Juan Valera

Pasarse de listo


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sobre su innato despejo, si bien no había cursado en ninguna universidad, tenía cierto saber adquirido en la conversación frecuente de su marido don Braulio, quien gozaba fama de sujeto muy ilustrado, aunque sólo tuviese 3.000 pesetas anuales de sueldo.

      Doña Beatriz e Inesita, huérfanas de padre y madre desde la niñez, habían estado bajo la tutela y criadas en casa del cura del pueblo. No eran enteramente pobres. Tenían algunas finquillas, que venían a producir, bien administradas, unos 4.000 reales de renta para cada una. Con esto era difícil que en el pueblo, a no infundir una violenta pasión, se casase ninguna de ellas con los hidalgos o señores ricos; y como ambas eran muchachas finas, señoritas verdaderas, no era probable que se hubieran querido casar con ningún arriero palurdo o con ningún labrador rústico e ignorante.

      El padre cura receló, aunque tarde, que había educado a sus pupilas mal de puro bien, y que, de resultas de su esmerada educación, iban a quedarse para vestir imágenes. Por fortuna no sucedió así. El Administrador de Rentas, don Braulio, trató a doña Beatriz, y la halló tan bonita y discreta que se enamoró de ella. Ella pensó haber hallado en don Braulio un hombre que, aunque viejo, podía enamorar por su talento y por otras nobles prendas del alma, y enamorados, o persuadidos de que lo estaban, se casaron, después de un noviazgo corto.

      El cura tutor, que era muy anciano, murió pocos meses después de este casamiento.

      Nada absolutamente dejó a sus pupilas.

      De una hermana suya, viuda, tenía el cura un sobrino, de edad de veintiocho años, llamado Paco Ramírez. Este fué el universal heredero de su tío, consistiendo el activo de la herencia en la casa con los muebles y libros, que valdría todo 40.000 reales, y el pasivo en varias deudas, que pasaban, también en reales, de 30.000.

      Paco Ramírez era un mozo muy guapo, y tan morigerado, económico, activo y fecundo en recursos, que con 50.000 reales que su padre le había dejado en dinero, empleando en cebada y en trigo, comprando mosto barato en tiempo de vendimia, haciéndole vino potable en unas cuantas pipas que tenía, vendiéndole luego por cargas a los arrieros, y, en suma, trapicheando de otras mil maneras, si bien todas lícitas, no sólo mantenía con holgura a su madre, sino que se vestía él hasta con majeza y elegancia, al uso del pueblo, e iba, poco a poco, aumentando el capital.

      Muchas veces había pensado el cura en que su sobrino podría ser un buen marido para cualquiera de sus dos pupilas; pero, como no era un buen partido, calló el cura su pensamiento y propósito, y jamás hizo nada por realizarle.

      Paco, Beatriz e Inesita se querían como hermanos. Paco, que tenía seis años más que la mayor de ellas, y diez más que la segunda, lo cual en la primera edad parece enorme diferencia, les tenía un cariño que él calificaba de paternal. Ellas eran hijas del caballero más ilustre del pueblo, por más que hubiesen venido a tanta pobreza, y él, plebeyo, y archiplebeyo por todos cuatro costados, y con menos bienes de fortuna que las pupilas de su tío, ¿cómo había de atreverse ni siquiera a imaginar que podría casarse con ninguna de las dos?

      Así las cosas, se casó don Braulio con doña Beatriz, y a poco, como ya hemos dicho, murió el cura, que era excelente sujeto.

      Inesita, según era natural, se fue a vivir con su hermana y cuñado; los siguió a Sevilla, y después los siguió a esta alegre capital de las Españas.

      Desde que salieron del lugar dejaron encomendada a Paco la administración de los bienes que en él tenían, con la seguridad de que nadie había de administrarlos mejor. Paco, en efecto, respondió a aquella confianza. Así es que en la época en que comienza nuestra historia, cuando aparecen en el Buen Retiro nuestras dos heroínas, tenían entre ambas algo más de 8.000 reales al año, que juntos a los 12.000 mal contados de don Braulio, sumaban una taleguita anual muy corrida y larga de talle.

      Aunque hacían vida retirada, como todo está caro, y se trataban bien, y se vestían con cierto lujo para su clase, renta y sueldo se consumían completamente, y gracias si no se hallaban a veces en apuros.

