la ocasión oportuna; antes de haber pasado por ciertos trámites; antes de tener, por lo menos, ciertos indicios racionales de que será bien recibida la primera carta. Y como ni la casada ni la soltera, ni con sonrisas, ni con miradas, ni recibiendo de dulce modo indescriptible, aunque inequívoco, las miradas y las sonrisas de él, habían dado motivo a que él considerase que la una o la otra, o ambas, estaban ya, predispuestas a recibir la carta, creía una absurda temeridad escribirles: lo miraba como un acto de delirio estudiantil, como un arrebato de hortera o de mozo de café, que en un Conde tan discreto, atildado y hábil como él; que en un hombre de mundo, conocido en todos los salones de Europa, casi no tenía perdón ni disculpa.
Por lo pronto, sin embargo, no se le ocurría otra más ingeniosa manera de entrar en comunicación con las de don Braulio González.
Pero ¿a cuál de ellas escribiría? ¿A la señora o a la señorita?
Una y otra resolución estaban erizadas de gravísimos inconvenientes.
Ninguna de las dos mujeres, valiéndonos de una expresión vulgar, le había dado pie para nada. Ni le habían excitado, ni le habían animado mirándole, ni le habían sonreído, ni se habían mostrado enojadas cuando las siguió, cuando casi las detuvo, cuando descaradamente se quedó mirándolas. La más glacial indiferencia había aparecido en ambas mujeres. Habían estado tan dignas, tan severas, tan naturales, tan sin espantos o alharacas de hembra vulgar que es honrada o presume de serlo, como si hubieran sido dos duquesas o princesas que hubieran tenido el capricho de salir de noche a recorrer las calles y se hubiesen visto perseguidas, durante algunos minutos, por un lacayo mal criado y bastante vano para creerse seductor.
El Conde, a pesar de todo, quizá porque así fuese, quizá porque el amor propio le engañaba, había creído notar, en gestos imperceptibles, en el ademán, en algo que apenas se había podido ver y que apenas se podía apreciar ni evaluar sino por un entendimiento tan sutil como el suyo y tan perito en las aventuras amorosas, que la casada se le había mostrado menos indiferente y más propicia; que se adivinaba en su cara el contentamiento, la vanidad satisfecha de verse seguida por un joven tan principal y tan gallardo, y hasta que le miró una o dos veces de soslayo y con disimulo, con curiosa simpatía.
¿Escribiría, pues, a la casada? Pero ¿qué derecho tenía para ello? ¿Qué le iba a decir? ¿Y si el marido era celoso y cogía la carta? ¿No se exponía desde el principio a imposibilitar o dificultar así grandemente para lo futuro el buen éxito de su aventura?
El Conde desistió, por consiguiente, de escribir a la casada.
La soltera le parecía más bonita y más distinguida; pero estaba enojadísimo contra ella. Allí sí que no se forjaba ilusiones: allí sí que no le cabía la menor duda. Inesita no había hecho más caso de él que de un perro callejero. No acertando a explicarse aquella serenidad olímpica, aquel suave endiosamiento, que por extraña contraposición se conciliaba con la humildad y la modestia, el Conde se daba a sospechar si Inesita sería idiota; pero recordaba sus ojos, su airoso modo de andar y la expresión inteligente de su hermosa cara, y tenía que confesarse que, o él no sabía lo que eran mujeres, o Inesita era de lo más discreto que había nacido de madre.
¿Cómo, pues, escribir a Inesita? Esto era más difícil que escribir a doña Beatriz.
No incurramos aquí en la necia hipocresía de suponer, cuando se escribe una historia, que la sociedad tiene una moral muy superior a la que realmente tiene. Digamos las cosas como son.
Es singular, es poco lógico, es absurdo, pero ocurre lo siguiente. Está tan en los usos y costumbres que cualquier caballero diga su atrevido pensamiento a una mujer casada, que ésta se ofenderá rara vez. Por virtuosa que sea, se limitará a rechazar o a desengañar con dulzura al pretendiente. No se dará por ofendida, cuando en realidad le han propuesto la infracción de una ley moral, civil y religiosa, su deshonra y la de su casa, y tal vez la vileza de un hurto de bienes materiales, si llega a tener un hijo. En cambio, apenas habrá soltera, como no esté completamente perdida, que no se considere injuriada si le piden amor sin presuponer matrimonio de un modo explícito o implícito; y, en realidad, la falta a que entonces se induciría a la soltera sería mucho menor que la que se pretendía de la casada. La soltera, libre, no engañaría a su marido, no faltaría a ninguna promesa, no se expondría a dar a nadie por heredero legítimo a aquel que no debiese serlo.
