Sebastián Lipina

Pobre cerebro


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      Las técnicas más usuales en la investigación neurocientífica contemporánea son la tomografía por emisión de positrones (PET), la resonancia magnética funcional (fMRI), la magnetoencefalografía (MEG) y la electroencefalografía/potenciales evocados (EEG/ERP). En el panel superior izquierdo, una PET capta la activación de áreas temporales y frontales durante la lectura de textos en adultos sin práctica y con práctica (adaptado de Posner y Raichle, 1994). En el panel superior derecho, imágenes de fMRI: a la izquierda, redes neurales más y menos activas durante la solución de una tarea con demandas de control inhibitorio (adaptado de Durston y otros, 2006); a la derecha, la activación de diferentes redes de acuerdo a la implementación de diferentes estrategias de aprendizaje aritmético (adaptado de Delazer y otros, 2005). En el panel inferior izquierdo, un estudio de MEG representa con color negro un área activa en personas que participaron en un entrenamiento cognitivo con demandas de memoria de trabajo (adaptado de Astle y otros, 2015). El panel inferior derecho muestra un registro de ERP, promedio de actividad electroencefalográfica frontal durante la realización de una tarea atencional en niños que participaron en un entrenamiento cognitivo (izquierda) y en niños no entrenados (derecha, tomado de Rueda y otros, 2005).

      En 1927, el psiquiatra y neurocirujano portugués António Egas Moniz desarrolló la angiografía cerebral, que permitió visualizar con gran precisión los vasos sanguíneos cerebrales tanto en personas sin trastornos como en aquellas que padecían alguna enfermedad.

      Muchos años después, a principios de los años setenta, los ingenieros electrónicos Allan Cormack –un sudafricano que además era físico– y el inglés Godfrey Hounsfield crearon la tomografía computada axial (CAT, por sus iniciales en inglés), un instrumento que les valió el Premio Nobel de Medicina en 1979 y permitió generar imágenes anatómicas mucho más detalladas del cerebro; a la vez, mejoró tanto el diagnóstico de enfermedades como la investigación en neurociencia.

      Al poco tiempo, a principios de la década de 1980, los radioisótopos –que son iones y moléculas ligadas a un átomo de metal– permitieron generar las técnicas de tomografía computarizada por emisión de fotones simples (SPECT, su sigla en inglés) y de tomografía por emisión de positrones (PET, nuevamente en inglés), que se aplicaron de inmediato al estudio del sistema nervioso. Básicamente, lo que ambas hacen es generar imágenes sobre la base de la detección y el análisis de la distribución tridimensional de un radioisótopo que se inyecta por vía endovenosa y que tiene una vida muy corta.

      Por su parte, la resonancia magnética (MRI, en inglés), desarrollada, entre otros, por el físico inglés Peter Mansfield y el químico australiano Paul Lauterbur –quienes recibieron el Premio Nobel de Medicina en 2003 por este invento–, no tardó mucho en aparecer. Durante los años ochenta, esta técnica que muestra los cambios estructurales en el cerebro –por ejemplo, en el volumen de tejido neural de una región– no asociados con la resolución de tareas específicas comenzó a utilizarse en el ámbito clínico; su refinamiento técnico y sus cualidades diagnósticas la volvieron un recurso muy usual.

      Los investigadores en neurociencia aprendieron rápidamente que los grandes cambios en el flujo sanguíneo medidos con la técnica de PET podían también ser generados por imágenes con la técnica de MRI. Poco después se creó la resonancia magnética funcional (fMRI, por sus iniciales en inglés), que desde los años noventa se transformó en la técnica dominante para generar mapas cerebrales debido a que es poco invasiva, no requiere exposición a radioisótopos y es bastante accesible. La MRI y la fMRI producen, respectivamente, imágenes de alta resolución de la localización de las estructuras cerebrales y de la activación de las redes involucradas en la ejecución de tareas específicas, y ambas ofrecen imágenes de alta resolución de las conexiones entre las diferentes redes neurales mediante el estudio de la difusión por tensión de sustancias líquidas a través de los axones.

