El que ve y el que oye, sin adornos de ningún tipo, es la mente original, la mente original despojada de todo concepto, incluido el concepto de “mente original”. Eso ya está aquí, ya está presente y, ciertamente, resulta imposible de perder.
¿Quién es, pues, el que está viendo, cuando usted ve el bastón? ¿Quién está escuchando cuando usted escucha el sonido del bastón al caer? En el momento inicial de la percepción, antes de que el pensamiento se ponga en marcha y la mente segregue pensamientos tales como «¿Qué significará esto?», «Por supuesto que veo el bastón», «Eso es un bastón», «Creo que es la primera vez que veo un bastón así», «Me pregunto de dónde lo habrá sacado», «Seguramente será un bastón coreano», «Me gustaría tener un bastón como ése», «¿Será el único que tiene un bastón así?», «¡Qué genial!», «¡Vaya!», «¡Qué interesante parece la meditación!», «Yo también podría hacer eso», «¿Qué tal me quedaría a mí esa ropa?», etc.
O, en el caso de que escuche el sonido de un fuerte golpe, «Vaya forma más curiosa de iniciar una conversación», «Por supuesto que he escuchado el ruido» «¿Acaso cree que somos sordos?», «¿Ha caído realmente sobre la mesa?», «Seguro que habrá dejado una muesca en la mesa», «¡Vaya golpe!», «¿Cómo puede hacer eso?», «¿No sabe que la mesa debe pertenecer a alguien?», «¿Acaso no le importa?», «¡Qué persona tan extraña!».
De todo eso precisamente se trataba.
–¿Ve? Casi nunca vemos así.
–¿Oye? Casi nunca oímos así.
Los pensamientos, las interpretaciones y las emociones se ponen tan rápidamente en marcha después de cualquier experiencia –y, cuando hay expectativas, antes incluso de que se origine la experiencia– que apenas podemos decir que estábamos realmente “ahí” en el momento original de la percepción, en el momento original de la audición porque, si lo hubiéramos estado, se hallaría “aquí” y no “ahí”.
En realidad, nosotros no vemos el bastón ni escuchamos el golpe, sino tan sólo nuestros conceptos. Nosotros evaluamos, enjuiciamos, divagamos, establecemos categorías y reaccionamos emocionalmente tan deprisa que solemos perdermos el momento de la percepción pura, el momento de la audición pura. En ese momento, al menos, podemos decir que hemos perdido nuestra mente y que nos hemos desconectado de nuestros sentidos.
Obviamente, durante esos momentos de inconsciencia, tendemos a perdernos y a sumirnos durante largos períodos de tiempo, sin darnos siquiera cuenta de ello, en pautas automáticas de pensamiento y sentimiento.
Así pues, cuando Soen Sa Nim nos preguntaba «¿Ven ustedes esto?» o «¿Escuchan ustedes esto?», la suya no era una pregunta tan trivial como, a primera vista, pudiera parecer. En realidad, estaba invitándonos a despertar del sueño del ensimismamiento y de la incesante cháchara que nos aleja de lo que realmente está ocurriendo en esos momentos a los que llamamos nuestra vida.
ULISES
Y EL VIDENTE CIEGO
A veces, para tratar de que alguien despierte a las cosas tal cual son, decimos «¡Sé sensato!» pero, como es fácil de advertir, nadie –incluidos nosotros mismos– se torna mágicamente sensato por el simple hecho de que alguien se lo pida. De hecho, hay veces en que toda su orientación –hacia sí mismos, hacia las situaciones o hacia los demás– requiere de un cambio radical. Pero ¿cómo llevar a cabo ese cambio? Hay veces en que, para despertar, necesitamos experimentar una crisis…, si tal crisis no acaba antes con nosotros.
Hay ocasiones en las que, para indicar que alguien está desconectado de la realidad, decimos: «Es un insensato», pero lo cierto es que, en la mayor parte de los casos, no resulta nada sencillo recuperar el contacto perdido. ¿Qué debería hacer uno cuando ha llegado tan lejos? ¿Qué debería hacer una sociedad o incluso un mundo que se hubiera alejado tanto de los sentidos que cada uno centrase su atención en un aspecto diferente del elefante, pero nadie aprehendiese la totalidad? En tal caso, lo que anteriormente considerábamos un elefante se metamorfosea y se convierte en una especie de monstruo que escapa de nuestro control hasta el punto de que somos incapaces de percibir y nombrar lo que es, como ciudadanos-espectadores que nos hubiésemos adentrado en el territorio de un emperador engañado con el “traje nuevo” invisible que acaban de confeccionarle.
