de nuestro corazón y nos vemos misteriosamente impelidos hacia situaciones en las que no querríamos estar, empujados hacia lugares que habíamos visitado siendo niños, hacia un bosque, un retiro de meditación, un libro, una clase o una conversación que posibilitan la manifestación de algún aspecto ignorado de nosotros mismos y permiten un reconocimiento que pone fin a los anhelos insaciables de nuestro corazón.
El universo de la atención plena nos abre a dimensiones de nuestro ser que pueden llevar mucho tiempo reprimidas, desatendidas o ignoradas. Como luego veremos, la atención plena puede influir muy poderosamente en el desarrollo de nuestra vida y, por ese mismo motivo, afectar también al mundo –que incluye a la familia, el trabajo, la sociedad, el modo en que nos vemos a nosotros mismos como personas, lo que yo llamo “el cuerpo político” y hasta el cuerpo del mundo (formado por todos nosotros)– en el que estamos inmersos. Y todo ello es posible gracias a que la práctica de la atención plena moviliza la estrecha y profunda relación existente entre interior y exterior y entre ser y hacer.
Todos estamos inconsútilmente unidos en la trama de la vida y en la urdimbre de lo que podríamos llamar mente, una esencia invisible e intangible que posibilita la sensibilidad, la conciencia y el conocimiento necesarios para transformar la ignorancia en sabiduría y la discrepancia en resolución y concordia. La conciencia nos ofrece un refugio seguro para recuperarnos y descansar, un refugio que no se halla en un futuro imaginario en el que las cosas supuestamente serán “mejores”, estarán bajo nuestro control o habremos “mejorado”, sino en un presente tranquilo, gozoso, creativo, armonioso y dinámico. Por más extraño que pueda parecernos, la atención plena nos permite degustar y encarnar, en todos y cada uno de los instantes de nuestra vida, lo que más profundamente deseamos, lo que más se nos escapa y que, de forma paradójica, más cerca se halla de nosotros, la estabilidad, la paz mental y todo lo que las acompaña.
La paz no es, desde una perspectiva microcósmica, ajena a este instante, mientras que, desde un punto de vista macrocósmico, es algo a lo que, de un modo u otro, todos aspiramos, especialmente cuando va acompañada de la justicia y del reconocimiento de nuestra humanidad y de nuestros derechos fundamentales. La paz es algo que podemos generar si aprendemos a despertar un poco más como individuos y mucho más como especie, si aprendemos a ser lo que ya somos y a morar en el potencial esencial que nos corresponde a todos los seres humanos. Como dijo en cierta ocasión Thich Nhat Hanh, el maestro zen vietnamita de la atención plena y activista de la paz: «No hay ningún camino que conduzca hasta la paz, la paz es el camino». Y es que, en un sentido muy profundo, el paisaje externo del mundo y el paisaje interno del corazón son no-dos.
El mejor modo de cultivar la atención plena, a la que podríamos considerar como una conciencia abierta y sin juicio instante tras instante, no consiste tanto en pensar como en meditar, y encuentra su mejor expresión en la tradición budista, que la considera la esencia de la meditación. Por ello he decidido salpicar este libro con alguna que otra referencia al budismo y a su relación con la práctica de la atención plena. Y lo hago con la intención de facilitar la comprensión y de beneficiarnos de lo que esta extraordinaria tradición, que se remonta a unos dos mil quinientos años atrás, puede proporcionarnos en este momento histórico concreto.
Desde mi punto de vista, sin embargo, no es el budismo lo que ahora nos importa. Bien podríamos considerar al Buda como un genio de su época, un gran científico, una figura tan descollante, al menos, como Darwin o Einstein, que sólo disponía de la herramienta de su mente para investigar la naturaleza del nacimiento y de la muerte y la aparente inevitabilidad del sufrimiento. Para llevar a cabo su investigación, el Buda tuvo que empezar entendiendo, desarrollando, perfeccionando y aprendiendo a calibrar su instrumento (es decir, su mente), igual que los científicos de laboratorio se ven hoy en día obligados a comprender, desarrollar, perfeccionar y calibrar los instrumentos empleados por la ciencia para expandir sus sentidos –gigantescos telescopios ópticos o radiotelescopios, microscopios electrónicos o escáneres TEP (tomografía de emisión de positrones)– y adentrarse luego en la exploración de la naturaleza del universo y del inmenso conjunto de fenómenos interconectados que se despliegan en su interior, ya sea en el dominio de la física y de los fenómenos físicos, como en el de la química, la biología, la psicología o cualquier otro campo de investigación.
