mismos. Uno es mucho más que la suma de sus pensamientos, ideas y opiniones, incluido lo que digan sus pensamientos acerca de quién es, de lo qué es el mundo y de las historias y explicaciones que ahora mismo nos contemos al respecto. Y, para ello, es preciso descansar en la experiencia desnuda del momento presente, es decir, descansar en las mismas cualidades que pretendemos cultivar. Todas esas cualidades dimanan de la conciencia y es precisamente a ella a donde volvemos cuando dejamos de esforzarnos de llegar a alguna parte, cuando no pretendemos tener ninguna sensación especial y cuando nos permitimos estar donde estamos y experimentar lo que estemos experimentando. La conciencia es, al mismo tiempo, el maestro, el discípulo y la lección que debemos aprender.
Cualquier estado mental es, desde el punto de vista de la conciencia, un estado meditativo. Por ello, en este sentido, la ira y la tristeza son tan interesantes y valiosas como el entusiasmo o el gozo y mucho más, por cierto, que la mente en blanco o que la mente insensata (es decir, la mente desconectada de los sentidos). Todos los estados mentales y corporales, desde la ira hasta el miedo, el terror, la tristeza, el resentimiento, el entusiasmo, el gozo, la confusión, el disgusto, el desprecio, la ansiedad, la envidia, la rabia y aun el embotamiento, la duda y la apatía son verdaderas ocasiones para conocernos mejor a nosotros mismos, siempre y cuando podamos detenernos, mirar y oír o, dicho en otras palabras, siempre y cuando volvamos a los sentidos y establezcamos contacto inmediato con lo que, en todos y cada uno de los instantes, se halle presente en nuestra conciencia. Lo curioso, por más contraintuitivo que pueda parecer, es que baste precisamente con eso y que perfectamente podemos renunciar a todo esfuerzo para que las cosas discurran de un modo especial. Tal vez entonces nos demos cuenta de que siempre está ocurriendo algo muy especial, es decir, de que la vida siempre está desplegándose, instante tras instante, como conciencia.
DOS FORMAS DE PENSAR
EN LA MEDITACIÓN
Después de haber dicho que la meditación no es una técnica ni un conjunto de técnicas, sino una forma de ser, puede ser interesante subrayar la existencia de dos modalidades aparentemente contradictorias de pensar en la meditación cuya mezcla varía según los maestros y las tradiciones. Las dos son igualmente válidas y la tensión existente entre ambas resulta tan interesante y creativa que, como el lector acabará descubriendo, en este libro recurro a ambas por igual.
Una de ellas considera la meditación como un medio, un método o una disciplina que nos permite cultivar, perfeccionar y profundizar nuestra capacidad de prestar atención y morar en la conciencia del momento presente. Lo más probable es que el ejercicio de este método –que, en realidad, incluye métodos muy diferentes– contribuya a desarrollar una atención más estable a cualquier objeto o acontecimiento, tanto interno como externo, que aflore en nuestro campo de conciencia. Esta estabilidad puede ser experimentada tanto en el cuerpo como en la mente y suele ir acompañada de una observación más sosegada y de una mayor vivacidad perceptual. De esa práctica sistemática emergen naturalmente momentos de claridad y comprensión sobre la naturaleza de las cosas, incluidos nosotros mismos. Ésta es una forma progresiva de ver la meditación, un vector que apunta a la sabiduría, la compasión y la claridad, un proceso que tiene un comienzo, un intermedio y un final, al que difícilmente podemos considerar como un proceso lineal ya que, en ocasiones, parece avanzar un paso y retroceder seis. Desde esta perspectiva, la meditación se asemeja a cualquier otra aptitud que se desarrolle a través del ejercicio y cuenta con instrucciones y enseñanzas para guiarnos a lo largo de todo el camino.
Esa forma de entender el proceso de la meditación es muy valiosa, necesaria e importante, pero –y se trata de un gran “pero”, por más que el mismo Buda se esforzase durante seis años hasta alcanzar finalmente una extraordinaria realización de libertad, claridad y comprensión– no es completa y puede transmitir una idea muy equivocada de lo que realmente es la meditación.
Del mismo modo que los resultados de los experimentos y cálculos realizados por los físicos les obligan a describir la naturaleza de la materia de dos formas complementarias (como partículas y como ondas) –aunque el lenguaje resulta bastante limitado para describir este nivel de la realidad porque, en el núcleo mismo de las cosas y, a niveles microscópicos, no deberíamos hablar tanto de cosas como de propiedades semejantes al espacio y la energía–, hay una segunda e igualmente válida forma de describir la meditación que resulta imprescindible para que el practicante pueda llegar a entender lo que es.
