Jon Kabat-Zinn

La práctica de la atención plena


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crece, se reproduce y mantiene su integridad organizativa a través de un proceso denominado autopoiesis, al que algunos científicos consideran el primer eslabón rudimentario que conecta la vida con la cognición o, si lo prefieren, con el conocimiento primigenio del yo. En cualquiera de los casos, sin embargo, no existe vida sin una estructura precedente en la que aflore inconsútilmente su arquitectura molecular tridimensional. En última instancia, pues, la vida es histórica.

      En cada uno de los distintos niveles del desarrollo –desde el biológico hasta el psicológico, el social y el cultural– existe una necesidad fundamental de lo que yo suelo denominar “andamiaje”. Y es que, para adentrarnos en los dominios inexplorados de la mente, de la naturaleza y del cosmos en que nos hallamos, dependemos de las instrucciones, las líneas directrices, el contexto, la relación y el lenguaje, aunque, en ocasiones, nos desviemos del camino trillado y hollemos senderos hasta entonces inexplorados. Ese cuerpo de conocimientos ha ido desarrollándose, perfeccionándose y destilándose a lo largo de siglos y milenios por los linajes de quienes nos han precedido; linajes en el ámbito de la supervivencia a través de la caza y la recolección; linajes en el campo de la domesticación de plantas y animales salvajes; linajes en el ámbito de las ciencias, la ingeniería y la arquitectura, y linajes también en el entorno de las artes y las tradiciones meditativas. Todos esos linajes nos han legado un cuerpo diverso, rico y costosamente acumulado de conocimientos acerca de ciertos paisajes y de las habilidades necesarias para movernos adecuadamente en ellos. Ese conocimiento destilado y elaborado puede sernos de mucha utilidad pero, para ello, deberemos entender los caminos esbozados por otros, seguir sus instrucciones, hacer lo que hicieron, llegar donde llegaron y familiarizarnos, hasta cierto punto, con el territorio y los retos a los que se enfrentaron y con las soluciones a las que arribaron.

      Este legado también afecta a la práctica de la meditación. A fin de cuentas, las prácticas meditativas no llegan hasta nosotros procedentes de ningún lugar. Quienes nos precedieron, los linajes directos o ramificados de maestros que se remontan a la época del Buda e incluso antes de él nos proporcionan un mapa del que podemos servirnos para explorar y tomar las medidas oportunas. Esos mapas pueden ensanchar y enriquecer nuestra capacidad para el viaje de exploración de la mente humana y sus potencialidades que ya hemos emprendido. En este sentido, los seres humanos somos muy afortunados por disponer de ese legado y por contar con hombros tan elevados y robustos a los que encaramarnos.

      Porque si bien la práctica de la meditación puede parecer, a simple vista, muy sencilla y beneficiosa, el poder de la investigación meditativa, la necesidad de una disciplina rigurosa, el uso de la propia vida, mente y cuerpo como laboratorios para la exploración de las dimensiones más esenciales de nuestra humanidad, el poder inherente a una comunidad que, en un mundo de incertidumbre, vulnerabilidad y cambio continuo, reconocen su interconexión fundamental, es un legado al que difícilmente hubiéramos podido acceder por nosotros mismos, un legado que se asemeja a una ciencia de la mente y del corazón al que también podemos agregar nuestra propia contribución como sucede, tanto individual como colectivamente, en los demás ámbitos de la comprensión y del conocimiento.

      Tampoco debemos olvidar, obviamente, el caso del genio autodidacta. Pero hasta el mismo Mozart estudió con su padre y hasta el mismo Buda practicó las tradiciones meditativas de su época antes de llegar a establecer su propio camino e ir más allá de lo que otros le habían enseñado, agregando, según cuenta la historia, su propia contribución a lo que había recibido e inspirado por el semblante resplandeciente y sereno de un monje errante que un buen día pasó junto a él.

