Daniel Goleman

Inteligencia ecológica


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ocultas que conectan nuestra actividad con el flujo mayor de la naturaleza, reconocer nuestro impacto sobre ella y aprender a hacer las cosas mejor.

      Hoy en día nos hallamos en un impasse evolutivo, porque las formas de pensar que, en nuestro remoto pasado, guiaban nuestra inteligencia ecológica innata estaban especialmente adaptadas a las crudas realidades de la prehistoria. Esos impulsos innatos eran los que nos llevaban a escapar de los predadores, a engullir tantos azúcares y grasas como fuese posible para engordar y soportar así la siguiente hambruna y también se encargaban de que nuestro cerebro olfativo detectase las toxinas y desencadenase el reflejo de vómito que nos llevase a expulsar la comida en mal estado. Fue esa sabiduría integrada la que llevó a nuestra especie hasta el umbral de la civilización.

      El paso de los siglos, sin embargo, ha acabado embotando esas habilidades en los miles de millones de individuos que viven en el mundo tecnológico actual. Las presiones profesionales nos han obligado a hiperespecializarnos y a depender, a su vez, de otros especialistas que se ocupan de aquellas tareas que están más allá de nuestro dominio. Para que nuestra vida funcione adecuadamente, todos dependemos, por más que sobresalgamos en un determinado campo, de las habilidades de muchos expertos diferentes, como granjeros, informáticos, nutricionistas y mecánicos. Ya no podemos seguir confiando en nuestra habilidad para conectar con el mundo natural ni con la sabiduría acumulada y transmitida generación tras generación que permitió a los nativos vivir en armonía con su entorno.

      Los ecologistas afirman que los sistemas naturales operan a escalas muy diferentes. A nivel macroscópico, existen ciclos biogeoquímicos globales, como el flujo del carbón, por ejemplo, en los que los cambios en la ratio de sus elementos no sólo se miden en años, sino en siglos y hasta en eras geológicas. El ecosistema de un bosque, por ejemplo, es el resultado de una compleja y equilibrada interrelación entre plantas, animales, insectos y hasta las bacterias del suelo, cuyos genes evolucionan juntos y donde cada uno explota su propio nicho ecológico. A nivel microscópico, por último, los ciclos se miden en términos de milímetros, de micras o de segundos.

      El modo en que percibimos y comprendemos todo esto tiene una importancia fundamental. «El árbol que hace llorar de gozo a algunos no es, a los ojos de otros, más que un objeto verde que se interpone en su camino –escribió hace ya un par de siglos el poeta William. Y agregó–: Hay quienes ven la naturaleza como algo ridículo y deforme y aun hay otros que ni siquiera la ven. Pero, a los ojos del hombre con imaginación, la naturaleza es la imaginación misma. Como el hombre es, así ve.»

      Esta diferencia en nuestro modo de ver tiene, en lo que respecta a la naturaleza, grandes consecuencias. Un oso polar atrapado en un pedazo de hielo a la deriva o en un glaciar que se desvanece nos proporciona un símbolo muy poderoso de los peligros a los que nos enfrenta el calentamiento global. Pero las verdades inconvenientes no acaban ahí, sino que sólo lo hace nuestra capacidad colectiva de percibirlas. Necesitamos ampliar el rango y agudizar la resolución de nuestra percepción de la naturaleza para poder advertir el modo en que los productos químicos sintéticos afectan a las células de un sistema endocrino y afectan al lento aumento del nivel del mar.

      Si queremos protegerla adecuadamente, nuestra especie debe volver a sensibilizarse a la dinámica de la naturaleza. Carecemos de sentido y de sistema cerebral innato que nos permita advertir los innumerables modos en que la vida humana erosiona nuestro nicho planetario. Tenemos que aumentar nuestra sensibilidad para llegar a registrar las amenazas que quedan fuera de los límites del radar de alarma del sistema nervioso y aprender lo que, al respecto, debemos hacer. Ahí es, precisamente, donde entra en escena la inteligencia ecológica.

      El neocórtex, el cerebro pensante, evolucionó hasta llegar a convertirse en la herramienta de supervivencia más versátil de nuestro cerebro. En este sentido, el neocórtex puede descubrir, entender y controlar lo que ocurre en regiones inaccesibles a los circuitos integrados de nuestro cerebro. Gracias a él, podemos enterarnos de las consecuencias ocultas de nuestras acciones y lo que tenemos que hacer al respecto y cultivar, de ese modo, una capacidad adquirida que nos permita compensar la debilidad de nuestras formas innatas de percibir y de pensar.

