Edouard Laboulaye

Paris en América


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mismos de la sociedad se hunden en esa arena movediza que llamais la democracia. ¿Qué es lo que respetais? ¿La relijion? Eh bien! que un pastor falte á su deber, que su conducta sea lijera, en el acto veinte periodistas se echarán á reir, como el indigno hijo de Noé, en vez de ocultar á todos las miradas una debilidad cuya deshonra repercute sobre la Iglesia.

      —La verguenza, dijo Truth, es para la Iglesia que patrocina la causa del culpable, no para la Iglesia que arroja de su seno á un miembro gangrenado.

      —¿Os llevais bien con la justicia? Ayer no mas, vuestro diario atacaba con cínica acritud á un juez que, en un instante de mal humor, habia maltratado á no sé que pícaro. ¿Cómo quereis que se respete al juez, si no es infalible?

      —La justicia, dijo Truth, es hecha para el acusado, y no el acusado para la justicia.

      —Que un subalterno, continué yo, salga de sus atribuciones, que por casualidad olvide la ley, que detenga por inadvertencia á un inocente: inmediatamente diez diarios aullarán contra la tirania; como perros que ladran á la luna; incendiarán el pais por la causa del último de los miserables, qué sé yo? por un mendigo, ó un ladron puesto preso sin que las formas hayan sido observadas.

      —Tendrán razon, dijo Truth; la libertad del último de los miserables atañe á todos. Desde el momento en que se violen las formas legales, desde el momento en que un ciudadano es injustamente agredido, todos están amenazados. El que no comprenda esto no sabe lo que es la libertad.

      —Pero, es que algunas veces es necesario cubrir la estátua de la ley y salvar el pais á despecho de una falsa legalidad.

      —Doctor, vos teneis una especie de inclinacion á Pilatos. El tambien no se detuvo ante una falsa legalidad, le pareció mejor condenar á un inocente que perder su puesto. Era un hombre habil; no sé por que el mundo es tan severo con él.

      —¿A dónde iriais? continué, cada vez mas irritado de la frialdad de Truth. Doce ó quince diarios, hé ahí los dueños de la opinion y de la república.

      —Quince diarios, dijo Truth asombrado: ¿qué quereis decir con eso? Tenemos trescientos; es poco para un millon seiscientas mil almas. Boston tiene cien para menos de doscientos mil habitantes, es cierto que en Boston, la ciudad puritana, se comprende la libertad y la civilizacion de otra manera que en París.

      —Trescientos diarios! esclamé, sorprendido por esta cifra formidable. ¿Entonces quién dirije y gobierna la opinion? El primer desconocido puede, sin mision alguna, erijirse en profeta y lejislador; el primer soñador puede decir lo que quiera é imponer sus opiniones á la multitud. Qué atroz despotismo!

      —Mi buen amigo, dijo Truth, bajando la voz para colocarme en un diapason menos ruidoso, no comenceis de nuevo vuestras bromas: ellas divierten á Humbug á mi me hacen daño. Allí donde todo el mundo puede hablar, no hay ni mision, ni profeta, ni primer desconocido: hay un derecho que pertenece á ciudadano, y de que todo ciudadano usa en su interés particular ó en el interés jeneral. ¿En un pueblo libre, quién se ha imajinado poder dirijir y gobernar la opinion? ¿Hay un solo Yankee que no se haga él mismo su regla de conducta, y que no escoja con conocimiento de causa su partido y su bandera? La prensa es un éco que repite las ideas de todo el mundo, y nada mas. Esos innumerables diarios no tienen sino un objeto, acumular los hechos, las noticias, las ideas, multiplicar y esparcir la luz! Mientras mas hay, cada ciudadano se encuentra en mejores circunstancias para leer, reflexionar, y juzgar por sí mismo. Poner la verdad al alcance de todos, hé ahí nuestra ambicion. El pretendido despotismo de los diarios no existe sino en vuestra imajinacion. Cuando mas seria posible allí donde un gobierno mal aconsejado y que hiciera del periodismo un monopolio contra si mismo, no sufriese sino diez ó quince hojas, obligando asi á los partidos á aliarse contra él, y cuando su naturaleza tiende á dispersarlos. Pero en América donde hay ochocientos ó novecientos diarios, donde nacen nuevos todos los dias, el número de los tiranos ha muerto la tirania.

