabras de italiano mezcladas con otras tantas de español.
Vistiendo un smoking azul con galones de oro, brillándole la calvicie sudorosa y acariciándose las barbas, iba desenredando lentamente su madeja oratoria. Una gran parte del auditorio no le comprendía, pero todos conservaban la mirada puesta en él, con la fijeza de la incomprensión, aumentándose con esto los titubeos verbales del marino.
—No parece que se explica mal Neptuno—dijo Maltrana en voz baja—. Ahora está hablando de su emperador. Ha dicho kaiser dos veces; eso lo entiendo... ¡Raza notable! Creo que a los capitanes alemanes les dan lecciones de oratoria en Hamburgo y además les enseñan a bailar. Sin tales requisitos, la Compañía no entrega un buque a uno de estos padres de familia... Lo mismo son los músicos de a bordo. Por la mañana preparan los baños y limpian las escupideras; antes del almuerzo tocan instrumentos de metal; por la noche instrumentos de cuerda; y todo lo hacen gratis, pues no cuentan con otra remuneración que las propinas de los pasajeros. ¡Cualquiera se mete en concurrencia con estas gentes!... Pero ¿por que se entusiasman tanto los alemanes, Fernando? ¿Qué dice ahora el amigo Neptuno?
—Deutschland, Deutschland über alles, über alles in der Welt.
—¿Y qué es eso?
—«Alemania sobre todo, sobre todo lo del mundo.»
El capitán elevó su copa, dando por terminado el discurso y los que le comprendían pusiéronse de pie, hombres y mujeres, instantáneamente, alzando también sus copas. «¡Hoch!», gritó Neptuno; y todos contestaron lo mismo, con una regularidad mecánica, como el grito de un regimiento que responde a la voz de su coronel. «¡Hoch!», volvió a decir; pero esta vez, amaestrados por el ejemplo, contestaron los pasajeros en masa con un alborozo discordante; y el tercer «¡Hoch!» fue un cacareo general, repitiendo muchos con delectación la palabra, por lo mismo que ignoraban su significado.
Un rugido de trompetería guerrera saludó desde el antecomedor el final del brindis, y los criados reanudaron apresuradamente el servicio.
—Aquí ya no dan más—dijo Maltrana después de los postres—. Subamos al jardín de invierno a tomar el café.
Ocuparon los dos amigos una mesita inmediata a una de las puertas. Desde allí veían la ascensión por la amplia escalera de todos los que abandonaban el comedor. Pasaron ante ellos los hijos mayores del doctor Zurita con otros jóvenes argentinos que regresaban de París. Todos saludaron a Maltrana con amigable familiaridad. Sonreían al verle, recordando tal vez los cuentos con que amenizaba sus tertulias en el fumadero a altas horas de la noche, cuando finalizaban por cansancio las partidas de poker.
—Hermosa juventud—dijo a Ojeda su compañero—. Fíjese en los tipos: altos, musculosos, esbeltos y con una gran agilidad en los miembros. Deben ser famosos bailarines de tango. ¡Excelentes muchachos, todos amigos míos!... Vea sus dientes sanos de lobo joven; su pelo, tan abundante, que necesitan aplastarlo con pomada hasta formar dos almohadillas lustrosas. No queda en sus cabezas dónde plantar un cabello más. Son hermosos ejemplares del cultivo intensivo de la pilosidad... Y las manos finas, aunque estén deformadas por los ejercicios de fuerza; y los pies pequeños, reducidos, altos de empeine, cuidados con meticulosidad; de día siempre encerrados en charol con cañas de colores, de noche con forro de seda calada y escarpines que martirizarían a muchas señoras. Son pies que parecen tener una vida aparte, pies sabios que pueden seguir sin error las más difíciles combinaciones del baile... Y ellas igualmente ¡qué finura de extremidades!... En esta Arca de Noé, amigo Fernando, se reconoce el origen étnico de cada uno sólo con mirar al suelo... Mire esos otros que suben.
Y sonrieron los dos viendo ascender por los peldaños algunos pies de masculina dimensión, a pesar de que asomaban bajo una corola de faldas recogidas. Tras ellos subían enormes zapatos de hombre, embetunados y de fuerte morro, que dejaban en la alfombra una huella de pesadez. Muchos comerciantes que se habían endosado el frac en honor del soberano, guardaban sobre su abdomen la gruesa cadena de oro, cargada, como un relicario, de medallones, dijes, lápices y fetiches, y en los pies los fuertes botines de uso diario.
Ojeda acogió con incrédula sonrisa las consideraciones de su amigo acerca de la superioridad de una raza sobre otra por la finura de las extremidades.
—Los «latinos», como usted dice, Maltrana, somos bellamente ligeros, más «alados» que estas gentes del Norte. Se ve la influencia aristocrática de los conquistadores andaluces