Juan Valera

Pasarse de listo


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Conde—. No me cabe la menor duda.

      Entonces hizo un pomposo elogio de las sevillanas en general con claras alusiones a las dos que iban delante y que por tales tenía, y habló en voz mucho más alta que la que había empleado en la diatriba, a fin de que le oyesen ellas y sirviese su discurso como función de desagravios.

      Pero las damas parecían temer los encomios y no las sátiras. No bien se oyeron encomiar apretaron el paso, y aprovechando un momento de confusión y bullicio, trataron de escabullirse.

      El Conde tenía fija la vista en ellas. Siguió aquel movimiento; vió que se iban del jardín, y aprovechándose él también del bullicio, se separó de sus amigos, como si por acaso los perdiese, y tomó la misma calle de árboles por donde vió que las dos jóvenes se habían precipitado buscando la puerta del jardín.

      Ridículo le parecía que hombre tan corrido como él corriese entonces desalado en pos de dos pobres chicas. No se juzgó conde aristocrático y soberbio, sino estudiantillo novato o alférez recién salido de la escuela. Mas, a pesar de sus juiciosas reflexiones, el Conde fué en pos de aquellas mujeres, y hasta formó el propósito de hablarles en cuanto saliesen del jardín, a fin de que, en el caso de un sofión, que harto le merecía por su vulgar mala crianza, no le viesen sujetos que lo pudieran contar.

      Al salir del jardín vió el Conde a su lacayo, que iba a llamar al cochero para que se acercase con la victoria.

      —¡Ramón!—dijo el Conde—. Id a aguardarme a la puerta del Veloz-Club.

      A poco la victoria partió.

      El Conde siguió a pie a las dos mujeres.

      Dos o tres veces se acercó a ellas y quiso hablarlas. Las miró, se encaró con ellas, casi las detuvo; pero hallaba tan feo, tan plebeyo, tan de mala educación, abusar así de que iban solas dos mujeres, y perseguirlas y querer hablar con ellas, que se contuvo y no les habló.

      En medio de estas vacilaciones, las dos mujeres vieron pasar un coche vacío. Se apoderaron de él rápidamente, dieron la dirección al cochero, le pagaron adelantado y doble para que picase, y salieron como escapadas, subiendo por la calle de Alcalá y entrando luego por la del Turco.

      El Conde quiso seguirlas, pero su coche había ido a parar al Veloz, y coches de alquiler no parecían.

      Quedóse, pues, nuestro héroe parado como un bobo a la altura de la fuente de la Cibeles y burlándose de sí propio por la serie de tonterías y chiquilladas que acababa de hacer.

      ¿Quién sabe si serían algunas costurerillas, algunas profesoras de primera enseñanza que habían venido a oposiciones, o algo no menos cursi, aquellas dos que le habían hecho hacer lo que no hizo jamás ni por reinas y emperatrices?

       Índice

      El Conde de Alhedín se guardó muy bien de contar en el Veloz-Club su conato frustrado de persecución y el desdén con que le habían tratado las dos desconocidas.

      «Ya volverán a los Jardines del Buen Retiro—decía para sí—; ya las encontraré por ahí mañana o pasado. Ellas volverán. No despertemos la codicia de los amigos con desmedidas alabanzas. Dios sabe cuántos se empeñarían en la conquista, y me serían estorbo, aunque no me vencieran. Yo no estoy enamorado de ninguna de las dos. Jamás he creído en pasiones repentinas. Pero mi curiosidad es extraordinaria. Cada una por su estilo es hermosa y está llena de no aprendida elegancia. No sé por cuál decidirme, si por la rubia o por la morena. Esta misma indecisión aumenta mi deseo de volver a verlas. Lo que observe en la nueva vista me decidirá o por la una o por la otra. Verdad es que en esta predilección sólo entra por algo el tiempo. Quiero pasar mi tiempo con ambas; pero es menester empezar por hacerme querer de una. Si no fuesen hermanas, si no anduviesen juntas, bien podría yo acometer a la vez las dos conquistas; pero estando como están, conviene ir por su orden.»

