Висенте Бласко-Ибаньес

Los argonautas


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y todo el resto, hasta el nacimiento, queda envuelto en una obscuridad absoluta, que se ha prestado y se prestará a las hipótesis más diversas. Su existencia en España es un misterio. ¿Desde cuándo vivió en ella?... Los biógrafos lo hacen pasar únicamente por Andalucía y Castilla en sus tiempos de solicitante; y sin embargo, Colón, siendo viejo, contaba a Las Casas cómo le habían servido de apoyo en sus planes ciertas pláticas con Pedro Velasco, un marinero que había hecho grandes navegaciones, y al que conoció en Murcia.

      —Hay que tener en cuenta, amigo Ojeda, que en ciertos países la calidad de extranjero da gran prestigio a todo el que ofrece una idea nueva. En aquellos tiempos, los marinos genoveses eran los de más fama, los que habían llegado más lejos en sus exploraciones. Entonces no había telégrafo, ni periódicos de información, y un hombre movedizo y viajero podía cambiar fácilmente de personalidad y vivir largos años sin que nadie le reconociese. Mientras estaba abajo, no corría peligro de que la superchería fuese descubierta; y si llegaba el éxito para él, la patria que se había atribuido era la primera en enorgullecerse de este ciudadano hasta entonces ignorado... Yo no tengo empeño en sostener que Colón fuese genovés o no lo fuese: me es igual. A mí, como a usted, lo que me interesa es el hombre que por su misticismo extraño y su carácter contradictorio es como un resumen de la fusión de razas en la España medieval: un conjunto de fanatismos, ambiciones de gloria y codicias de mercader. Veo en él una mezcla de rabino avaro, moro fantaseador y guerrero romántico, ansioso de rescatar los Santos Lugares para devolver millones de almas a su Dios. Pero reconozco que, de ser cierta la hipótesis del cambio de nacionalidad, fue éste uno de los mayores aciertos de su vida.

      Isidro hacía memoria de la existencia en España de aquel aventurero, Colombo para unos, Colome para otros, pero que siempre se apellidó Colón en sus propios escritos. Conseguía alojamiento y mesa en la casa de un personaje como el contador Quitanilla, favorito de los reyes; le protegían los priores de ricos conventos; tenía pláticas con la gente de la corte, y al fin le escuchaban los monarcas, mientras España andaba revuelta en las últimas guerras con los moros, había de atender a los choques políticos en Francia e Italia, tenía poco dinero y necesitaba tiempo y reflexión para cosas más urgentes e inmediatas que buscar un nuevo camino que llevase a la «tierra de las especierías»... ¡Si se hubiese presentado como español! El mismo Almirante contaba a sus amigos cómo en los puertos de la Península había encontrado viejos marineros que navegando hacia Poniente columbraron señales indudables de nuevas tierras. En Puerto de Santa María había hablado con un «marinero tuerto» que, cuarenta años antes, en un viaje a Irlanda, alejado de esta isla por el mal tiempo, vio una gran tierra que imaginaba fuese la Tartaria. En Cádiz y en el puerto de Palos hablábase de los países desconocidos como de algo indiscutible; pero los navegantes andaluces, gallegos o levantinos, gentes rudas y humildes, se hubieran asustado ante la idea de ir a la corte para exponer su opinión. Los mismos Pinzones, que eran en su tierra notabilídades de campanario por haberse hecho ricos con los viajes a Oriente y al Norte de Europa y se mostraban tan convencidos como Colón de la posibilidad de los descubrimientos, no habrían conseguido ser escuchados al proponer la gran empresa sin profecías bíblicas y textos clásicos, basándose únicamente en su experiencia de pilotos.

      —Pienso yo ahora—interrumpió Ojeda—en la Vida del Almirante, escrita por su hijo don Fernando, el hijo bastardo, el hijo del amor, habido con una señora cordobesa cuando Colón era casi anciano, y que tal vez por eso fue mirado siempre por éste con especial predilección... A la edad de catorce años acompañó a su padre en el último viaje de descubrimiento, el más penoso de todos. Estuvo a su lado en las largas navegaciones, cuya monotonía incita a hablar; pasó con él horas de peligro, que son horas de confesión; pudo conocer mejor que nadie las obscuridades de su primera vida, antes de la celebridad, y sin embargo, al escribir los orígenes del Almirante muestra una visible incertidumbre, como si poseyese un secreto que teme hacer público. El mismo don Fernando afirma que su padre, así como fue ascendiendo en fama, tuvo empeño en «que fuese menos conocido y cierto su origen y su patria»... Reconoce que el Almirante era genovés, porque así lo afirmaba él; pero se nota en sus palabras cierto misterio.

