la gran noticia que todos ignorarán si él perece. Tal vez otros descubridores del Mar Tenebroso sufrieron este revés del destino luego de reconocer las tierras nuevas. ¡Morir con el secreto!...
Y Colón escribe en varios pergaminos la reseña de su descubrimiento, los mete en toneles y arroja éstos a las olas, sin que los marineros sospechen lo que encierran, pues creen que se trata de un acto de devoción para apaciguar a los elementos. La tempestad arrecia, y el Almirante hace traer tantos garbanzos como personas van en la carabela; señala uno con un cuchillo, y revolviéndolos en su bonete, invita a la chusma a meter la mano. El que saque el garbanzo marcado con una cruz irá de romero a Santa María de Guadalupe llevando un cirio de cinco libras... Y es el Almirante el que saca el garbanzo. Luego echan las mismas suertes para ir en romería a Santa María de Loreto, «en la Marca de Ancona, tierra del Papa», y como le toca a un simple proel, Colón le promete ayudarle con sus dineros para el viaje. La borrasca va en aumento; al día siguiente vuelven a echar suertes para velar toda la noche en Santa Clara de Moguer, y otra vez designa el garbanzo al Almirante.
Pero como estas promesas no logran domar a las potencias hostiles del Océano y la carabela se tumba, falta de lastre—una imprevisión del Almirante—, y los bastimentos de comida están casi agotados, hacen el voto de ir todos, apenas lleguen a tierra, en procesión y en camisa hasta la primera iglesia que encuentren bajo la advocación de la Virgen.
—Y cuando el temporal los echa al fin en Lisboa, llevaba Colón más de doce días de inmovilidad en su banco de popa, dormitando a ratos, con las piernas mojadas por la lluvia y las olas. Esa prueba fue la más tremenda de su vida. ¡Poseer una verdad que iba a conmover al mundo y morir con ella!... Pero basta de Colón amigo Maltrana. Ya hemos hablado bastante; vamos a tomar el te.
Abandonaron sus asientos, y al dirigirse a una de las escalerillas para descender al paseo, notaron en el mar varias curvas negras y veloces que asomaban un instante sobre el agua, sumiéndose y reapareciendo más lejos entre burbujeo de espumas.
—Son atunes—dijo Maltrana—. O tal vez sean delfines... ¡Quién sabe!
—De seguro que no son sirenas—repuso Ojeda.
Caminaron algunos pasos, y añadió:
—Es lástima que no queden sirenas. Y sin embargo, aún las había en tiempos de Colón... ¿No sabe usted eso? Él vio salir tres «muy altas sobre el mar», cerca de la embocadura de un río de Santo Domingo. Y dice Las Casas que al Almirante no le llamaron la atención, porque había visto otras muchas en sus navegaciones de mozo, por las costas de Guinea y la Manegueta, y que las sirenas no son tan hermosas como las pintan, «pues en cierto modo tienen forma de hombre en la cara».
IV
Erguidos ante sus atriles con militar rigidez, entonaban los músicos una marcha solemne, que servía de acompañamiento a los pasajeros en su entrada al comedor. Los hombres vestían de frac o de smoking, guardando en una mano la gorra de viaje. Algunos se detenían en las puertas formando grupos para ver a las señoras que iban saliendo de los camarotes de preferencia o venían de los de abajo por la gran escalera de doble rampa, con un roce de finas ropas interiores.
Deslizábanse rápidas todas ellas, entre saludos y sonrisas, para sumirse, más allá de las mamparas de cristales, en un mar de luz en el que nadaban los colores de inquietas banderas. Una estela de polvos de tocador y vagas esencias de jardín artificial seguía el aleteo de las faldas desmayadas y flácidas, con brillantes pajuelas de oro o plata; el crujiente arrastre de los tejidos sedosos; el brillo de las espaldas desnudas suavizadas con una capa de blanquete; la tersura de las nucas, sobre las que se elevaba el edificio de un peinado extraordinario, el primero de una navegación que únicamente se había prestado hasta entonces a exhibir sombreros de paseo y velos de odalisca.
En el antecomedor lucía un gran cartel pintarrajeado con una pareja danzante y una inscripción gótica en alemán y en español: «Esta noche baile.» Y el anuncio parecía esparcir por todo el buque un regocijo de colegio en libertad. «Esta noche baile», repetían las personas de grave aspecto, como si se prometiesen un sinnúmero de misteriosas satisfacciones.
