Jon Kabat-Zinn

La práctica de la atención plena


Скачать книгу

Hablando en términos generales, no solemos prestar gran atención a la respiración, a menos que nos ahoguemos, estemos sofocados o padezcamos una alergia o un resfriado. Para descansar en la conciencia de la respiración, es preciso comenzar sintiendo la respiración y abrirle un espacio en el campo de nuestra conciencia, que cambia de continuo en función de lo que la mente, el cuerpo o el mundo nos presenten para divertirnos y distraernos. Podemos sentir nuestra respiración pero, al instante siguiente, aparece alguna otra cosa que nos hace olvidarnos de ella. En tal caso, la dirección de la atención se halla presente, pero no sucede lo mismo con su mantenimiento, de modo que tenemos que volver, una y otra vez, a la respiración y darnos también cuenta, una y otra y otra vez, de lo que nos distrae.

      Para mantener la atención en la sensación de la respiración, es necesario que nos lo permitamos, algo que requiere de un considerable esfuerzo, puesto que nuestra atención es muy frágil y va fácilmente de un lado a otro. A lo largo de los días, las semanas, los meses y los años, sin embargo, gracias a la perseverancia sabia y amable en el mantenimiento de la atención y a la insistencia en una práctica originada en la necesidad de una mayor autenticidad que intuimos posible y se halla vagamente perdida en el desarrollo de nuestra vida, llegamos a descansar más fácilmente en la conciencia del despliegue, instante tras instante, de la respiración.

      Esta atención sostenida se conoce en sánscrito como samadhi, la cualidad de una mente concentrada, una mente centrada en un punto que, aunque no sea inquebrantable, sí que permanece, al menos, relativamente estable. El samadhi se desarrolla y profundiza a través del ejercicio continuo de la capacidad de darnos cuenta de que nos hemos alejado del objeto concreto de atención (en este caso la respiración) y de volver a él una y otra y otra vez, sin juicio, reacción ni impaciencia y sosegando así nuestra agitación mental. Se trata simplemente de dirigir nuestra atención y de mantenerla y de volver, cuando nos damos cuenta de que nos hemos ido a otro lado, a dirigirla y a mantenerla una y otra vez. En este sentido, el samadhi cumple con una función semejante a los timones de un submarino o a la quilla de un velero, equilibrando y estabilizando la mente ante el oleaje y las tormentas que inexorablemente se abaten sobre ella cuando se ven alimentadas por nuestra falta de atención y nuestra adicción a su presencia y contenido. Y es que, cuando la mente se encuentra relativamente asentada y estable, los objetos que aparecen en la conciencia se tornan más vívidos y son aprehendidos con mayor claridad.

      Lo más probable es que, en los estadios iniciales, el samadhi profundo se revele como un estado posible de nuestra mente cuando asistimos a un taller –o, mejor todavía, a un retiro– estructurado de meditación, donde nos vemos provisionalmente aislados del tráfago habitual de la vida y de sus interminables preocupaciones, obligaciones y ocasiones de distracción. Experimentar de un modo sostenido el silencio externo e interno que suele acompañar a esos retiros es una buena razón para dedicar una parte de nuestra vida a su cultivo ocasional. Quizás entonces nos demos cuenta de que las olas y vientos que agitan nuestra mente no son esenciales, sino climas en los que solemos quedarnos atrapados y perdernos, pensando en la importancia del contenido, cuando lo que realmente importa es la inmensidad en la que ese contenido se despliega.

      Cuando hemos saboreado un cierto grado de concentración y estabilidad de nuestro foco atencional, resulta más sencillo adaptarse y mantenerlas en la vida cotidiana, fuera ya del marco del retiro. Pero ello, obviamente, no significa que nuestra mente permanezca continuamente tranquila y en paz, porque son muchos los estados mentales y corporales por los que transitamos a lo largo del día, unos placenteros, otros desagradables y aun otros tan neutros que pueden llegar incluso a pasar desapercibidos. Lo que más se sosiega y estabiliza es nuestra capacidad de atender, la plataforma, por así decirlo, de nuestra observación. Y el desarrollo de la capacidad de mantener la atención sin aferrarnos a ella conduce invariablemente al desarrollo de la intuición alentada y revelada por nuestra conciencia, por la misma atención plena, es decir, por la capacidad de la mente de conocer todos y cada uno de los objetos de atención en todos y cada uno de los instantes, tal y como son, más allá del mero proceso conceptual del etiquetado y de todo intento intelectual de dar sentido a las cosas.