Para afrontar este reto, el Buda y sus seguidores llevaron a cabo una investigación profunda sobre la naturaleza de la mente y de la vida y sus esfuerzos de autoobservación les condujeron a descubrimientos muy interesantes que les permitieron esbozar el mapa de un territorio por esencia humano que, independientemente del contenido concreto de nuestros pensamientos, de nuestras creencias y de nuestras culturas, todos compartimos. Los métodos que utilizó y los descubrimientos a los que condujo su investigación son universales y no tienen que ver con “ismos”, ideologías, religiones ni sistemas de creencias. En este sentido, se asemejan a los descubrimientos realizados por la ciencia y la medicina, marcos de referencia que, como desde sus mismos inicios sugirió el Buda a sus seguidores, pueden ser corroborados por cualquier ser humano.
La gente suele creer que alguien como yo, que practica y enseña la atención plena, debe ser budista. Pero lo cierto es que, aunque hubo un período en mi vida en que me consideraba budista, practiqué –y sigo practicando– el budismo y respeto y considero muy positivamente las distintas tradiciones y prácticas budistas, cuando me lo preguntan, suelo responder que no soy budista y que no me he convertido al budismo, sino que soy un estudiante y un devoto de la meditación budista, porque sé por experiencia propia que sus enseñanzas y prácticas son muy profundas, reveladoras y curativas y son de aplicación universal. Esto es lo que he descubierto durante los últimos cuarenta años tanto en mi propia vida como en la de las muchas personas con las que he tenido el privilegio de trabajar y practicar. Y lo cierto es que sigo estando profundamente conmovido e inspirado por los maestros y los no maestros, tanto orientales como occidentales, cuya vida encarna la sabiduría y la compasión que caracteriza a esas enseñanzas y a esas prácticas.
La práctica de la atención plena es, en mi opinión, una aventura amorosa con la esencia de la vida, una aventura con lo que es, con lo que podríamos llamar “la verdad” y que, para mí, incluye la belleza, lo desconocido y lo posible, las cosas tal cual son, simultáneamente presentes aquí y ahora (puesto que todo está ya aquí) y también en todas partes (porque todo está también ya ahí). Como ya hemos dicho y repetiremos muchas más, la atención plena también siempre se halla presente porque, en última instancia, no hay otro tiempo más que éste.
Aquí, ahora, siempre y en todas partes disponemos del espacio suficiente para comenzar a trabajar, en el caso de que estemos dispuestos a arremangarnos y emprender el trabajo de lo atemporal, el trabajo de no-hacer, el trabajo de encarnarse conscientemente en su vida tal y como se despliega instante tras instante. Se trata, ciertamente, de una empresa que, pese a hallarse más allá del tiempo, requiere de toda una vida.
No existe cultura ni forma de arte que posea el monopolio de la verdad o de la belleza, ya sea con mayúsculas o con minúsculas. Por ello, en la investigación que estamos a punto de emprender, me ha parecido útil e ilustrativo servirnos, tanto en las siguientes páginas como en nuestra vida, de la obra de poetas muy diversos, esas personas tan especiales que han dedicado su vida al lenguaje que unifica la mente y el corazón. Porque el hecho es que los grandes poetas –como los grandes yoguis y maestros de las tradiciones meditativas– han investigado en profundidad la mente y las palabras y la realización íntima que existe entre el paisaje interno y el paisaje externo. No es casual que las tradiciones meditativas expresen poéticamente sus visiones y sus comprensiones porque, a fin de cuentas, los yoguis y los poetas son los exploradores intrépidos de lo que es y los custodios explícitos de lo que puede ser.
Como sucede con todo arte verdadero, las lentes que nos han legado los grandes poetas no sólo aumentan nuestra visión sino, lo que todavía es más importante, nuestra capacidad de experimentar la intensidad y relevancia de nuestra situación, de nuestro psiquismo y de nuestra vida. Por ello nos ayudan a comprender dónde debemos aplicar la práctica de la meditación para abrirnos y atisbar lo que podemos llegar a sentir y saber. La poesía brota por igual en todas las culturas y tradiciones del planeta hasta el punto de que bien podríamos decir que los poetas son –y siempre han sido–los custodios de la conciencia