lo que actualmente calificamos como “verde” no es más que un primer paso, una estrecha franja de virtud entre decenas de miles de otras que tienen impactos manifiestamente negativos. Es muy probable que los criterios con los que hoy en día juzgamos todas estas cosas sean considerados, el día de mañana, como ejemplos flagrantes de eco-miopía.
«Son muy pocos los productos verdes que se han visto sistemáticamente evaluados para determinar en qué medida lo son –afirma Gregory Norris–. Para ello es necesario llevar a cabo un análisis del ciclo vital, lo que todavía sigue siendo muy raro. Quizá se haya llevado ya a cabo el análisis del ciclo vital de los impactos provocados por miles de productos, pero ésa no es más que una pequeña fracción de los millones de productos que se venden cotidianamente. Además, los con sumidores todavía no se han dado cuenta de la gran interrelación existente entre todos los procesos industriales»… y menos todavía, por cierto, de sus decenas de miles de consecuencias.
«El listón que utilizamos para determinar si un producto es verde o no, todavía es demasiado bajo», concluye Norris. Solemos centrarnos exclusivamente en una sola dimensión, ignorando simultáneamente la multitud de impactos adversos que tienen los artículos aparentemente más virtuosos. El análisis del ciclo vital realizado hasta el momento de una multitud de productos muy diferentes pone claramente de relieve que casi todo lo que se fabrica está asociado al menos, en algún que otro momento de la larga cadena de suministros, a toxinas medioambientales. Todas las cosas fabricadas tienen innumerables consecuencias y centrarnos exclusivamente en un determinado aspecto no cambia todas las demás.
Un editor (que, por cierto, no es el mío) quiso, en cierta ocasión, publicar el libro más “verde” posible. Con ese objetivo, buscó papel que no hubiese sido blanqueado con toneladas de cloro, sino con un método de oxigenación respetuoso con el medio ambiente y trató de compensar la energía utilizada en su producción invirtiendo en granjas eólicas de las reservas de los nativos americanos. Pero no por ello desaparecieron los problemas. «La tinta supuso –según me dijo– un gran problema. Las tintas que suelen utilizarse en la impresión de libros están compuestas por productos sintéticos tóxicos y, cuando todo ha concluido, los rodillos de las impresoras deben limpiarse, para lo cual solían utilizarse agua que acababa en el desagüe. Hoy en día, sin embargo, se intenta recuperar el excedente de tinta, lo que, cuando la tinta es hidrosoluble, resulta relativamente sencillo. Pero, en el caso de las tintas de aceite, los rodillos deben lavarse con disolventes, la mayoría de los cuales son también tóxicos. Y por más que la tinta basada en aceite de soja se haya convertido en una moda como alternativa verde, lo cierto es que sólo contiene un 8% de soja y el resto es tan nocivo como siempre. Yo traté de utilizar tinta de soja, pero para los gráficos necesitaba cuatro colores y sólo tres de ellos cumplían con ese criterio y el cuarto tenía una proporción de aceite de soja inferior al 8%. Todos esos problemas me obligaron a utilizar la única tinta de que disponía y me impidieron, en consecuencia, lograr mi objetivo.»
No existe, pues, ningún producto industrial al que podamos calificar como absolutamente verde. Lo único que tenemos son productos relativamente verdes. La red de Indra nos recuerda que, en algún punto del camino, todo proceso industrial tiene un impacto negativo sobre los sistemas naturales. Como en cierta ocasión me confesó un ecólogo industrial: «Deberíamos abandonar la expresión “respetuoso con el medio ambiente”, porque no hay productos absolutamente respetuosos, sino tan sólo relativamente respetuosos».
El concepto de “cadena de valor”, que se ocupa de determinar el valor añadido en cada uno de los diferentes pasos de la vida de un producto, desde la extracción de la materia prima hasta su fabricación y distribución, soslaya ese aspecto oculto de la industria. Pero esa noción ignora otro aspecto fundamental porque, si bien tiene en cuenta el valor añadido en cada uno de los pasos del camino, ignora el valor sustraído por sus impactos negativos. Desde la perspectiva del análisis del ciclo vital de un producto, la misma cadena puede servirnos para rastrear sus impactos ecológicos negativos cuantificando, en cada uno de los distintos eslabones, sus inconvenientes para el medio ambiente, algo a lo que bien podríamos denominar “cadena de devalor”.