El otro modo de describir la meditación no es, en modo alguno, instrumental y, si la consideramos como un método, se trata del método del nométodo, de una especie de no-hacer. Desde esta perspectiva, no hay que llegar a ninguna parte, no hay nadie que practique, ningún comienzo, medio ni objetivo que alcanzar, ningún logro y nada que obtener. Bien podríamos decir que, desde este punto de vista, la meditación consiste en la realización y encarnación inmediata y en este mismo instante de quien uno ya es, más allá del tiempo, más allá del espacio y más allá también de cualquier tipo de concepto, descansando en la naturaleza misma de nuestro ser, a la que, en ocasiones, se denomina estado natural, mente original, conciencia pura, nomente o simplemente vacuidad. Uno ya es todo lo que espera obtener y, en consecuencia, no es preciso realizar esfuerzo alguno de voluntad –ni prestar atención siquiera a la respiración– y no hay nada en absoluto que obtener. Uno ya es eso y ya está aquí. “Aquí” está ya en todas partes y “ahora” es siempre. Parafraseando a Kabir diríamos que no hay tiempo, espacio, cuerpo ni mente, y que, desde esta perspectiva, la meditación carece de objetivo –es la única actividad humana (aunque, en realidad, se trata más bien de una no-actividad) que emprendemos sin ningún motivo– y que no tiene más propósito que el de ser consciente de lo que realmente es.
¿Cómo podría, por ejemplo, “llegar” a sus pies cuando, para empezar, no existe nada ajeno a usted? Ni siquiera podemos pensar en llegar a nuestros pies, porque ya estamos allí. Es la mente pensante la que esa parte del cuerpo convierte en “un pie” (es decir, en una cosa) pero, a menos que estemos separados de nuestro cuerpo, no se trata de ninguna entidad separada y que posea una existencia intrínseca. El pie es simplemente el final de la pierna en el que nos apoyamos para permanecer erguidos y caminar. Cuando pensamos en él, se trata de un pie pero, cuando estamos asentados en la conciencia, fuera, por debajo y más allá del pensamiento, es simplemente lo que es. Y usted ya está ahí o, dicho de otro modo, el pie no está, ni jamás estuvo, separado de usted. Y lo mismo podríamos decir con respecto a sus ojos, sus orejas, su nariz, su lengua y cualquier otra parte de su cuerpo. Como dijo san Francisco: «Lo que observas es lo mismo que está observando».
¿Cómo podríamos, pues, alcanzar la conciencia, el conocimiento o la mente original, cuando la mente original, parangonando a Ken Wilber, es precisamente la que ahora mismo está leyendo estas palabras? ¿Cómo podría alguien volver a sus sentidos, cuando sus sentidos ya están funcionando? Sus orejas ya oyen, sus ojos ya ven y su organismo ya siente. Sólo cuando los convertimos en conceptos los escindimos de nuestro ser, que, por su misma naturaleza, ya es total, completo, sensible y despierto.
Estas dos formas de entender la meditación son, como la naturaleza corpuscular y ondicular de la materia a nivel cuántico e inferior, complementarias y paradójicas, lo que significa que, aisladamente considerada, ninguna de ellas es completa en sí misma y que sólo son ciertas si las tenemos en cuenta al mismo tiempo.
Por ello es muy importante que, antes de emprender la práctica de la meditación y, especialmente, la práctica de la meditación de la atención plena, conozcamos y recordemos estas dos visiones. En tal caso, correremos mucho menos peligro de quedar atrapados entre los cuernos del pensamiento dualista, esforzándonos duramente en alcanzar lo que ya somos o afirmando ser ya lo que, por más que técnicamente hablando sea cierto, jamás podremos degustar ni realizar. Y no se trata tan sólo de que uno tenga la capacidad de convertirse en ello aunque, desde una perspectiva relativa, es decir, desde una perspectiva instrumental, ése ya sea el caso, sino que lo somos…, pero no lo sabemos y permanece del todo oculto aunque se halle frente a nuestras propias narices.
Ambas visiones están muy relacionadas y, cuando las mantenemos de forma simultánea –aunque, al comienzo, sólo sea de un modo exclusivamente conceptual–,