Esto es exacto. No hay argumento que pueda valer en contra. Y con todo, apenas habrá seductor, por brutal, irreverente y desaforado que sea, que ose pretender a una soltera, sin proponer la buena fin: y apenas hay Tenorio, por enclenque, canijo y fehuelo que Dios o el diablo le hayan hecho, que no tiente el vado, se declare con desenfadada audacia y se atreva a pretenderlo todo de una mujer casada.
Nuestro héroe, sin meterse en filosofar sobre lo dicho, lo tenía más que sabido. Así es que, por esta consideración, aunque no atendiese a otras, hallaba más difícil escribir a Inesita que a doña Beatriz. Escribir a doña Beatriz, como casada, el uso, la práctica, la jurisprudencia establecida, lo consentía sin que pasase por injuria. Escribir a Inesita, en cambio, no podía ser sin menospreciarla y vejarla cruelmente, como el Conde no dijera o diese lugar a que se sobreentendiera que aspiraba a casarse con ella.
Ahora bien; el Conde ni estaba enamorado, ni pensaba en casarse con nadie, ni mucho menos con Inesita: sólo aspiraba a pasar el rato; pero el Conde tenía también su moral, y no había rato, por bueno que fuese, que mereciera que él se rebajase hasta mentir y engañar a una pobre chica, haciéndola creer que podría casarse con ella.
Así, pues, el Conde desistió de escribir a doña Beatriz por razones de prudencia y estrategia amatoria, y desistió de escribir a Inesita por más delicadas consideraciones. Mas no por eso desistió de conocerlas y tratarlas a las dos. Dejémosle cavilando y discurriendo el medio más atinado de lograrlo, y adelantémonos nosotros, penetrando invisibles en casa de nuestras heroínas y conociéndolas antes que el Conde.
IV
El crítico más hábil y atinado, quizá, entre cuantos hay en España me ha hecho ya dos o tres veces, al juzgar otras novelas mías, un favor y un disfavor que no creo merecer; pero si los merezco, esta vez, lejos de enmendarme, incurro más de lleno que nunca en su censura, que por otra parte me lisonjea. Supone el crítico que mis personajes todos son yo, con lo cual hace de mí un Proteo, pues harto diversos caracteres he retratado; y supone además que todos hablan, como yo en igual situación hablaría, con erudición, discretas sutilezas y espíritu filosófico impropios de su condición humilde y hasta de su sexo, ya que a menudo mis mujeres se pasan de listas.
En la presente historia, donde, según el título lo indica, los más importantes personajes, cada uno por su estilo, van a pasarse de listos, pecaré, sin poderlo remediar, contra lo que el crítico quiere. La culpa, si la hay, porque me resisto a declararme culpado, está en la elección del asunto. Ya elegido, no tengo más recurso que hacer a mis héroes, conservando a cada uno su índole, sus pasiones y su singular fisonomía, todo lo más discretos, sutiles y listos que yo sepa y pueda, porque tal ha de ser el defecto mayor de todos ellos, y sobre todos ellos, del protagonista de la historia.
Hago aquí esta declaración para que doña Beatriz, a quien pronto oirán hablar mis lectores, no los coja desprevenidos. Doña Beatriz era listísima.
No recuerdo en qué libro, tratado o epístola del Antiguo o del Nuevo Testamento, se dice que el espíritu sopla donde quiere: sentencia con la cual basta y sobra para justificar la verosimilitud de que el espíritu, ora sea divino, ora sea diabólico, hubiese soplado y penetrado en el ser de una muchacha de veintidós años, que no tenía más doña Beatriz, nacida y criada en un lugar de la provincia de Córdoba. Hay también otra sentencia macarrónica, llena de verdad, que reza de este modo: Quod natura non dat, Salamanca non proestad, de la cual puede inferirse, según buena lógica, que la madre naturaleza no ha menester de Salamanca, o dígase de hondos estudios y largo trato de mundo, para hacer muy sutiles