Daniel Goleman

Inteligencia ecológica


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cuando la vida era más sencilla y podíamos soslayar el impacto ecológico de nuestra actividad, nos convierte a todos en víctimas y villanos. El hecho, pues, de colocarnos en el papel de víctimas de algún malvado desencarnado –como “la ambición de la industria”, por ejemplo– no es más que una excusa para no revisar nuestro propio impacto.

      Ésa no es más que una forma de eludir la incomodidad que supone revisar el modo en que contribuimos a este ataque en toda regla al mundo natural. Pero, en esta crisis, el malvado no se oculta en el cuarto oscuro ni tampoco hay conspiración confabulando contra nosotros, porque todos estamos inmersos en sistemas de fabricación y comercialización que perpetúan nuestros problemas. A fin de cuentas, las empresas responden a los deseos de los consumidores y el mercado libre nos proporciona –al menos en teoría– lo que queremos comprar.

      Pero eso también implica que todos nosotros, en cada uno de los pasos, podemos convertirnos en agentes que vayan inclinando gradualmente la balanza en un sentido positivo hasta acabar provocando los cambios a gran escala que tan desesperadamente necesitamos.

      La inteligencia que puede salvarnos de nosotros mismos requiere de una conciencia compartida que coordine los esfuerzos realizados por compradores, empresarios y ciudadanos.

      4. LA INTELIGENCIA ECOLÓGICA

      La pequeña aldea tibetana de Sher lleva más de mil años milagrosamente colgada sobre la repisa de una montaña. Pero aunque se halla ubicada en plena meseta tibetana y su régimen pluviométrico no supera los 75 litros por metro cuadrado al año, se aprovecha cada gota siguiendo un antiguo sistema de irrigación. La temperatura anual promedio se halla cerca del punto de congelación y no es de extrañar que, desde diciembre hasta febrero, el mercurio no alcance los 10 grados centígrados bajo cero. Las ovejas de la región están cubiertas de una lana muy tupida que conserva perfectamente el calor y que los aldeanos aprovechan para tejer ropas y mantas que les permitan soportar el feroz frío invernal sin más calor que el fuego del hogar.

      Los techos de las casas deben repararse cada diez años con ramas de los sauces plantados junto a los canales de irrigación, injertando en su lugar una nueva. La vida media de esos sauces es de unos cuatrocientos años y, cuando uno muere, se planta rápidamente otro. Los desperdicios humanos se reciclan como fertilizantes para las hierbas, las verduras, los campos de cebada –empleada para fabricar la tsampa, el alimento fundamental– y los tubérculos que se almacenan para el invierno.

      Desde hace siglos, la población de Sher se ha mantenido estable en torno a las trescientas personas. Jonathan Rose, uno de los primeros planificadores y consultores ecológicos de Estados Unidos y fundador de un movimiento que alienta las alternativas verdes y sostenibles, aprende lecciones muy instructivas sobre el modo inteligente que ha permitido a los pueblos nativos sobrevivir en entornos tan peligrosos como Sher. «No hay, para mí, mejor ejemplo de sostenibilidad que éste –dice Rose–, un claro ejemplo de la capacidad de sobrevivir durante todo un milenio en el mismo ecosistema.»

      Pero es evidente que los tibetanos no son los únicos capaces de encontrar soluciones sencillas a los terribles retos que implica la supervivencia en entornos tan duros. Desde el círculo polar ártico hasta el desierto del Sahara, los pueblos nativos de todo el mundo sólo han logrado sobrevivir comprendiendo y adaptándose exquisitamente a los sistemas naturales en que se hallaban inmersos, diseñando las formas de vida que mejor se acomodaran a esos sistemas. Son tres los pila res fundamentales sobre los que se asienta la supervivencia de la pequeña aldea de Sher: la luz del sol, el agua procedente de la lluvia y la sabiduría para aprovechar adecuadamente los recursos de la naturaleza.

      La vida moderna reduce esas habilidades y esa sabiduría. A comienzos del siglo XXI, nuestra sociedad ha perdido la sensibilidad necesaria para la supervivencia de nuestra especie. Las rutinas de nuestra vida cotidiana están completamente desconectadas de sus impactos adversos sobre el mundo que nos rodea y los puntos ciegos de nuestra mente colectiva impiden que nuestra actividad cotidiana deje de contribuir a este colapso de los sistemas naturales. Por otro lado, el impacto global de la industria y del comercio se extiende a todos los rincones de nuestra especie y amenaza con explotar y contaminar el mundo natural a un ritmo que excede la capacidad de regeneración del planeta.

