los que siguiesen su camino. Es absurdo imaginarse una familia, la familia de los Colones, propietaria absoluta de la décima parte de todo el continente americano, y a más de esto, la décima parte de las islas de Oceanía, cuyo hallazgo fue consecuencia del de América... Por esto el rey Fernando, experto hombre de negocios, miró siempre con recelo los tratos entre el Almirante y la reina. No fue enemigo de la empresa, como dicen algunos, pero le pareció insensata la facilidad con que su esposa había accedido a todas las peticiones del navegante... Y Colón, en los últimos años, adivinando las dificultades en que se verían sus descendientes para sostener la absurda herencia, repetía en todos los documentos que era de Génova, aconsejaba a sus hijos que se pusiesen en contacto con el gobierno de la República, y se valía de halagos y súplicas para conquistar su favor y el de los poderosos mercaderes del Banco de San Jorge.
—¿Y usted, Maltrana, es también de los que le creen judío?
—Yo no creo nada cuando faltan pruebas y sólo hay inducciones. Pero los que opinan así no se apoyan en el vacío. Aquel hombre extraordinario tenía todos los caracteres del antiguo hebreo: fervor religioso hasta el fanatismo; aficiones proféticas; facilidad de mezclar a Dios en los asuntos de dinero. Para descubrir la India, según él dijo en sus cartas a los reyes, «no me valió razón ni matemática; llanamente se cumplió que dijo Isaías...».
Y lo que había dicho Isaías en uno de sus salmos era, según Colón, que antes de acabarse el mundo se habían de convertir todos los hombres, y que de España saldría quien les enseñase la verdadera religión. Además de Isaías, apelaba a la autoridad de Esdras, judío olvidado, y en varios de sus escritos figuraban cartas de rabinos conversos. Viejo ya, redactaba su famoso libro de Las Profecías, desvarío místico en el que hizo cálculos sobre la duración de la tierra, tomando como base los profetas bíblicos. Y el resultado de sus reflexiones fue anunciar que sólo le quedaban al mundo ciento cincuenta años de vida, pues había de perecer seguramente en 1656.
—Se nota en él—dijo Ojeda—algo de la exaltación feroz a los antiguos hebreos, que siempre que constituían nacionalidad, perseguían y degollaban por querellas religiosas. En nuestra historia, los inquisidores más temibles fueron de origen judío, y ¡quién sabe si una gran parte del fanatismo español no se debe a la sangre hebrea que se ingirió en la formación definitiva de nuestro pueblo!... El judío de aquellas épocas no perdía jamás de vista el negocio en medio de sus ensueños místicos, y apreciaba el oro como a algo divino. Así fue Colón.
Tenía visiones divinas, como la de Jamaica, en la que le habló Dios en persona, y al mismo tiempo afirmaba: «El oro es excelentísimo, y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo; tal es su poder que echa las almas al Paraíso». Emprendía sus viajes en nombre de la Santísima Trinidad, afirmando que su obra era «lumbre del Espíritu Santo», pues lo enviaba a la India para que esparciese el Evangelio y salvase las almas, y luego proponía la venta de indígenas hasta que diesen una renta de cuarenta millones anuales. Cargaba dos navíos de esclavos para venderlos en España y recomendaba a su hermano don Bartolomé que tuviese gran cuidado con la mercancía y llevase justa cuenta en lo que correspondiese a cada uno, «pues hay que mirar en todo la conciencia porque no hay otro bien mejor, salvo servir a Dios, y todas las cosas de este mundo son nada, y Dios es para siempre».
—Además—interrumpió Maltrana—, basta leer la descripción que hacen Las Casas y otros historiadores del tipo físico del Almirante: bermejo, cariluengo, la nariz aguileña, pecoso, enojadizo, elocuente y muy duro para los trabajos.
—La codicia es notoria en él; pero codiciosos fueron igualmente todos los que intervinieron en sus descubrimientos. Es verdad que los otros iban francamente por el oro, y Colón, además del oro, deseaba servir a su religión conquistando millones de almas. En realidad, nadie pensó que estas expediciones pudiesen tener un resultado científico. Iban a la India porque era rica; iban en busca de la tierra del Gran Kan, soberano de la China, preocupados únicamente con sus tesoros. Colón se embarcó llevando una carta de los reyes para el Gran Kan, escrita en latín, carta que le acreditaba como embajador extraordinario, y apenas en las costas de Cuba (que él creía tierra firme) pudo entender por la mímica de los indígenas que en el interior vivía un gran monarca, mostróse regocijado, adivinando en este cacique humilde al rico emperador de Catay.