      —Sea; es un réjimen que Aristóteles no ha previsto: una democracia de papel. En este pais bienaventurado, todo es gobierno, escepto el gobierno mismo. Vosotros los periodistas [y aqui todo el mundo es periodista], vosotros, sois mas que la Iglesia, mas que la Justicia, mas que el Estado! ¿Qué sois pues?

      —La respuesta es muy fácil, dijo Truth; somos la sociedad:

      —Pero si la sociedad, si el pueblo gobierna, ¿quién será el gobernador?

      —Doctor, respondió el periodista sonriendo, cuando andais por la calle, quién es el conducido? Por amor á una palabra, necesitais muletas? Cuando gobernais vuestras pasiones [lo que no siempre haceis], ¿quién es el gobernado? Hay una edad madura para los pueblos como para los individuos. Compadezco á la China envejeciéndose en una infancia eterna; pero nosotros cristianos, nosotros ciudadanos de un gran país, nosotros no somos un pueblo de idiotas y de privados: hace mucho tiempo que hemos salido de la tutela, y que nosotros mismos hacemos nuestros negocios. ¿Qué es esa soberania del pueblo, que hace setenta años ponemos al principio de nuestras constituciones, sino una declaracion de mayor edad?

      —Las comparaciones no prueban nada, respondí secamente; lo que es cierto respecto á un individuo, no lo es respecto á una nacion.

      —Siempre palabras, doctor. Una nacion, es una coleccion de individuos. Lo que es cierto respecto á diez, á veinte, á mil personas, es tambien cierto respecto á un millon. ¿En qué cifra comienza pues la incapacidad?

      —No, dije yo, no es cierto que una nacion sea una simple coleccion de individuos; es cosa muy distinta.

      —Es decir que el total de una adicion es cosa diferente de la suma de todas las unidades?

      —Error! esclamé fatigado de discutir con una intelijencia tan limitada. Hay aquí una diferencia que salta á la vista. ¿Para desembarazarse de los intereses particulares, cual es la palabra májica que invocan los hombres de Estado? El interés jeneral. ¿Cuando se quiere anular derechos y pretensiones que dañan al gobierno, qué se alega? Un interés superior, el interés social. La utilidad pública, es la negacion de los derechos individuales: tal es al menos la manera de raciocinar y de obrar en todo país civilizado. Si bastase escuchar el deseo de la mayoría y sumar los intereses y las voluntades, os pregunto lo que sería la política: un oficio de almacenero, un papel al alcance del primer hombre honrado que se presentára; os figurais á un César, un Richelieu, un Cromwell, un Luis XIV, escuchando la voz del campecino, ó tomando el voto de algunos millones de paisanos? ¿A qué quedarian reducidas las combinaciones, las alianzas, las guerras, las conquistas, todos esos esplendores, todos esos juegos de fortuna donde triunfan los héroes? Arrastrar una nacion á la victoria y á la gloria, imponer á la masa popular ideas que no son las suyas, hacerla servir á una ambicion y á proyectos que en nada le importan,—hé ahí la obra del jénio! Hé ahí lo que aman los pueblos: adoran á aquellos que los pisotean. Dejad esas pobres jentes entregadas á sí mismas, sembrarán sus coles, sus anales serán de dos renglones, como la moraleja de los cuentos de hadas: Vivieron mucho tiempo, fueron felices, y tuvieron muchos hijos. ¿Qué seria la historia con ese bello sistema? ¿Y de retórica qué les enseñarian á nuestros hijos?

      Yo estaba elocuente, lo sentía. Truth confundido me miraba con un aire singular.

      —Doctor, me dijo, yo no amo los sofismas: pero de todos esos juegos de injenio no hay ninguno que me sea mas odioso que las paradojas de otros tiempos, mentiras muertas hace mucho. Me hacen el efecto de una vieja cortesana que ha olvidado de hacerse enterrar, y que pasea entre la juventud disgustada, sus afeites, sus falsos cabellos y sus arrugas. Washington ha enseñado al mundo lo que es un hombre honrado gobernando á un pueblo libre; la prueba está hecha; el siglo del egoismo político ha pasado, ahora no hay lugar sinó para la abnegacion. El que esto no comprenda, el que no escuche la voz de las jeneraciones nuevas, el que no sienta que la industria, la paz y la libertad son las reinas del mundo moderno, ese no es sinó un soñador y un insensato. No es á la gloria á donde camina,—es al ridículo.

      —Acabemos de una vez, señor, esclamé levantándome, y apesar mio, llevé la mano á la empuñadura de mi espada ausente. Si hubiese