      La modalidad de sabiduría que, durante todos estos siglos, ha mantenido viva a esa pequeña aldea tibetana, me parece una prueba palpable de “inteligencia ecológica” que evidencia claramente una capacidad extraordinaria de adaptación a nuestro nicho ecológico. La inteligencia se refiere a la capacidad de aprender de la experiencia y de tratar adecuadamente a nuestro entorno, mientras que el término ecológico connota la comprensión de la relación existente entre los organismos y sus ecosistemas.1 La expresión “inteligencia ecológica” ilustra a la perfección la capacidad de aplicar nuestro conocimiento de los efectos de la actividad humana para hacer el menor daño posible a los ecosistemas y vivir de un modo sostenible en nuestro nicho, que, en el momento actual, abarca la totalidad del planeta.

      Las exigencias a las que hoy en día nos enfrentamos requieren de una nueva sensibilidad que nos permita reconocer la compleja y sutil red de interconexiones que vinculan la vida humana a los sistemas naturales. El despertar de esas nuevas posibilidades puede llevarnos a abrir colectivamente los ojos y modificar nuestras creencias y percepciones más básicas en un sentido que provoque cambios tanto en los mundos industrial y comercial como en nuestras acciones y en nuestra conducta individual.

      El psicólogo de Harvard Howard Gardner reinventó el modo en que pensábamos sobre el coeficiente de inteligencia, señalando, junto a la inteligencia que nos ayuda a desempeñarnos bien en la escuela, la existencia de muchas otras modalidades que nos ayudan a comportarnos mejor en la vida. En este sentido, Gardner enumeró la existencia de siete modalidades diferentes de inteligencia, que van desde las habilidades espaciales de un arquitecto hasta las aptitudes interpersonales que muestran los maestros o los líderes. En su opinión, cada una de esas inteligencias refleja un talento o capacidad única que nos ayuda a adaptarnos a los cambios a los que, en tanto que especie, nos enfrentamos y que resultan beneficiosas para nuestra vida.

      La capacidad estrictamente humana de adaptar nuestra forma de vida a casi cualquier extremo climático o geológico que la tierra nos brinda es realmente ejemplar.2 El reconocimiento de cualquier tipo de pauta, sugiere Gardner, hunde sus raíces en el acto primordial de comprensión del funcionamiento de la naturaleza, como clasificar lo que sucede en determinado agrupamiento natural. Ésos, precisamente, son los talentos desplegados por casi cualquier cultura nativa en su proceso de adaptación a su entorno concreto.

      La expresión contemporánea de inteligencia ecológica ha expandido la capacidad natural de los pueblos nativos para categorizar y reconocer pautas hasta el desarrollo de ciencias como la química, la física y la ecología (entre otras muchas), aplicando las lentes de esas disciplinas a cualquier lugar en el que operen los sistemas dinámicos, desde la escala molecular hasta la escala global. Este conocimiento del modo en que funcionan las cosas y la naturaleza incluye el reconocimiento y la comprensión de las muchas interacciones existentes entre los sistemas fabricados por el ser humano y los sistemas naturales o lo que yo denomino inteligencia ecológica. Sólo una sensibilidad omniabarcadora puede permitirnos advertir la estrecha relación existente entre nuestras acciones y sus impactos ocultos sobre el planeta, nuestra salud y los sistemas sociales.3

      La inteligencia ecológica combina todas esas habilidades cognitivas con la empatía hacia toda forma de vida. La inteligencia emocional y la inteligencia social se erigen sobre la capacidad de asumir la perspectiva de los demás, de sentir lo que sienten y de mostrarles nuestro respeto. Del mismo modo, la inteligencia ecológica extiende esta capacidad a todos los sistemas naturales, desplegando la misma empatía donde advirtamos cualquier signo de “sufrimiento” del planeta y decidiendo mejorar las cosas. Esta empatía expandida añade al análisis racional de causas y efectos la predisposición de ayudar.

      Para conectar con esa inteligencia, debemos trascender la visión que enfrenta al ser humano con la naturaleza, porque lo cierto es que vivimos inmersos en sistemas ecológicos y que, para mejor o para peor, nuestra actividad afecta la naturaleza, al