      Para salir de ellos, vivir con esplendidez y elevarse a mayor posición en la jerarquía social, se presentaban dos caminos, iluminados por la esperanza, a la aguda consideración de doña Beatriz, la cual cavilaba mucho sobre estas cosas desde que había salido del lugar, ya casada.

      Doña Beatriz tenía el concepto más elevado de la inteligencia y del saber de su marido. Atribuía su poco éxito en el mundo a descuido, desprecio o desdén que don Braulio tenía de todo lo práctico, a cierta falta de estímulo que notaba en su alma, y se inclinaba a creer que si ella estimulaba y aguijoneaba el alma de su marido, apartándola de vagos ensueños y de teóricas distracciones, que a nada conducían, aun era posible que le viese de Ministro de Hacienda, o por lo menos de Director de Rentas Estancadas.

      El otro punto, que era como cimiento o piedra angular sobre la cual levantaba doña Beatriz el alcázar de sus esperanzas ambiciosas, era la hermosura, el garbo y la distinción de su hermana Inesita.

      Doña Beatriz, casada ya con un hombre a quien veneraba y quería, y a quien era deudora de haber salido del lugar, donde se ahogaba, y de espaciarse por grandes ciudades, limitaba su misión para lograr el engrandecimiento a servir como de espuela a la reacia voluntad de su marido; pero en Inesita, soltera y libre y llena de atractivos, que ella sabría completar y hacer valer con su prudencia, veía doña Beatriz un filón intacto aún, un minero riquísimo de todos los bienes, encumbramientos y prosperidades.

      Importa declarar, en honor de doña Beatriz, que al trazar en su imaginación el proceso ascendente de uno y otro plan de ventura, ora valiéndose de don Braulio, ora de Inesita, jamás se le ocurría poner en la composición de su cuadro el menor toque pecaminoso. Nada de fullerías. Doña Beatriz quería jugar limpio. Don Braulio había de ser personaje de primera magnitud sin mancharse las uñas, e Inesita había de ser condesa, marquesa, y quién sabe si duquesa, sin la menor liviandad y con todos los requisitos eclesiásticos y civiles.

      El orgullo de doña Beatriz, su decoro aristocrático, que le tenía, aunque nacida en pobres pañales, y sus creencias cristianas, vivas y fervorosas como de persona educada por un sacerdote de ejemplarísima virtud, repugnaban todo recurso que pudiera mancillar; pero su afán de elevarse y de elevar a su familia le sugería, a su ver, medios decentes y honrados por donde lograr riqueza, dignidades y distinciones, con facilidad y sin desdoro ni culpa.

      Doña Beatriz no descubría por completo sus planes y sus esperanzas a don Braulio y a Inesita. Temía asustarlos y que del susto saliesen la contradicción y la oposición. Cauta y astuta, soñaba con atraer diestramente al uno y a la otra por los caminos que ella juzgaba conducentes al término a que aspiraba, y ya comprometidos y metidos en él, y cuando fuese muy difícil volver atrás, declarar ella su propósito y mostrarles el término, si no le veían.

      Con Inesita, sobre todo, que era sobrado poética e inexperta, procedía doña Beatriz con superior cautela y disimulo.

      Desde la noche que habían ido al Buen Retiro le había hablado varias veces del gentil caballero que las había seguido, pero sin descubrir jamás todo su pensamiento.

      Doña Beatriz, por las frases que había oído al Conde de Alhedín y a sus compañeros, por el coche que había visto y por algunas noticias que después había recogido con habilidad, sabía que el Conde era soltero, muy rico, muy noble, huérfano de padre, y con una madre que no tenía más voluntad que la suya. Ahora bien; ¿qué imposibilidad habría en que el Conde se enamorase resueltamente de Inesita y se casase con ella? Más desiguales casamientos se han visto y se ven todos los días.

      Con un poco de fortuna y con la rara discreción de que doña Beatriz se juzgaba dotada, bien podría casar a Inesita con el Conde. Inesita era, como ya se ha dicho, una criatura adorable. Hasta su indiferencia, hasta su espíritu, dormido a toda ambición, podría contribuir al triunfo. Nada suele perjudicar tanto a otras muchachas, en esto de atrapar un buen casamiento, como el afán cándido y mal encubierto de atraparle.

      Así, pues, doña Beatriz dejaba dormir a su hermana y no procuraba despertar su ambición. Aquel sueño indiferente y sublime era un arma poderosa de que no convenía desprenderse. Ella,