para la víctima. Iniciar una guerra para resolver problemas que podrían solucionarse de maneras más creativas nos impide advertir que la guerra y la violencia son los síntomas de una enfermedad inmunológica que sólo parece aquejar –tanto individual como colectivamente– a la especie humana. Pero ello también nos impide advertir la existencia de alternativas para recuperar el equilibrio y la armonía, sobre todo cuando éstos se ven distorsionados por fuerzas muy reales, peligrosas y, en ocasiones, virulentas que de forma inadvertida podemos estar contribuyendo a expandir, por más que conscientemente insistamos en aborrecer, resistir o combatir.
“Ganar” una guerra es hoy en día algo muy diferente a consolidar la paz durante el período que sigue a una guerra. Y es que, para ello, es necesario poner en marcha una modalidad de pensamiento, conciencia y planificación que sólo puede derivarse de un mayor autoconocimiento y de una comprensión más lúcida de “otros” que poseen su propia cultura, sus propias costumbres y sus propios valores y, por más difícil que nos resulte de creer, pueden llegar a tener incluso sistemas de valores completamente diferentes a los nuestros que les lleve a interpretar de distinta manera los mismos acontecimientos. Eso es, precisamente, lo que puso de manifiesto el genio y la sabiduría compasiva del plan Marshall que siguió a la Segunda Guerra Mundial.
Debemos, pues, reconocer la relatividad de la percepción y de las motivaciones que, simultáneamente, configuran y se derivan de esas percepciones, una especie de círculo vicioso que nos impide a una visión más amplia y quizás más exacta. Tal vez haya llegado ya el momento, dado el estado actual del mundo, de establecer contacto con una dimensión más profunda de la inteligencia que todos compartimos y subyace bajo nuestras diferentes formas de percibir y conocer. No sería nada inteligente, en este sentido, centrar exclusivamente nuestra atención en el bienestar y la seguridad individuales porque, en el mundo cada vez más pequeño en que vivimos, nuestra seguridad y bienestar dependen estrechamente del bienestar y la seguridad de los demás. Volver a los sentidos implica, pues, el cultivo de una conciencia global de todos nuestros sentidos (incluida nuestra mente) y de sus limitaciones y resistirnos a la tentación, cuando nos sentimos profundamente inseguros y disponemos de muchos recursos, de tratar de controlar de un modo estricto y rígido todas las variables del mundo externo, una empresa agotadora, violenta y, en última instancia, abocada al fracaso.
Pero también debemos, en el ámbito mayor de la salud del mundo, prestar una atención muy especial, como sucede en el reducido ámbito de nuestra vida individual, a la conciencia del “cuerpo” político, el cuerpo de las comunidades, de las corporaciones (un vocablo derivado del término “cuerpo”), de las naciones, de las familias de naciones (que padecen sus propios males, enfermedades y confusiones y también poseen profundos recursos para cultivar su autoconciencia y sanar sus propias culturas) y, más allá incluso de todo ello, de la globalidad multicultural que constituye uno de los rasgos más característicos del mundo actual.
Una enfermedad inmunológica es una enfermedad en la que el sistema de percepción, vigilancia y seguridad –es decir, el sistema inmunológico– se descontrola y empieza a atacar a sus propias células y tejidos, una situación que ningún organismo, por más sano y vivo que esté, puede soportar durante mucho tiempo. Y lo mismo sucede con un país cuya política exterior se halle fundamentalmente dictada por una reacción alérgica, una manifestación del sistema inmunológico o la justificación –por más cierta que pueda ser– de que colectivamente está experimentando un síndrome de estrés postraumático, una situación que sólo puede conducir a líderes bienintencionados, en el mejor de los casos, o cínicos, en el peor de ellos, a tratar de sacar tajada para fines que poco o nada tienen que ver con la seguridad y la curación.
Como sucede con el individuo al que un ataque cardíaco u otro diagnóstico adverso inesperado y no letal catapulta a una mayor salud y bienestar, los ataques al sistema, por más terribles que sean, pueden acabar convirtiéndose –adecuadamente atendidos– en una excelente oportunidad para despertar y movilizar nuestros recursos curativos más profundos y poderosos –que por lo general soslayamos hasta el punto de llegar a olvidar–, restablecer nuestras prioridades, reorientar nuestras energías y recuperar así la seguridad y el bienestar.
