Sebastián Lipina

Pobre cerebro


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a esos procesamientos. Eso, a su vez, se vincula con la posibilidad de experimentar y representarse nuevas experiencias que generarán nuevos cambios en los sistemas neurales de las diferentes áreas del cerebro. Un enfoque de este tipo –denominado “neuroconstructivista”– propone que la base del desarrollo cognitivo, emocional y del aprendizaje forma parte de un proceso sistémico de cambios inducidos por esos niveles en un contexto ecológico complejo que involucra interacciones sociales con especificidades culturales determinadas.

       La epigenética (o cuando el ambiente modifica la expresión del ADN)

      La epigenética hace referencia a diferentes factores y mecanismos de regulación genética que modifican la expresión del ADN, pero sin alterar la secuencia de sus bases. Los factores genéticos involucrados están determinados por el ambiente celular. Estas “marcas” no son genes, pero igualmente influyen en la genética por medio de mecanismos como la acetilación y la metilación.

      Los mecanismos epigenéticos son fenómenos estables y permiten observar cómo es la adaptación de un individuo a su ambiente sobre la base de la plasticidad de su genoma. Estas modificaciones incluyen procesos fisiológicos normales y patológicos, como varios tipos de cáncer, enfermedades cardiovasculares, neurológicas, reproductivas e inmunológicas.

      Así, la idea de que existe una ventana de oportunidad cuyo cierre coincide con el final de la poda de sinapsis no es más que una falsa representación, un mito surgido en los años noventa que sostiene que los tres primeros años de vida son un período crítico para el desarrollo humano. Esa concepción no se basa en evidencia científica: ni la psicología del desarrollo ni la neurociencia han obtenido evidencias que la sostengan. Otro de los elementos que ha contribuido a crear este mito es el hecho de que el sistema nervioso cambia de forma y estructura por la estimulación ambiental. La suma de ambos redundó en la noción errónea de que para que los niños no pierdan oportunidades de desarrollo hay que estimularlos antes de que se cierren los períodos de poda sináptica. Esto generó, en forma deliberada o no, una industria de las prácticas de crianza, programas de intervención y políticas públicas inconducentes, como la entrega de millones de CD de música de Mozart que mencionamos en el capítulo anterior (Bruer, 2000).

      A mediados del siglo XX, algunos laboratorios de investigación psicológica y neurocientífica comenzaron a estudiar, con diferentes abordajes experimentales, los cambios del desarrollo cerebral producidos por influencias ambientales en distintas especies de animales. Uno de ellos, realizado con roedores, analizó el cambio neural en diferentes niveles de organización –desde el molecular hasta el conductual– y comparó distintos aspectos de la estructura y la función cerebral en individuos expuestos a ambientes de crianza con y sin estimulación ambiental y social adecuadas. Estos trabajos demostraron cómo la presencia o ausencia de estimulación –tanto material como social– produce cambios en la cantidad, forma y funcionamiento de diferentes componentes del sistema nervioso. Así, la exposición a ambientes complejos o con falta de estimulación sensorial y social se ha asociado a diversos cambios estructurales: por ejemplo, el número y la forma de los contactos entre neuronas y células gliales, la cobertura de mielina en los axones, los vasos sanguíneos dentro del cerebro, la generación de nuevas neuronas en áreas como el hipocampo[12] y el bulbo olfatorio durante la vida, la expresión genética, la disponibilidad y el metabolismo de distintos factores tróficos y de neurotransmisores (Holtmaat y Svoboda, 2009).

      Entre los cambios de la conducta, la evidencia disponible indica con claridad que la calidad del ambiente de crianza se asocia con transformaciones en el desarrollo motor, emocional y cognitivo, tanto durante el aprendizaje de diferentes tareas como en la expresión de las competencias de autorregulación y de apego a los cuidadores. Es decir que el desarrollo y el aprendizaje se construyen y evolucionan a partir del continuo intercambio de información entre las características individuales –la constitución que surge de la identidad genética de cada individuo– y el conjunto de eventos ambientales, que incluyen el universo de insumos materiales y simbólicos que cada cultura y sociedad ofrecen.