Lo cierto es que, sin la necesaria práctica, resulta muy difícil volver a los sentidos, y por eso estamos, hablando en términos generales, muy poco entrenados. Nosotros no estamos muy familiarizados con los sentidos, no estamos muy familiarizados con aquellos aspectos del cuerpo y de la mente que participan, dependen o se ven conformados por los sentidos. Dicho en otras palabras, nuestra percepción y nuestra conciencia, tanto interior como exterior, se hallan completamente distorsionadas, y el modo más adecuado de corregir esa distorsión consiste en ejercitar una y otra vez nuestras facultades y nuestra atención. Tengamos en cuenta que lo que se fortalece, robustece y flexibiliza a través de ese tipo de entrenamiento –con frecuencia, todo hay que decirlo, con gran resistencia por nuestra parte– es mucho más interesante que un bíceps.
Nuestros sentidos –incluyendo, obviamente, nuestra mente– nos engañan la mayor parte del tiempo a causa de los hábitos y del hecho de que no son pasivos, sino que requieren de una evaluación y una interpretación activa y coherente en la que participan diferentes regiones cerebrales. Vemos, pero apenas si nos damos cuenta de que lo que vemos depende de la relación que se establece entre nuestra capacidad de ver y lo que tenemos delante. Creemos que lo que pensamos está simplemente frente a nosotros, pero ignoramos que, en realidad, nuestra experiencia se ve seleccionada por los numerosos filtros impuestos por constructos inconscientes de pensamiento y por el modo misterioso en que parecemos estar vivos en el mundo que registramos a través de los ojos.
No cabe duda, pues, de que vemos ciertas cosas, pero que también, al mismo tiempo, quizás no vemos las más importantes. Nuestra forma de mirar es automática y está sujeta a los hábitos, lo que significa que nuestra mirada es limitada y que, en ocasiones, no vemos ni olemos siquiera lo que se halla ante nuestras propias narices. Vemos, por así decirlo, con el piloto automático, dando por sentado el milagro de la percepción que acaba convirtiéndose en parte del sustrato inadvertido con el que nos ocupamos de nuestras cosas.
Podemos tener hijos y pasar años sin verlos siquiera, porque lo único que “vemos” son las ideas, “teñidas” por nuestras expectativas y nuestros miedos que, al respecto, tenemos. Y lo mismo podríamos decir con todas y cada una de nuestras relaciones. Vivimos sumidos en el mundo natural, pero, la mayor parte de las veces, no nos damos cuenta de ello, pasamos por alto la milagrosa refracción de la luz del sol en la gota de agua que se halla depositada sobre una hoja y hasta soslayamos los distorsionados reflejos que nos proporcionan los parabrisas y las ventanas. Y tampoco nos damos cuenta, hablando en términos generales, de que los demás, incluido el mundo natural que forma parte del paisaje que nos rodea –algo que conoceríamos mucho mejor si pasáramos una noche en mitad del bosque–, también nos ven y tienen de nosotros una visión que puede ser muy diferente de la que nosotros mismos tenemos.
Quizás la ceguera dominante y endémica que aqueja a los seres humanos sea una de las razones por las que Homero, en los mismos albores de la civilización occidental –hacia la mitad de su relato oral de la Odisea (en torno a -800 aC)–, llevó a Ulises a buscar a Tiresias hasta el borde del Hades para conocer su destino y lo que debía hacer para regresar a su hogar. Porque Tiresias era un vidente ciego y todos sabemos que, cuando aparece en escena un “vidente ciego”, las cosas van a ponerse más interesantes y verdaderas. Con todo ello, Homero parece estar diciéndonos que la verdadera visión trasciende la mera visión física. De hecho, la vista puede llegar a convertirse, en este sentido, en un impedimento para encontrar nuestro auténtico camino. Debemos aprender a ver más allá de nuestra ceguera habitual y caracteriológica, producto, en el caso de Ulises, de su arrogancia y de su astucia, que eran, simultáneamente, su fortaleza y su perdición y, en consecuencia, un regalo incomparable para tener en cuenta y del que aprender.1