      Casi todos los científicos tienen mentores, es decir, personas que, en un momento u otro, les inspiraron a poner profundamente en cuestión la visión del mundo de su época y a contemplarlo de un modo nuevo y diferente. James Clerk Maxwell, que formuló las conocidas ecuaciones Maxwell del electromagnetismo –uno de los logros más colosales, por cierto, de la física del siglo XIX–, se apoyó en la obra de su predecesor Michael Faraday, con quien compartió muchas de sus intuiciones y hasta su virtuosismo matemático. Pero para llegar a su revolucionaria comprensión, que le permitió describir con cuatro originales ecuaciones la propagación de los campos electromagnéticos a través de espacio, Maxwell se sirvió de un modelo mecánico, una analogía que utilizaba engranajes para explicar la relación existente entre las fuerzas misteriosas e incorpóreas –que nunca antes se habían visualizado– de la electricidad y el magnetismo. El modelo demostró finalmente estar equivocado, pero le sirvió de trampolín o “andamio”, por así decirlo, para llegar a un punto desde el que pudo comprender la naturaleza de las fuerzas que estaba investigando. Pero, a pesar de ello, las cuatro ecuaciones a las que arribó empleando un andamio conceptual erróneo, demostraron ser completamente correctas y completas.

      Maxwell fue lo suficientemente inteligente como para no publicar su modelo mecánico que, habiendo cumplido con su propósito, dejó ya de servir. Y es que, una vez claramente formuladas las leyes de los campos electromagnéticos invisibles e intangibles, todo el tinglado conceptual que le permitió llegar hasta ahí perdió toda su importancia.

      Lo mismo podríamos decir con respecto al caso de la meditación. También aquí podemos servirnos de varios tipos de andamios, creados por nosotros mismos o legados por quienes nos precedieron para motivarnos y ayudarnos a reconocer y entender el territorio de nuestra mente y de nuestro cuerpo y la estrecha relación que mantienen con el dominio al que llamamos mundo. A partir de cierto momento, sin embargo, debemos renunciar a los andamios y al tinglado que hayamos erigido, para ir más allá de los modelos conocidos y heredados y experimentar directamente aquello a lo que apuntan las instrucciones, las palabras y los conceptos.

      Con contadísimas excepciones, el hecho de sentarse a “meditar” de vez en cuando o incluso de manera regular durante años no promueve, por sí solo, la intuición, la transformación y la liberación, aunque el mismo impulso que nos lleva a meditar sea sumamente valioso y la confianza en uno mismo resulte esencial para emprender esta aventura. Como norma general, debemos contextualizar nuestros esfuerzos, pero sin quedarnos atrapados, por ello, en las narrativas que suelen acompañar a este tipo de contextos y de marcos de referencia.

      Las narraciones sobre la meditación suelen incluir la idea de un objetivo definido de antemano, pero la meditación, por más estereotipada que pueda parecer, nos familiariza con el momento presente y con la comprensión de que ese destino ya está aquí, de que no hay “lugar” alguno al que ir y de que lo que realmente importa es el viaje. Hablando en un sentido muy real, el destino se halla siempre “aquí”, como también lo están los hallazgos de la ciencia aun antes de que los descubramos, conozcamos, describamos, verifiquemos, confirmemos y comprendamos. Miguel Ángel decía que su única actividad se limitaba a eliminar lo que sobraba de un bloque de mármol para acabar poniendo de relieve las figuras que “veía” con su ojo de artista y que, en cierto modo, se hallaban presentes desde el mismo comienzo. Pero, por más que ya estén aquí, siguen siendo inaccesibles si no llevamos a cabo el esfuerzo necesario para que acaben revelándose claramente a los dominios de nuestra mente y de nuestro corazón. Sólo están “aquí” de manera potencial y, para que se nos revelen, debemos emprender un proceso de revelación y estar dispuestos, a su vez, a vernos transmutados por él.

      Por ello, cuando emprendemos el camino de la meditación, resulta muy útil disponer de un mapa del territorio en el que estamos adentrándonos, sin olvidar, no obstante, que “el mapa no es el territorio”. El territorio de los paisajes interno y externo de la experiencia y de la mente humana parece prácticamente ilimitado. Sin un mapa que nos ayude a orientarnos en nuestra práctica meditativa podríamos dar vueltas y más vueltas en círculo durante días y hasta décadas sin llegar a desembarazarnos jamás de nuestras ideas, opiniones y deseos opresivos y sin disfrutar de un momento de claridad, paz o libertad. A falta de mapa que nos ayude a orientarnos, podríamos quedar atrapados en lo que acabamos de decir, idealizando la promesa de un resultado especial, atrapados en las ilusiones y el autoengaño de “conseguir algo”, alcanzar la lucidez, la paz o la libertad y cayendo erróneamente en la paradoja de creer en la necesidad de alcanzar algún estado especial. Es cierto que lo hay… pero también lo es que no lo hay. Éste es el motivo por el que conviene disponer de un mapa y seguir las directrices de quienes nos han precedido, aunque –como veremos más adelante con