      Algunos de estos insumos son necesarios en momentos específicos del desarrollo. Tal es el caso del ambiente afectivo y lingüístico con el que se encuentra un recién nacido; en caso de ser adecuado, le permitirá convertirse en un ser humano. Los cambios neurales que tienen lugar durante esta etapa adaptativa dependen de la plasticidad expectante de la experiencia: para que suceda, necesita la presencia de los estímulos sensoriales y sociales específicos que caracterizan a cada especie. Por ejemplo, el encuentro de los rostros entre una madre y su bebé, en el caso de los primates, o los aprendizajes que se producen de forma rápida e inevitable en determinados períodos críticos, como la descripción hecha por el etólogo Konrad Lorenz (1970) respecto de cómo las crías de aves siguen a los adultos de su especie durante las primeras etapas de su desarrollo [imprinting].

      En etapas posteriores, el sistema nervioso continúa organizándose en función de la calidad y cantidad de información y eventos materiales y simbólicos del ambiente social. Estos cambios corresponden a la plasticidad dependiente de la experiencia, que incluye todos los cambios en el sistema nervioso que dependen del tipo de experiencia individual y que, por lo tanto, varían entre los individuos de una misma especie. Es decir, una vez que un individuo es miembro de su especie, su construcción neural depende de la compleja interacción entre sus características personales, sus cuidadores y los eventos experimentados en el ambiente en el que vive.

      Como vemos, la plasticidad expectante de la experiencia representa una forma de cambio neural común a varios individuos, mientras que la que depende de la experiencia es más fluida, en la medida en que las experiencias y las oportunidades de adaptación y aprendizaje difieren de una persona a otra. Los ya mencionados procesos de generación y poda de sinapsis son dos ejemplos de mecanismos plásticos que se dan en los procesos expectantes y dependientes de la experiencia. La organización del sistema nervioso involucra, además, otros mecanismos, como los cambios moleculares en los niveles genético y celular, que intervienen en la transmisión de señales químicas y eléctricas, y la integración de esa información que da lugar a su procesamiento involucrado en la memoria y el aprendizaje.

      Para las políticas de salud, educación y desarrollo que una comunidad tiene que llevar adelante a fin de proteger el desarrollo de sus miembros, ambos tipos de cambios neurales tienen la misma importancia, aunque requieren estrategias y tiempos de acción diferentes. En los países donde se logran mayores niveles de equidad social desde antes del nacimiento, las acciones tendientes a cuidar a las familias cuando reciben nuevos integrantes suelen incluir los tiempos y recursos necesarios para que los intercambios materiales y simbólicos sean adecuados. Por el contrario, aquellos países que tienen niveles altos de desigualdad social suelen fracasar a la hora de generar una trama de protección adecuada del desarrollo infantil.

      En la actualidad, las técnicas de neuroimágenes permiten observar la estructura y función del cerebro mientras está procesando la información. La historia de estos dispositivos data de finales del siglo XIX, cuando el fisiólogo italiano Angelo Mosso comenzó a evaluar con métodos no invasivos el cambio en el flujo sanguíneo cerebral de pacientes con malformaciones craneanas mientras realizaban distintas actividades. Para ello, registraba las pulsaciones cerebrales –un fenómeno que puede observarse en forma directa en la fontanela de los recién nacidos– con un instrumento inventado por él, el “pletismógrafo”, que le permitía convertirlas en ondas cuantificables como variaciones de volumen. Mosso notó que cuando una persona realizaba tareas cognitivas –por ejemplo, cálculos matemáticos– las pulsaciones aumentaban. Esta evidencia lo llevó a inferir que la actividad cerebral suponía un incremento del flujo sanguíneo.

      Unos años más tarde, en 1918, el neurocirujano estadounidense Walter Dandy introdujo la ventriculografía, una técnica mediante la cual, luego de inyectar aire filtrado en uno o ambos ventrículos –las cavidades anatómicas por las que circula el líquido cefalorraquídeo, sustancia que cumple funciones de nutrición y protección neural–, tomaba imágenes de rayos X del sistema ventricular, procedimiento