Y esta información posee una gran importancia estratégica porque cada dato negativo del análisis del ciclo vital nos proporciona la oportunidad de revisar –y, en consecuencia, mejorar– el impacto ecológico global del producto. De este modo, la enumeración de las ventajas e inconvenientes de la cadena de valor de un determinado producto nos proporciona un dato muy valioso para tomar decisiones que reduzcan éstos alentando aquéllas.
Merece pues la pena, en una época en que tanto fabricantes como consumidores se encuentran cada vez más presionados a comprar productos verdes, reconocer las implicaciones de la mejora del impacto ambiental de un producto a lo largo de la cadena de suministros y de todo su ciclo vital. Verde no es un estatus, sino un proceso y, en consecuencia, no deberíamos utilizarlo como adjetivo, sino como verbo. Quizás este cambio semántico pueda ayudarnos a entender mejor lo que significa “verdear”.
3. LO QUE NO SABEMOS
Comenzaremos este capítulo con un pequeño experimento imaginario. Imagine una de esas viejas balanzas de dos platillos, como la que la figura clásica de la diosa de la justicia con los ojos vendados sostiene con una de sus manos. Coloque en uno de los platillos todos los beneficios acumulados el último mes debidos al reciclado, la compra de productos verdes y otras actividades mentalmente sanas y socialmente comprometidas en las que haya participado. Luego coloque en el otro platillo el impacto negativo que, durante el mismo período, hayan tenido, según los ecólogos industriales, sus compras y sus acciones, es decir, los kilómetros recorridos en coche, los efectos debidos a la producción, distribución y eliminación de sus provisiones, del papel impreso que haya utilizado, etc.
Esta balanza se inclina lamentablemente –aun en los casos más virtuosos– hacia el lado de las consecuencias negativas. Las conclusiones de los análisis del ciclo vital realizados hasta la fecha ponen claramente de relieve la imposibilidad, en el mercado actual, de mantener equilibrada esa balanza.
Quizás los freegan, es decir, las personas que para sobrevivir se esfuerzan en utilizar estrategias alternativas y consumir los mínimos recursos posibles, sean los únicos cuya balanza se incline francamente hacia el lado positivo. Son personas que no compran nada nuevo, personas que no utilizan el coche, personas que van caminando o en bicicleta a todas partes, personas que recurren al trueque y no tienen empacho alguno en rebuscar en la basura los alimentos que otros desechan. Pero esa austeridad ecológica extrema sólo es para unos pocos. Tal vez un camino intermedio sería más deseable, un camino que combinase el consumo responsable con estrategias de compra más orientadas a reducir el impacto ecológico. Quizás la conclusión más interesante en este sentido sea la de comprar menos, pero hacerlo de un modo más inteligente.
Como ya hemos visto en el último capítulo, cuando vamos de compras, solemos olvidarnos del impacto de nuestras compras y de nuestros hábitos. Y el problema reside básicamente en una falta de información que nos deja en la más absoluta oscuridad. Hay un viejo proverbio que dice: «Lo que ignoramos no puede dañarnos», pero lo cierto es que, en el mundo actual, las cosas son exactamente al revés, porque todo aquello que ignoramos, todo aquello que permanece fuera de foco y lejos del alcance de nuestra vista, acaba dañándonos a nosotros, a los demás y al planeta. Convendrá, pues, echar un vistazo a lo que sucede entre bambalinas para llegar a vislumbrar el coste medioambiental de la energía eléctrica, zambullirnos a nivel molecular para darnos cuenta de las sustancias contenidas en los productos que utilizamos cotidianamente que se ven absorbidas por nuestro cuerpo o liberadas a la atmósfera y rastrear la cadena de suministros hasta llegar a reconocer el coste humano de los bienes de los que disfrutamos.
Parecemos las víctimas pasivas de una ilusión colectiva creada por un mercado que hace malabarismos con nuestra percepción. Ignoramos el verdadero impacto de nuestras compras y no nos damos cuenta, en consecuencia, de lo que no sabemos. Pero ésa es, precisamente, la esencia del autoengaño.
El desconocimiento del impacto negativo de nuestras compras nos deja a expensas de un amplio abanico de peligros. Y por más espantosas que sean algunas de esas consecuencias,