      La inteligencia ecológica que, con tanta urgencia, necesita desarrollar la humanidad, exige que esta zona generalista de nuestro cerebro opere con módulos que anteriormente se dedicaban a la alarma, el miedo y el disgusto. La naturaleza dise ñó la corteza olfativa para movernos por un universo natural de olores que rara vez visitamos hoy en día. La red neuronal de alarma de la amígdala sólo reconoce de manera innata un reducido –y ciertamente anticuado– abanico de peligros. Y aunque esas áreas integradas no se puedan reprogramar con facilidad, si es que tal cosa es posible, nuestro neocórtex –que nos permite el aprendizaje intencional– puede compensar esos puntos ciegos naturales.

      Los olores son combinaciones de moléculas volátiles que flotan en el aire y llegan a nuestra nariz procedentes de algún objeto. Luego nuestro cerebro olfativo les asigna un valor positivo o negativo, separando los deseables de los repulsivos y la comida putrefacta del pan tierno. Pero la vida actual nos obliga a aprender que el olor de pintura fresca o el aroma distintivo de un coche recién comprado proceden de compuestos químicos volátiles fabricados por el hombre que resultan levemente tóxicos para nuestro cuerpo y deberían, en consecuencia, ser evitados. También deberíamos desarrollar un sistema de alerta que nos advirtiese del contenido en plomo de los juguetes y de los gases que no podemos ver que contaminan el aire que respiramos y de los productos químicos tóxicos indetectables que emponzoñan nuestras comidas. Pero sólo podemos llegar a “conocer” esos peligros de manera indirecta, a través de la modalidad de conocimiento proporcionada por los descubrimientos científicos. Lo que finalmente puede acabar convirtiéndose en una reacción emocional aprendida quizás comience con la comprensión intelectual.

      La inteligencia ecológica nos permite entender sistemas en toda su complejidad, así como también la relación existente entre el mundo natural y el mundo fabricado por el ser humano. Pero esa comprensión exige un conocimiento tan vasto que no cabe en ningún cerebro individual. Por ello la complejidad de la inteligencia ecológica nos obliga a tener en cuenta a los demás y a colaborar con ellos.

      Los psicólogos suelen considerar que la inteligencia se encuentra dentro del individuo, pero las capacidades ecológicas que necesitamos para sobrevivir en el mundo actual representan una forma de inteligencia colectiva que se asienta en redes amplias de personas y que sólo podemos aprender y dominar como especie. Los retos a los que hoy nos enfrentamos son demasiado diversos, sutiles y complejos como para ser entendidos y resueltos por una sola persona. Por ello su reconocimiento y solución exigen la colaboración y el esfuerzo de un número amplio y diverso de expertos, empresarios y activistas…; en suma, de todos nosotros. Necesitamos, en tanto que grupo, reconocer los peligros a los que nos enfrentamos, conocer sus causas y el modo de desactivarlas y, por otra parte, advertir las nuevas oportunidades que esas solu- ciones nos ofrecen (y la determinación colectiva de llevarlas a la práctica).

      Los antropólogos evolutivos consideran las habilidades cognitivas de esa inteligencia compartida como una capacidad distintivamente humana que desempeñó un papel fundamental para que nuestra especie pudiese superar sus primeras fases.4 La última adición al cerebro humano son los circuitos respon sables de la inteligencia social, que permitieron a los primeros seres humanos la compleja colaboración necesaria para cazar, recolectar y sobrevivir. Hoy en día necesitamos esas capacidades cognitivas compartidas para sobrevivir al nuevo conjunto de retos que amenazan nuestra supervivencia.

      La inteligencia colectiva y distribuida amplía la conciencia, ya sea entre amigos o familiares, dentro de una empresa o a lo largo de toda una cultura. Cuando una persona entiende una parte de esa compleja red de causas y efectos y transmite su conocimiento a los demás, esa comprensión acaba formando parte de la memoria grupal y puede ser utilizada por cualquier individuo que la necesite. Esa inteligencia compartida crece gracias a la contribución de individuos que también se encargan de transmitirla a todos los demás. Necesitamos pioneros, exploradores que nos adviertan de las verdades ecológicas con las que hemos perdido contacto o que acaban de descubrirse.

      Las grandes organizaciones ilustran muy bien el funcionamiento de esa inteligencia distribuida. En el caso de un hospital, los técnicos de