La naturaleza fundamentalmente compartida de la inteligencia ecológica entra en sinergia con la inteligencia social, permitiendo la coordinación armónica de nuestros esfuerzos. La capacidad de trabajar juntos de forma eficaz que evidencia un equipo estrella combina habilidades como la empatía y la capacidad de asumir la perspectiva de los demás, la sinceridad y la cooperación para establecer vínculos interpersonales que aumentan el valor de la información. La colaboración y el intercambio de información resultan vitales para acumular las comprensiones y elaborar las bases de datos ecológicos necesarias para actuar en aras del bien común.
El modo en que se mueven los enjambres de insectos sugiere otro sentido en el que puede distribuirse la inteligencia ecológica. Y es que, aunque ninguna de las hormigas individuales que componen una colonia comprende la imagen global ni dirige a las demás (la reina sólo se encarga de poner los huevos), todas ellas se atienen a reglas muy sencillas que apuntan, de modos muy distintos, a la consecución del objetivo común de la autoorganización. Así es como la inteligencia del enjambre utiliza a muchos actores que se atienen a principios muy sencillos para permitir el logro de objetivos mayores sin que, para alcanzar el objetivo grupal, sea necesario que uno de los actores individuales asuma el papel de director y dirija el esfuerzo grupal.
Las reglas a las que se atiene el enjambre podrían, en lo que se refiere a nuestros objetivos ecológicos comunes, resumirse del siguiente modo:
1 Conoce tus impactos.
2 Alienta las mejoras.
3 Comparte lo que aprendas.
La inteligencia de enjambre podría provocar una actualización continua de nuestra inteligencia ecológica. Para ello, bastaría con prestar atención a las consecuencias reales de lo que compramos y de lo que hacemos, tomar la decisión de llevar a cabo los cambios positivos necesarios y difundir nuestro conocimiento para que los demás pudieran también hacer lo mismo. Si cada uno de los miembros que integran el enjambre humano se atuviese a esas tres sencillas reglas, podríamos crear juntos una fuerza que mejorase nuestros sistemas humanos. Nadie, pues, desde esta perspectiva, debe tener un plan magistral ni comprenderlo todo. Lo único que tenemos que hacer es orientarnos hacia una mejora continua del impacto humano sobre la naturaleza.
Los signos de la emergencia de este cambio en la conciencia colectiva son ya visibles a nivel global, desde equipos de ejecutivos que se esfuerzan para que las actividades de su empresa sean más sostenibles hasta activistas que distribuyen bolsas de tela para ir a la compra que reemplacen a las de plástico. En todas partes pueden advertirse ya personas comprometidas con el establecimiento de un tipo de relación con la naturaleza que modifique nuestra tendencia a los logros a corto plazo por una relación a largo plazo más sana. En este sentido, los resultados de las investigaciones más prominentes sobre los innumerables peligros generados por la actividad humana sobre los ecosistemas de nuestro planeta, como los ligados al calentamiento global, no son más que un comienzo. Esos esfuerzos contribuyen a intensificar nuestra sensación de urgencia. Pero las cosas no acaban ahí. Necesitamos recopilar los datos detallados y sofisticados que puedan guiar nuestra acción, lo que requiere de un análisis continuo, de una disciplina decidida y de la búsqueda, en suma, de una inteligencia ecológica.
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