      Todas estas técnicas necesitan instalaciones en las que pueda colocarse un resonador, que es básicamente un imán gigante que gira alrededor de la cabeza de la persona cuyo cerebro se explora. Por ende, hacen falta un espacio amplio y medidas de seguridad adecuadas para proteger a los pacientes, a los voluntarios, a los técnicos y a los investigadores, ya que suelen crear campos magnéticos considerables. Además, este tipo de estudio demanda que el paciente o voluntario esté inmovilizado y concentrado durante cierto tiempo. Por este motivo es difícil usarlos con niños. En algunos laboratorios hay maquetas que simulan los equipos para practicar los procedimientos antes de realizarlos.

      En los últimos años, se han desarrollado nuevas técnicas que –además de permitir profundizar el estudio estructural y funcional del sistema nervioso y, mediante programas informáticos, combinar la información que arrojan con la de otros instrumentos– son menos demandantes para los pacientes y voluntarios. Entre ellas, cabe mencionar la magnetoencefalografía (MEG), que produce imágenes de alta resolución del lugar y momento en que se producen las activaciones neurales a partir del análisis de campos magnéticos; la espectroscopia infrarroja (NIRS es su sigla en inglés), que genera imágenes espaciales utilizando la región infrarroja cercana del espectro electromagnético y valiéndose de pequeños dispositivos que se apoyan sobre el cráneo –lo cual facilita su utilización con niños pequeños–, y la tomografía óptica (OT, su sigla en inglés), que es una variante de la tomografía computada que produce un modelo digital del volumen del tejido neural reconstruyendo imágenes a partir de la luz que este transmite.

      Un aspecto importante es que las neuroimágenes que vemos publicadas en los trabajos científicos y en los medios de comunicación y de divulgación no son necesariamente lo que parecen. Las imágenes no son como las vemos en forma directa cuando realizamos los estudios, sino que se construyen. A pesar de su aparente realidad, los colores que indican los diferentes tipos de actividades son agregados por los investigadores a partir de múltiples análisis estadísticos y complejos procesos de toma de decisión sobre la delimitación de los umbrales de activación para una tarea.

      En realidad, las imágenes sólo son un aspecto de esa tarea, construido a partir de muchos otros elementos además de los que ellas presentan. Esto las vuelve muy útiles para evaluar ciertos elementos de la estructura o función cerebrales, pero no como explicación acabada de la totalidad de lo que allí está ocurriendo. Y esto no es un dato menor, porque cuando los investigadores y los médicos muestran sus imágenes a públicos neófitos, incluso dentro del ámbito académico, pueden inducir lo que técnicamente se denomina una “identidad ontológica” entre el área activada y su función: nuevamente, en este caso la imagen es el mapa de un territorio, y no el territorio (redes que se activan) en sí. Puede decirse que la identidad ontológica es una manera frenológica de considerar el sistema nervioso. La frenología, una teoría propuesta por Franz Joseph Gall que surgió durante el siglo XIX y tuvo su auge hasta entrado el siglo XX, sostenía que los rasgos de personalidad y las conductas sociales podían determinarse a partir de la forma del cráneo (y la cabeza) y las facciones. Estas ideas fueron dejadas de lado a principios del siglo XX por la evidencia científica que produjeron la neurociencia y la psicología, pero el uso contemporáneo de las neuroimágenes, sobre todo en los medios masivos de comunicación, suele incurrir en interpretaciones de este tipo.

      De hecho, en el estudio neurocientífico contemporáneo de la pobreza, algunos investigadores consideran que mostrar los efectos de la pobreza sobre el desarrollo infantil a políticos y funcionarios con imágenes es más convincente que hacerlo sólo con información proveniente de la conducta de las personas. En una era en la que impera la “neuromanía”,[13] las imágenes cerebrales parecen tener una trascendencia mayor que la propia de los datos que aportan y, además, se las valora más que cualquier otra información de mayor valor ecológico para la vida de los niños que viven en la pobreza, como sus dificultades para resolver problemas cotidianos y escolares que, en definitiva, es sobre lo que se diseñan las intervenciones. Las imágenes son muy útiles para construir conocimiento, pero lo son menos para generar intervenciones y prácticas de enseñanza.

      Por último, si bien la electroencefalografía (EEG) no ofrece estrictamente imágenes como las que acabamos de