      —Cuando don Cristóbal dispone de sus bienes—continuó Maltrana—ordena que se destine cierta cantidad al mantenimiento de uno de la familia para que se establezca en Génova y tome allá mujer, con el fin de que existan siempre Colones en la ciudad. ¿No le quedaban parientes en Liguria?... Parece que él y sus hermanos sean producto de una generación espontánea, sin ascendientes ni colaterales, lo que le obliga a este trasplante de una rama de la familia para dejar bien demostrado que Génova fue su nación... En el testamento reparte sus bienes entre hijos y hermanos y deja varias mandas para genoveses o personas de origen genovés... pero todos residentes en Portugal y alejados muchos años de su país de origen, mercaderes que conoció y trató durante su permanencia en Lisboa cuando estaba casado con la hija de otro genovés, circunstancia que bien pudiera haber influido en la decisión de su nacionalidad. Estas mandas se adivina que son restituciones por préstamos que le hicieron en sus años de miseria. Hasta ordena que se le entregue cierto dinero «a un judío que moraba a la puerta de la judería de Lisboa», el único en todo el testamento que figura sin nombre. Parientes de Génova no menciona uno siquiera, ni deja nada para residentes en Italia. Sus recuerdos de genovés no van más allá de la colonia genovesa establecida en Portugal... A mí me inspiran poca confianza las afirmaciones del Almirante en lo de su nacionalidad... y en otras muchas cosas.

      Ojeda acogió estas palabras con un gesto de asombro.

      —No quiero decir—continuó Isidro—que el grande hombre fuese embustero a sabiendas, pero tenía el defecto o la cualidad de todos los que, viniendo de abajo, llegan a una altura gloriosa. Arreglaba a su gusto los sucesos de la vida anterior, desfiguraba el pasado de acuerdo con sus conveniencias. Era como algunos millonarios del presente, que en sus primeros tiempos de riqueza confiesan con orgullo las miserias de los años juveniles; pero luego, cuando crecen sus hijos y forman dinastía empiezan a avergonzarse de su origen e inventan parientes opulentos y capitales ilusorios con los que iniciaron sus primeras empresas. El Almirante, al dictar su testamento, habla con amargura de que los reyes sólo dedicaron a su obra un millón o cuento de maravedíes, y que «él tuvo que gastar el resto»... Y eso lo decía a la hora de su muerte, en un país donde todos le habían conocido yendo tras de la corte como parásito solicitante, sin dinero y sin hogar, alojado en conventos, implorando pequeños subsidios para poder moverse de una ciudad a otra... Habían bastado catorce años para una falta de memoria tan estupenda.

      —A mí me sorprende el poco caso que hicieron de él durante su vida los que llamaba compatriotas suyos. En la colección de sus cartas hay algunas quejándose al embajador genovés Oderigo porque no le contestan de allá. Envía al Banco de San Jorge de la ciudad de Génova todos sus papeles en depósito, y los señores del Banco, sólo después de algún tiempo, le dan una respuesta por indicación de Oderigo; y esta respuesta, aunque amable, no prueba que el gobierno genovés se entusiasmase mucho con sus hazañas. Parece natural que, tratándose de un hijo del país que había descubierto un nuevo camino para el Oriente asiático, la Señoría genovesa celebrase esto de algún modo. Y sin embargo, la gran República comercial permanece callada, ignora a Colón, y solo uno de sus funcionarios le escribe para darle las gracias cuando hace un regalo valioso a la ciudad que llama su patria... Que Colón era extranjero lo tengo por indudable; lo prueba, además, la carta de naturalización que dieron los Reyes Católicos a su hermano menor, don Diego, que era sacerdote, para que pudiese gozar en Castilla de beneficios y rentas. Pero en ese documento hay algo también que se presta al misterio. Se naturaliza español a Colón el menor por haber nacido fuera de España y ser extranjero, pero no se dice una palabra de su nacionalidad primitiva, del lugar de su cuna; no se menciona a Génova para nada... ¿Qué había de raro en el origen de estos Colones, todo lo referente a sus personas tendiese siempre a la confusión?...

      —En los últimos años—dijo Maltrana—tenía el Almirante visible empeño en aparecer como extranjero, y por esto insiste tanto en su origen ligur. Adivinaba próximo el pleito que tuvieron después sus descendientes con la Corona. Hombre astuto y precavido, daba por cierto el incumplimiento de los derechos exorbitantes que a cambio de sus descubiertas le había reconocido la buena reina Isabel, generosa