Saludábanse por vez primera con espontáneos movimientos de cabeza gentes que ignoraban todavía sus respectivos nombres. Durante la tarde habíanse contraído grandes amistades en la cubierta de paseo. Muchachas de diversa nacionalidad, que no se habían visto nunca y tal vez no volverían a verse al salir del buque agrupándose atraídas por la simpatía que les inspiraba el género de belleza de la nueva amiga o la distinción de sus vestidos. Empezaban hablando en varios idiomas, para expresarse al fin en castellano. Caminaban tomadas del talle, lo mismo que si fuesen compañeras de pensión, y antes de que terminase la noche iban a tutearse, entusiasmadas por una amistad que consideraban eterna y databa de unas cuantas horas. Las madres se sonreían unas a otras sin conocerse—arrastradas por las afinidades de sus hijas—con una complicidad de compañeras de profesión, y acababan igualmente formando grupos, para hablar de los dolores y satisfacciones que proporciona la familia, de las brillantes cualidades de sus retoños, de los desengaños e ingratitudes que tal vez les reservaba el porvenir a las pobrecitas... como si las compadeciesen y envidiasen al mismo tiempo. Algunas, vestidas de negro con una austeridad monjil, acometían desde las primeras frases el elogio o el lamento de sus difuntos maridos.
Verificábase una aproximación general, como si todos en el buque despertasen de pronto, reconociéndose antiguos parientes. Hasta entonces, los que habían salido de Hamburgo fingían ignorar a los embarcados en Boulogne, navegando juntos sin saludarse por el mar de Gascuña y de Cantabria, extensión de lívido azul bajo un cielo gris. La vista de pequeñas ballenas chapoteando en el golfo entre surtidores de espuma les había hecho cruzar algunas palabras nada más, replegándose a continuación en su huraño aislamiento. Juntos habían acogido con un mutismo de altivez a los que subieron en Lisboa, sospechosos intrusos para la tranquilidad de los primeros ocupantes; y así habían navegado hasta Tenerife. Pero ahora empezaba el verdadero viaje: la vida común lejos de toda tierra, sin que un nuevo chorro de extraños pudiese turbar la paz del convento flotante, y todos se sentían unidos por repentina fraternidad.
Hasta el Océano parecía reflejar bondadosamente la alegre camaradería de los pasajeros. El tapiz tenía bajo el pie la consistencia de la tierra firme; los objetos manteníanse en grave inmovilidad y penetraba por las ventanas la brisa oceánica en suaves ráfagas; una brisa discreta que no hacía saltar la velutina de la epidermis ni ponía en desorden los peinados; una brisa regulada, domesticada como la que refresca los salones en las playas de moda. Los estómagos, encogidos hasta entonces por la ruda novedad de la navegación, se dilataban con voluptuoso desperezo, admirando en el comedor las prodigalidades del servicio. Crujían en los camarotes las cerrajas de las maletas; desatábanse correas y paquetes, abandonaban las ropas sus encierros, y las manos diligentes sacudían pliegues y ordenaban piezas con toda calma, sin miedo al vahído del cansancio y a la movilidad que arroja personas y objetos de un ángulo a otro de la inquieta habitación.
Todos pasaban el contenido de los equipajes a los armarios y las perchas, cuidando después del arreglo de sus personas. Diez días para llegar a Río Janeiro, la escala más próxima: ¡diez días de vida común! ¡Toda una existencia cuyo vacío había que poblar con diversiones y nuevas amistades!... Y la fiesta del cumpleaños del Emperador, la primera del viaje, difundía por el buque un regocijo de escolares que empiezan sus vacaciones.
Entre las pilastras del comedor ondulaban abullonadas las banderas de diversos pueblos. Guirnaldas de rosas contrahechas y bombillas eléctricas de varios matices tendíanse de capitel a capitel. Al final del salón, sobre una columna rodeada de plantas y teniendo como fondo el pabellón alemán, erguíase un gran busto de yeso, el del héroe de la fiesta, con fieros y majestuosos bigotes. Sobre las mesas aleteaban pequeñas banderas, una por cada comensal: la de su respectiva nacionalidad.
El culto a los trapos de colores—religión de última hora, adorada con fanatismo por el público de hoteles cosmopolitas,