Jon Kabat-Zinn

La práctica de la atención plena


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aparece una leve sonrisa que parece suspendida el tiempo. Pero no se trata, en este caso, de la carcajada ni de la sonrisa de un sujeto sino, precisamente, de un tipo de sonrisa que expresa la ausencia de todo sujeto. Y esto es algo muy fácil de ver porque, en tal caso, la persona deja de ser un personaje y, pura y simplemente, “es”, atenta y silenciosamente, y la belleza que irradia resulta inconfundible.

      Pero tampoco es necesario ver realmente a alguien así para llegar a conocerle. Cuando estoy sentado durante cerca de una hora junto a alguien a quien estoy enseñando o en situación de retiro, rodeado de otras personas que permanecen sentadas y en silencio en una habitación, se entabla un tipo de comunicación que, en ocasiones, resulta más clara que una conversación. Y, aunque muchos puedan estar esforzándose o sintiendo dolor, su misma predisposición a permanecer abiertos les lleva a este campo de presencia, el campo de la atención plena, el campo de la iluminación silenciosa.

      Cuando los maestros de escuela pasan lista, los niños de todo el mundo responden con el equivalente en su idioma de “presente”, porque tácitamente se supone que, en tal caso, no hay la menor duda de que el niño se encuentra en el aula. Eso es, al menos, lo que piensa el niño, lo que piensan los padres y lo que también piensa el maestro pero, en realidad, lo único que está en clase es el cuerpo del niño, porque su mirada vaga más allá de la ventana viendo cosas que sólo él puede ver durante largos períodos de tiempo y, a veces, incluso durante años. En tal caso, el psiquismo del niño puede hallarse en el país de la fantasía o, si se trata de un niño fundamentalmente feliz, puede llegar a encarnarse de vez en cuando en el aula, porque tiene obligaciones kármicas más importantes. Pero el niño también puede hallarse inconscientemente sumido en una angustiosa pesadilla, acosado por los demonios de la falta de confianza, del odio hacia sí mismo o anestesiando sensaciones que no pueden expresarse en esos entornos e imposibilitan, en el caso de que su mundo interno no sea adecuadamente tenido en cuenta y respetado, la presencia y concentración necesarias para llevar a cabo sus tareas.

      Los tibetanos se refieren al Dalai Lama con el nombre de Kundun –que significa “presencia”–, un término que me parece muy adecuado porque, a su lado, uno se torna más presente. Yo he tenido la ocasión de observarle durante varios días en una habitación con un pequeño número de personas y siguiendo, obviamente con diferentes grados de interés, complejas presentaciones y conversaciones científicas, y debo decir que su pensamiento y su tono afectivo ponen claramente de relieve su continua presencia. Él atiende a la cuestión de la que se está hablando y he visto que, en su presencia, las personas que le rodean no sólo están más presentes, sino que también se tornan más abiertas y bondadosas. De vez en cuando interrumpe para aclarar algo que no entiende y entonces puede advertirse la deliberación en su rostro. En tales ocasiones, suele formular preguntas a los científicos, monjes y eruditos que le acompañan y que, en multitud de ocasiones, responden más o menos del siguiente modo: «Ésa es exactamente, Su Santidad, la pregunta que nos hicimos en este punto y de ella se derivó el siguiente experimento que llevamos a cabo». A veces parece distraído, pero ése es un error de percepción, porque lo cierto es que sigue la conversación con mucha atención. Hay ocasiones en que parece profundamente sumido en el pensamiento, ponderando una determinada cuestión y, a renglón seguido, se muestra divertido, juguetón y amable. Uno podría pensar que nació así y que el suyo es un caso muy especial, pero lo cierto es que esas cualidades son también el resultado de años de riguroso entrenamiento en la disciplina de la mente y del corazón. En este sentido, el Dalai Lama es la personificación de esa práctica, aunque él declinaría humildemente tal honor, diciendo que las cosas son mucho más sencillas, lo que también es, dicho sea de paso, muy cierto.

      Cuando, en cierta ocasión, le preguntaron por qué es una persona tan cordial, respondió: «Yo no tengo cualidades especiales. Quizás ello se deba a que he pasado toda la vida meditando, con toda la fuerza de mi mente, en el amor y la compasión». Eso es, precisamente, lo que, además de sus obligaciones del día o lugar en que se encuentre, hace cada mañana durante cuatro horas y, durante un breve período de tiempo, al finalizar el día. ¡Imagínenselo!

      No es sencillo estar presente y tal vez se trate –aunque me atrevería a sugerir que se olviden del “tal vez”– de la cuestión más difícil del mundo. Mantener la presencia es la cosa más difícil –y más importante– del mundo. Cuando uno cae en el campo de la presencia –el lugar en el que suelen vivir continuamente los niños sanos–, lo sabe de inmediato, porque se experimenta como una vuelta a casa y, estando en casa, uno puede permitirse estar, soltar, descansar en su ser, descansar en la conciencia y permanecer presente en su propia compañía.

      Kabir, el poeta extático indio del siglo XV reverenciado tanto por hindúes como por musulmanes, expresa de un modo muy claro la llamada de la presencia y lo fácilmente que se nos escapa:

      *

      Amigo, espera al Huésped mientras estés vivo. ¡Salta a la experiencia mientras estés vivo! Piensa… y piensa… mientras estés vivo, porque lo que llamas “salvación” pertenece a un tiempo anterior a la muerte.

       ¿Crees acaso que, si no rompes tus cadenas mientras estás vivo, lo hará luego tu fantasma?

      La idea de que el alma se fundirá con el éxtasis cuando tu cuerpo se pudra no es más que una fantasía.

       Lo que entonces encontrarás se halla ya ahora y, si no lo descubres ahora, acabarás arrinconado en la cuidad de los muertos. Si haces hoy el amor con lo divino, en la próxima vida tendrás el rostro del deseo satisfecho.

       ¡Zambúllete pues en la verdad, descubre quién es el Maestro y cree en el Gran Sonido!

      Esto es lo que dice Kabir: Cuando buscas al Anfitrión, es la intensidad de tu anhelo por Él la que hace todo el trabajo. Mírame y verás a un esclavo de esa intensidad.

      KABIR

      DE AMOR

      Externamente considerada, la meditación parece aparcar el cuerpo en una quietud que suspende toda actividad e impide que nos entreguemos al flujo del movimiento. En cualquier caso, constituye una representación clara de la atención sabia, un gesto interno que se origina en el silencio y expresa el cambio desde el hacer hasta el ser. Y por más que, al comienzo, pueda parecer artificial, no tardamos en descubrir que, en última instancia, se trata de un acto de amor puro por la vida que se despliega tanto dentro como fuera de nosotros.

      Pero, para ello, debemos ser más sencillos y, en consecuencia, lo más difícil, al comienzo, consiste en desembarazarnos lo suficiente de nosotros como para poder degustar la sensación de no-hacer, de descansar en el ser, de permanecer completamente despiertos y sin hacer nada en especial. Ésa es en concreto la razón por la que existen tantos métodos, técnicas, orientaciones e instrucciones diferentes de meditación (a las que en ocasiones me refiero, por cierto, con la expresión “andamios”). El lector puede pensar en estos métodos como medios hábiles a los que apelamos deliberadamente para volver de la miríada de lugares en los que podemos quedarnos atrapados, deslumbrados o confundidos y regresar a un silencio profundo y abierto, a lo que podríamos llamar nuestro despertar original, que nunca ha dejado realmente de estar y que, como el sol, siempre resplandece y, como el agua, siempre está quieta en las profundidades.

      Siento