La curación del mundo es una empresa que compete a muchas generaciones y empieza en el mismo momento en que nos damos cuenta del peligro al que nos enfrentamos si no tenemos adecuadamente en cuenta la condición agónica del paciente (que, en este caso, es el mundo), su historial (que, en este caso, es la vida en este planeta) y, de forma muy especial, la vida humana, puesto que es precisamente nuestra actividad la que está determinando el destino de todos los seres que pueblan la Tierra. Y todo ello nos obliga a prestar atención, por más difícil que nos resulte de aceptar, al diagnóstico de enfermedad inmunológica y prestar también la necesaria atención al potencial curativo que supone abrazar colectivamente, mientras todavía estamos en condiciones de hacerlo, lo mejor y más profundo de nuestra naturaleza como seres vivos y, en consecuencia, como seres sensibles.
Si de verdad queremos sanar al mundo no sólo en beneficio propio, sino en beneficio también de las generaciones venideras, debemos aprender, aunque sólo sea de manera provisional, a poner nuestras múltiples inteligencias al servicio de la vida, la libertad y la búsqueda de la auténtica felicidad. Y ello no sólo en beneficio de los estadounidenses y de los occidentales, sino de todos los habitantes de este planeta, sin importar el continente o la isla en la que vivan…, y hasta en beneficio de todos los seres del mundo natural y del mundo más que humano que los budistas suelen incluir en la expresión seres sensibles.
Precisamente el término “sensibilidad” es la clave para restablecer el contacto con los sentidos y despertar a lo posible. Si renunciamos a la conciencia, es decir, si nos negamos a emplear, perfeccionar y habitar nuestra conciencia, la capacidad genética de ver con claridad y de actuar desinteresadamente, tanto en el interior de nuestra individualidad como en el seno de nuestras instituciones –que incluyen el mundo empresarial, el Congreso, el Senado, la Casa Blanca, las sedes del gobierno y las grandes organizaciones supranacionales como las Naciones Unidas y la Unión Europea–acabaremos condenándonos a una enfermedad inmunológica generada por nuestra propia ignorancia, de la que se deriva el interminable círculo vicioso de la ilusión, el engaño, la avaricia, el miedo, la crueldad, el autoengaño y, por último, la autodestrucción y la muerte.
Ha llegado ya el momento de apostar por la vida y de reflexionar sobre las implicaciones de esa decisión. Y no me refiero ahora a ninguna abstracción y a ninguna generalización, porque ésa es una decisión muy concreta y en ella reside, precisamente, el meollo de la cuestión. Esta decisión está muy próxima a la sustancia y el fundamento del desarrollo de nuestra vida, tanto internamente (en forma de pensamientos y sentimientos) como externamente (a través de nuestras palabras y de nuestras acciones de un instante al siguiente).
Nuestro mundo necesita de todas sus flores, por más que sean tan efímeras que sólo florezcan durante el breve período al que llamamos vida. A nosotros nos corresponde descubrir, tanto individual como colectivamente, el tipo de flores que somos, compartir nuestra singular belleza con el mundo durante el tiempo precioso de que disponemos y transmitir a nuestros hijos y nietos el legado de sabiduría y compasión que se encarna en nuestra manera de vivir, en nuestras instituciones y en la conciencia de la interconexión que nos une, tanto en el seno de nuestro hogar como en el mundo en general. ¿No les parece que ha llegado ya el momento de arriesgarnos a apostar por la salud, tanto en nuestra vida como en el mundo, que no sólo son reflejos el uno del otro, sino que también ponen claramente de manifiesto el genio de nuestra especie?
Esta empresa, en la que nos jugamos nada menos que la salud del planeta, requiere del esfuerzo y la contribución creativa e imaginativa de todos y cada uno de nosotros. Bien podría decirse que nuestra especie está acabando con el mundo y que ha llegado ya el momento de restablecer el contacto con nuestros sentidos, de despertar a la plenitud de nuestra belleza, de emprender el trabajo de curarnos a nosotros mismos, a nuestras sociedades y al planeta, aprovechando todo lo que merezca la pena y que ahora está ya floreciendo. En este sentido, no hay intenciones pequeñas ni esfuerzos insignificantes, ya que todos los pasos son igualmente importantes. Además, y como veremos, la empresa requiere de la colaboración de todos y cada uno de nosotros.
Cuando el lector