      Este soliloquio, hecho y repetido de mil formas, aunque en substancia el mismo siempre, ocupó el pensamiento del Conde por espacio de dos días y dos noches.

      Hallábanle distraído sus compañeros. El se disculpaba, sin declarar el verdadero motivo de su distracción.

      Entre tanto, ni en las calles, ni en los Jardines de noche, ni en parte alguna, volvió el Conde a ver a las dos beldades, por más que las buscaba. Y eso que tenía vista de lince y siempre iba con cuidado para que si pasaban cerca de él no se le escapasen.

      El Conde se creía dotado de prodigiosa sagacidad para averiguar misterios; para conocer las calidades de las personas sólo por la pista o el rastro. Se juzgaba tan curtido y experto en lo que atañe a la sociedad humana, como los antiguos sabios solitarios del Oriente se dice que lo eran en lo que depende de la madre naturaleza. Zadig había comprendido y descrito todas las condiciones y circunstancias del caballo del Rey y de la perrita de la Reina con sólo ver sus huellas estampadas en el suelo. El Conde, en su arte, no era menos que Zadig, y daba por seguro que él sabría decir quiénes eran las dos desconocidas por el mero hecho de haberlas visto un instante; pero no quería reflexionar, no quería interrogarse sobre este punto. Otra vanidad mayor que la vanidad de ser tan experto se lo impedía. La vanidad de creerse sobrado interesante para que aquellas mujeres, que le habían visto y que habían notado su persecución, volviesen al cabo a buscarle, o arrepentidas del desvío primero, o no arrepentidas, sino siguiendo en los mismos propósitos, ya que la fuga, según el Conde, había estado muy en su lugar, so pena de haberse humillado ellas a pasar por harto fáciles y livianas, prestándose desde el primer momento a dejarse acompañar por quien no conocían ni de nombre, sólo porque habían reparado, sin duda, que era rico, titulado y tenía coche.

      El Condesito no quiso, pues, molestarse ni con el pensamiento en buscar a sus dos beldades, porque estaba casi seguro de que ellas volverían a buscarle.

      Como no volvieron ni la siguiente noche ni la noche después, el Condesito se sintió picado y hasta ofendido.

      En su fatuidad forjó aún varias hipótesis para explicarse, como involuntaria y muy a pesar de las desconocidas, su ausencia de los Jardines.

      «¿Quién sabe?—pensaba el Conde—. Quizá el marido no las deje salir. Quizá tenga la casada algún chiquillo con sarampión.»

      En fin, todo lo suponía por no suponer que por su libérrima voluntad dejaban de acudir las muchachas a una cita que, implícita, pero claramente, él, tan guapo, tan distinguido, tan ilustre, tan rico y tan seductor, les había dado para los Jardines, no pudiendo entenderse ni ponerse desde luego en relaciones con ellas por no faltar a los respetos y consideraciones sociales.

      Con tan consoladores discursos el Conde dominó a duras penas su impaciencia; acudió otras dos noches más a los Jardines, y tampoco vió a las damas.

      Ya entonces resolvió emplear su sagacidad y su actividad para buscarlas.

      «Si huyen, si se ocultan—dijo—, es porque me temen. Yo las buscaré. Yo las encontraré.»

      Justificado así el trabajo que en discurrir iba a tomarse, el Condesito discurrió lo que en resumen vamos a exponer.

      Las desconocidas eran sevillanas. No podían ser malagueñas, como presumió aquel ignorante. Confundir a una sevillana con una malagueña es un error tan craso en un galanteador andaluz, que debe saber de mujeres, como en un cazador confundir una codorniz con una tórtola. Era también evidente que una era casada; entre otras razones, porque, de ser solteras ambas, no irían solas. La casada era la morena. En esto tampoco cabía duda. Se conocía en tener más edad y en otros indicios que, juntos todos, llegaban a la más completa certidumbre. ¿Con quién estaba casada la morena? Ambas eran forasteras: recién llegadas a Madrid, ya que nadie las conocía. No era probable que hubiesen venido a Madrid a divertirse, porque entonces el marido, labrador, hacendado, mercader o algo así, de alguna población de Andalucía o de Sevilla misma, las hubiera acompañado, y él también se divertiría