Juan Valera

Pasarse de listo


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del día en que el Conde supo en el Ministerio de Hacienda quiénes eran sus desconocidas, hablaban éstas a solas en su pobre casa, mientras aguardaban a don Braulio, que estaba trabajando en la Secretaría.

      —No te entiendo, Inesita—decía doña Beatriz, sentada en una butaca enfrente de su hermana—. Que yo no rabie, nada tiene de particular. Quiero bien a mi marido; mi deber y el fin de mi vida estriban en hacerle dichoso, y así nada tengo que buscar fuera de casa. Puedo vivir encerrada entre cuatro paredes sin desesperarme. ¿Qué voy a hacer yo, a qué puedo aspirar yo fuera de aquí? Pero tú, soltera, joven y tan bonita, es un prodigio que te resignes a este retiro y aislamiento en que vivimos. Braulio es muy bueno; sería un santo si fuera mejor cristiano; pero es un hurón y tiene sus caprichos. No quiere que volvamos solas a los Jardines. Y eso que ignora la persecución de aquel Condesito. Yo deseo llevarte a los Jardines a ver si te distraes, porque me pareces melancólica; pero, ¿qué le hemos de hacer? Solas no podemos ir con licencia de Braulio, ni menos aún a escondidas. Dios me libre de oponerme a lo que él ordena. Además sería fácil que lo supiese todo. No hay, pues, más recurso que aguardar a que Braulio quiera y pueda acompañarnos. Pronto acabará su tarea extraordinaria y no tendrá que ir de noche al Ministerio. Entre tanto no irá mañana, que es domingo. Mañana nos llevará. Yo lo conseguiré. ¿Te acomoda?

      —Yo no tengo impaciencia ninguna ni afán de divertirme—respondió Inesita—. Comprendo bien que Braulio no quiera que vayamos solas. ¡Somos tan muchachas ambas!... Casi pareces tú más joven que yo. Nos exponemos a mil sustos... a que nos persigan... a que nos falten al respeto... como el libertino de la otra noche.

      —Tú exageras... el Conde de Alhedín no nos faltó al respeto. El pobre nos siguió como un tonto... tuvo sus tentaciones de hablarnos, pero al cabo no se atrevió, e hizo bien. Hubiera sido una botaratada imperdonable en persona de tantas campanillas y tan corrido. La verdad es que se entusiasmó demasiado para jactarse de tan hastiado, desdeñoso e invulnerable. Hija mía, le diste flechazo.

      —Hermana—replicó Inesita con la mayor sencillez y naturalidad—, no trates de lisonjear mi amor propio. No te creo. En todo caso fuiste tú, y no yo, quien flechó al Condesito: aunque, dejándonos de bromas, lo que debemos creer es que ni tú ni yo le flechamos. Excitamos su curiosidad por lo mismo que nadie nos conoce. Como es un vago, quiso seguirnos para pasar el tiempo. Tal vez la causa de que nos siguiese no fué para nosotras lisonjera, sino ofensiva; tal vez, al vernos solas y tan jóvenes, formó de nosotras una idea...

      —Es posible... quizá al principio nos juzgó mal; pero, no lo dudes, juicio tan aventurado y poco favorable fué pasajero. No se sigue a quien no se estima, como nos siguió el Conde. Aquellas vacilaciones, aquellos miramientos, aquella timidez en persona tan desenfadada y atrevida, nacen de respeto, y no de menosprecio. Además, un hombre de mundo, entendido como es él, no podía caer sino por un breve instante en tan absurda alucinación. Mírate en aquel espejo—y doña Beatriz señalaba uno que estaba colgado enfrente, adornando la sala—; sería menester ser un estúpido para no comprender quién eres tú; para pensar mal de ti al ver esa cara.

      Doña Beatriz dió en ella a su hermana una docena de sonoros besos, alzándose de su asiento y abrazándola.

      —¡Qué buena y qué loca eres!—dijo Inesita.

      En seguida añadió:

      —Vamos, quiero dar por cierto que el Conde nos siguió con entusiasmo; pero el entusiasmo ¿por qué había de ser yo, y no tú, quien le inspirase? ¿Crees tú que el Conde adivinó que estás casada?

      —Indudable. No pudo creer de mí otra cosa, al verme sola contigo y al tenernos por mujeres honradas.

      —Pero yo he oído decir que los libertinos persiguen más a las casadas que a las solteras—prosiguió Inesita con la terrible franqueza de su inocencia casi infantil.

      —No es regla general. Voy, sin embargo, a conceder que lo es. Todavía afirmo que no hay regla sin excepción, y que en este caso el Conde ha perseguido a la soltera.

      —¿Y por qué lo afirmas?

      —Porque lo he visto.

      —Yo no vi nada, porque no miraba.

      —Apruebo que no mirases. Ese recato, esa indiferencia tuya, picaron al Conde. Si llegas a mirarle te hubiera seguido, aunque más audaz, con menos empeño.

      —Entonces tú, que le miraste, ya que observaste tantas cosas, ¿cómo no le hiciste formar ruín concepto de ti?

      —Porque las casadas, cuando no somos muy tontas, usamos diversos estilos de mirar, y yo le miré como debía.

      Inesita abrió los ojos y la boca, como espantada, al oír que había diversos estilos de mirar.

      Doña Beatriz, sin desistir de su idea de que el candor de su hermana le daba más precio, empezó a reflexionar que, si este candor rayaba en ceguera, podía perjudicar a sus planes. Algo le pareció que convenía ya, cuando no desatar la venda, aflojarla un poquito. Era tiempo de iniciar a Inesita en los más sencillos misterios de este pícaro mundo. Movida por este pensamiento, añadió doña Beatriz:

      —Sí, hija mía, hay diversos estilos de mirar.

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