Enviaba tierra adentro con sus papeles diplomáticos a un judío converso en Murcia, que por conocer algunas lenguas orientales iba con él de intérprete, y este mensajero, después de larga marcha, sólo encontraba un jefe de tribu a la sombra de su techumbre de hojas, rodeado de concubinas bronceadas.
—Yo admiro—continuó Ojeda—la ilusión casi infantil que acompaña a Colón hasta la muerte, haciéndole encontrar en todas partes riquezas y recuerdos bíblicos. La isla Española es el Ofir de Salomón con sus áureas minas; un gran río forzosamente debe venir del Paraíso; una montaña es una pera, centro del mundo, y en el pezón está la cuna del género humano; la costa de Veragua es el Áurea de donde sacó el rey David tres mil quintales de oro, dejándolos en testamento a su hijo. No ve una tierra nueva sin cantar Salve Regina «y otras prosas», como él dice en su lenguaje... Y este mismo soñador piadoso da lecciones de astucia y traición a su teniente el caballero aragonés Mosén Pedro Marguerit para que prenda a Caonabo, belicoso cacique, y le recomienda que le envíe emisarios con buenas palabras hasta que éste venga a visitarle. «Y como por ser indio anda desnudo—le dice poco más o menos—, y si huyese sería difícil haberlo a las manos, regaladle una camisa y vestídsela luego, y un capuz, y un cinto por donde le podáis tener e que no se os suelte.»
Pasó ante los dos amigos, muy erguida, con el libro bajo el brazo, la dama norteamericana, que hasta entonces había estado leyendo en su sillón. Varias veces sorprendió Fernando, por encima del volumen, unos ojos claros fijos en él, y que al encontrarse con los suyos volvían hacia las páginas.
—La hora del té—dijo Maltrana—. Estas inglesas la adivinan con una exactitud cronométrica... Si le parece, no bajaremos hasta luego. Debe estar repleto el jardín de invierno.
Encendieron cigarrillos y quedaron los dos con los ojos entornados contemplando las espirales de humo que se desarrollaban sobre el fondo azul.
—Otra mentira que me irrita—dijo Isidro a los pocos momentos—es la de las persecuciones que la ignorancia de la Iglesia hizo sufrir al Almirante. Yo no tengo nada que ver con la Iglesia, pero reconozco que esta invención es una de las necedades más grandes, si no la mayor, que podemos apuntarnos en nuestra cuenta los que figuramos en el gremio de los impíos. El vulgar extranjero, que tiene un patrón hecho, siempre el mismo para las cosas de España, pensó que al haber descubierto Colón un nuevo mundo del que no tenía noticia el Dios de la Biblia, forzosamente debieron perseguirle las gentes de Iglesia con mortales odios. Hasta hay cuadros célebres que representan el llamado «Congreso de Salamanca», con obispos muy puestos de mitra y báculo (algo así como el coro episcopal de La Africana) que discuten geografía y gritan anatema contra el impío, apartándose de él. Y Colón se muestra arrogante y sereno, como un tenor que sabe de antemano que triunfará en el último acto...
Ojeda rio de las palabras de Maltrana.
—Imagínese—continuó éste—el salto que hubiese dado el autor de Las Profecías, el amigo de Isaías y de Esdras, al ocurrírsele la idea de que podía existir un nuevo mundo desconocido por el Dios del Génesis, y cuyos habitantes no procedían de Adán y Eva, ni de la dispersión de los hijos de Noé. Cuando menos, se habrá creído objeto de una alucinación diabólica, y de atreverse a enunciar su pensamiento, no hubiera sufrido pena mayor que la de encierro por demencia... Pero Colón sólo hablaba de ir al antiguo mundo conocido por el camino de Occidente, y esto nada tenía de herético, fundamentándolo además en autores clásicos y Padres de la Iglesia. No hubo otro congreso que una controversia por encargo real, con los profesores de la Universidad de Salamanca, y en esta disputa científica, celebrada en el convento de San Esteban, el profesorado se mostró contrario al descubridor, mientras los monjes dominicos y otros religiosos aceptaban sus planes como verosímiles. Esto se comprende. Los frailes miraban al mismo Colón como un allegado suyo, y además eran sacerdotes de vida popular, habituados al contacto