Maltrana, como para reflexionar mejor, y luego añadió:
—Yo no me burlo por eso de los catedráticos de Salamanca ni los considero ignorantes. Sabían lo que podía saberse en su época y defendían sus conocimientos. Un niño de hoy sabe más que ellos y puede reírse de su ciencia; pero falta saber cómo reirán los escolares del siglo xxv de los sabios que ahora veneramos. Nadie ha guardado un extracto de esta disputa de Salamanca; únicamente se sabe que los catedráticos negaban a Colón que en unos años pudiese ir y volver, como afirmaba, desde España a la costa oriental de Asia. Y en esto tenían razón: ellos estaban en lo cierto. Poseían una idea más exacta del tamaño de Asia y del tamaño de la tierra; daban al Océano desconocido un espacio semejante al que ocupan el Atlántico y el Pacífico juntos, y lo tenían por inmenso e infranqueable para los medios de navegación de entonces. Pero los pobres sabios de Salamanca, lo mismo que Colón, ignoraban la existencia de América, y América, cansada de vivir en el misterio, salió al paso del navegante, el cual murió ignorándola. Y resultó que los que tenían una noción de la tierra más aproximada a la verdad quedaron ante la Historia como unos borricos, y el visionario que basaba sus planes en que «el mundo es más chico que dicen, y seis partes de él están enjutas y una sola con agua», aparece como un sabio consagrado por el triunfo...
—Así es—dijo Ojeda—. Hay que imaginar por un momento que no hubiese existido América; suprimir en hipótesis el Nuevo Mundo, y ver a Colón, que creía la tierra una tercera parte más pequeña y las costas de Asia a unas setecientas leguas de las Canarias, lanzándose con sus barquitos Océano adelante, teniendo que navegar por todo el Atlántico y todo el Pacífico hasta encontrarse con las islas del Japón o las costas de la China.
—¡Un absurdo!—interrumpió Maltrana—. Una cosa imposible, teniendo en cuenta lo que eran las carabelas, su escaso repuesto de víveres y la necesidad de descansar en oportunas escalas. Hubiesen perecido al insistir en la empresa, o lo que es casi seguro, se habrían vuelto. Para llegar solamente a las Antillas, el mismo Colón sintió desmayar su voluntad en el primer viaje más de una vez, lo que no es raro, pues la fe más sólida flaquea al verse sumida en lo desconocido. Cuando llevaba navegadas setecientas leguas, comenzó a pensar con inquietud si el Asia estaría más lejos de lo que él creía, y fue entonces cuando Pinzón el mayor, el férreo Martín Alonso, con la testarudez de los hombres enérgicos, que esperan salir de un mal paso atropellándolo todo, le gritaba desde su carabela: «¡Adelante, adelante!».
—Ahí tiene usted otra patraña, amigo Isidro: la pretendida mala fe de Pinzón con el descubridor; sus manejos para sublevarle la gente; el intento de las tripulaciones españolas de echar al agua al Almirante, volviéndose luego a su país; el plazo de tres días que concedieton para morir si no encontraba tierra...
—¡Qué leyenda estúpida!—exclamó Maltrana—. Al vulgo le place ver los personajes históricos a su gusto, como héroes de novela folletinesca que arrostran toda clase de asechanzas para que al fin triunfe su inocencia en el último capítulo. La actuación de un traidor, de un personaje sombrío y fatal, es necesaria para que por un efecto de contraste resalte con mayor relieve la grandeza magnánima del protagonista. Y en esta novela colombiana, el traidor es el honrado Martín Alonso, que lo puso todo en la empresa del descubrimiento para no sacar nada y perder encima la vida. Usted conoce la verdadera historia. Cuando Colón, vagabundo de incierta nacionalidad, andaba por Palos no sabiendo qué hacer, Pinzón le escuchó y le animó con sus informes de viejo navegante del Océano convencido de la existencia de nuevas tierras.
Los reyes concedían su licencia al aventurero para el primer viaje, pero con esto no se adelantaba su realización. La Tesorería real había librado con gran esfuerzo un millón de maravedíes, procedente de unos censos de Valencia, pero la cantidad era insuficiente. Colón llevaba una orden para que en el puerto de Palos le facilitasen embarcaciones, pero nadie le obedecía. En aquellos tiempos de nacionalidad apenas formada y comunicaciones difíciles, el poderío de los monarcas sólo era verdadero allí donde ellos estaban presentes. Las órdenes reales, cuando iban lejos, se acababan y no se cumplían. Colón, con el mandato de los monarcas, intentó alistar gente, pero los marineros reclutados a la fuerza se desbandaban y huían. Tal fue su desesperación, que hasta pensó en tripular las naves con hombres sacados de las cárceles.