      La atención discierne la respiración profunda cuando es profunda y la respiración superficial cuando es superficial. Conoce su vaivén y su naturaleza impersonal, del mismo modo que usted sabe que quien está respirando no es “usted”, sino que la respiración simplemente está sucediendo. La atención plena conoce la naturaleza transitoria de cada respiración, conoce todos y cada uno de los pensamientos, sentimientos, percepciones e impulsos que emergen dentro, fuera y alrededor en todas y cada una de las respiraciones. La atención plena es la capacidad de ser consciente, la cualidad esencial de la mente, una capacidad que se ve fortalecida y sostenida por el mantenimiento de la atención. La atención plena es el campo del conocimiento y, cuando ese campo se ve estabilizado por la calma y la concentración en un punto, se alienta el surgimiento del conocimiento y mejora también su cualidad.

      El conocimiento de las cosas tal como son se denomina sabiduría y se deriva de la confianza en nuestra mente original, que no es más que una conciencia estable, infinita y sin elección. Es un campo de conciencia que advierte de inmediato la emergencia, el movimiento o la desaparición de cualquier cosa que aflora dentro de su inmensidad. Como el resplandor del sol, que siempre se halla presente aunque, en ocasiones, se vea oscurecido por la presencia de alguna que otra nube, la niebla generada por los hábitos distractivos y la incesante proliferación de imágenes, pensamientos, historias y sentimientos acaba enturbiando también nuestra mente.

      El ejercicio de la orientación y el mantenimiento de la atención nos ayudan a descansar sin esfuerzo alguno, como cuando pisamos a fondo el pedal de sostenido de un piano y permitimos así que las notas sigan reverberando un rato después de haber pulsado las teclas.

      Cuanta mayor sea nuestra capacidad de descansar sin esfuerzo alguno en ese soporte, mayor será el resplandor natural de nuestra naturaleza como expresión puntual de la sabiduría y el amor infinitos que se revela a sí misma y que entonces ya no permanece oculta de los demás y, lo que todavía es más importante, de nosotros mismos.

      Quien se encuentra con alguien que está meditando se da cuenta de inmediato que ha entrado en la órbita de algo extraordinario y muy inusual, una experiencia que he tenido con cierta frecuencia como director de cursos y retiros de meditación. A veces veo centenares de personas sentadas y en silencio, sin que externamente parezca ocurrir nada y que todo se despliegue en el paisaje interno de cada uno de los presentes. A quien pasara casualmente por ahí le parecería muy extraño ver sentadas, en silencio y sin hacer nada, a cien personas reunidas en una sala, no durante un breve instante, sino durante minutos e incluso, en ocasiones, durante toda una hora. Pero, al mismo tiempo, esa persona también experimentaría una extraña sensación de presencia, y es muy posible que, si se tratara de usted, se viera obligado, aun sin tener la menor idea de lo que está ocurriendo, a detenerse, compartir el campo energético del silencio y contemplar la escena con curiosidad e interés. La sensación de atención despierta y sin esfuerzo que irradia la sentada silenciosa e inmóvil resulta evidente, como también lo es la intencionalidad que encarna ese tipo de encuentro, una situación que resulta muy atractiva y armonizadora.

      Así pues, atención e intención. Cien personas presentes, inmóviles y silenciosamente atentas, sin más intención que la de permanecer presentes es una expresión asombrosa de la bondad humana. La presencia inmóvil resulta tan clara que también podemos advertirla cuando nos hallamos en presencia de una sola persona sentada.

      En una habitación con cien personas siempre hay, en un determinado momento, unas cuantas que están distraídas o esforzándose –aunque sólo sea un instante– en estar presentes, lo que, obviamente, puede experimentarse como un gran sufrimiento que nada tiene que ver con el hecho de estar presente. Así pues, puede haber mucho movimiento interno, tanto dentro como fuera de la conciencia, especialmente en el caso de que la estabilidad de la atención se halle poco desarrollada o estemos atravesando un momento difícil, lo que suele traducirse en inquietud, movimiento, cambios de postura y hasta caídas.

      Pero quienes han desarrollado una mayor atención y concentración irradian