Y en este apuro, cuando veía su empresa próxima al fracaso, Martín Alonso Pinzón, el rico de Palos, el armador, que podía descansar para siempre de las penalidades del Océano, se ofreció con gallardo arranque a interesarse en la expedición y aventurar en ella parte de sus bienes, la mitad de lo que habían dado los monarcas. Él buscó y preparó buenas embarcaciones y «puso mesa», según el lenguaje de la época, para alistar marineros, ofreciéndose confianza a los que quisieran hacer el viaje y anunciando que él iría también. Esto bastaba para que acudiera la mejor gente de toda la costa y todos los preparativos se efectuasen con rapidez...
—Tenemos el relato del primer viaje escrito por el mismo Almirante, su Diario de navegación, que no puede ser más monótono. Viento favorable, buena mar, indicios de tierra, maderas que flotan, pájaros que cantan en los mástiles de las carabelas como anunciando la proximidad de costas invisibles. Pero esto era un fondo poco interesante para la figura del héroe, y muchos años después de su muerte, ciertos historiadores ganosos de dar emoción trágica a sus relatos, inventaron lo de la sublevación de las tripulaciones que, asustadas, querían retroceder, y la amenaza al Almirante de echarlo al agua si no descubría tierra en el plazo de tres días. Y Pinzón juega en todo esto el papel de un traidor cauteloso, que fomenta los miedos ridículos de una marinería acostumbrada a navegaciones más azarosas... En el relato de su viaje, el Almirante, que era de carácter receloso y muy dado a ver traiciones y asechanzas en todas partes, no dice una palabra de intentos de revuelta, y varias veces, durante la navegación, aproxima su nave a la de Martín Alonso, le llama, entablan amistosa plática desde el puente, y se envían con una cuerda la famosa carta de Toscanelli para esclarecer sus dudas.
—Colón—dijo Ojeda—era de mayores conocimientos científicos que su consocio el marino de Palos; pero reconocía en éste más pericia en el arte de navegar, en el manejo de los buques y de los hombres... Hubo, efectivamente, un plazo de tres días; pero este plazo no se lo dieron al Almirante sus marineros, sino que fue él quien se lo concedió a Pinzón, que solicitaba cambiar de rumbo. Notábase a ambos lados de los buques señales de tierra, pero el Almirante continuaba siempre en la misma dirección, creyendo estar entre las islas de Cipango, o sea en el archipiélago japonés. «Todo aquello se vería a la vuelta.» Él deseaba llegar cuanto antes a tierra firme, al Imperio de Catay, a la China, para visitar al Gran Kan, entregarle sus credenciales y hacer acopio de oro. Pero Martín Alonso, menos iluso, consideraba necesario tocar cuanto antes en alguna tierra, y don Cristóbal acabó por acceder a que cambiase de rumbo, con la condición de que si en tres días no encontraban costa volverían al primitivo...
Y apenas se sigue la ruta de Pinzón, surge la pequeña isla antillana, etapa primera del gran descubrimiento, que dura luego más de un siglo... Tal vez nadie hizo tanto por la gloria de Colón como su consocio al cambiar de rumbo. Imagínese usted si el Almirante, en su prisa de ver al Gran Kan, sigue la primera dirección y va a dar en las costas actuales de los Estados Unidos. De seguro que no vuelve, y el mundo se queda sin tener noticia de su descubrimiento.
—Sí; no vuelve—dijo Ojeda—. Es muy probable, es casi seguro. Para la pequeña expedición, que sumaba en conjunto unos noventa hombres, y no había hecho verdaderos preparativos de guerra, fue una suerte abordar en los archipiélagos paradisíacos del mar de las Antillas, con sus poblaciones mansas, tímidos rebaños humanos en los que cazaban su alimento los caníbales de las otras islas. Si los tres barquitos con su puñado de tripulantes se encuentran, al tocar tierra, con los indios feroces de la América del Norte o los belicosos aztecas de Méjico, de seguro que no vuelven... ¡y se acabó Colón!
—Sólo al final del viaje—continuó Maltrana—habla el Almirante de su compañero, con cierto encono. Al navegar por las costas de Cuba tuvieron mal tiempo, y Colón se refugió con su carabela en un abrigo de la costa, mientras el otro, marinero más atrevido y confiado en su habilidad, seguía adelante. Estuvieron separados unos días, y esto bastó para que Colón sospechase