con los demás y con el entorno que nos rodea, sino también con respecto al mundo interno de nuestros pensamientos, sentimientos, aspiraciones, miedos, esperanzas y sueños. Independientemente de quiénes seamos y de dónde vivamos, todos compartimos el mismo deseo de vivir en paz, de satisfacer nuestros anhelos y nuestros impulsos creativos, de contribuir al logro de un objetivo mayor, de adaptarnos, de pertenecer, de ser valorados por lo que somos, de desarrollarnos como individuos, como familias y como sociedades que se respetan y encaminan hacia el objetivo común de mantener el equilibrio dinámico individual (es decir, de vivir de forma saludable) y el equilibrio dinámico colectivo (lo que suele conocerse como “bien público”) que respete, en fin, nuestras diferencias, aliente nuestra creatividad y nos libere de las amenazas a nuestro ser y a nuestro bienestar.
Ese equilibrio dinámico colectivo se experimentaría, en mi opinión, como estar en el cielo o, al menos, como estar cómodamente en casa. Así es, como nos sentimos cuando, tanto interna como externamente, estamos en paz, y así es también como se experimentan la salud y la felicidad. ¿No es eso, a fin de cuentas, lo que todos, de un modo u otro, anhelamos?
Pero este equilibrio se encuentra ya, paradójicamente, a nuestro alcance y no tiene nada que ver con las buenas intenciones, el control autoritario o las utopías. Ese equilibrio se encuentra ya presente cuando restablecemos el contacto con nuestro cuerpo, con nuestra mente y con las fuerzas que nos movilizan a lo largo de los días y de los años, es decir, con la motivación y la visión clara de lo que debemos hacer para vivir de un modo que realmente merezca la pena. Este equilibrio se pone de manifiesto en los pequeños actos de bondad que tienen lugar entre extraños, entre los miembros de la misma familia y aun, en tiempos de guerra, entre supuestos enemigos; se halla presente cada vez que reciclamos botellas y periódicos, cada vez que ahorramos agua y cada vez que colaboramos con nuestros vecinos en la protección de nuestro barrio, en la conservación de las zonas vírgenes o en evitar la exterminación de algunas de las especies con las que compartimos este planeta.
Si nuestro planeta está padeciendo realmente una enfermedad inmunológica y si esa enfermedad se deriva de la actividad y del estado mental del ser humano, deberíamos tener muy en cuenta lo que nos dice, sobre el modo adecuado de abordar estos problemas, la vanguardia de la medicina moderna. El desarrollo de la investigación y de la clínica de los últimos treinta años en los ámbitos conocidos como medicina cuerpo/mente, medicina conductual, medicina psicosomática y medicina integradora ha puesto de relieve que el misterioso equilibrio dinámico al que llamamos “salud” incluye tanto al cuerpo como a la mente (por usar una forma de hablar un tanto torpe y artificial que los escinde) y puede verse fomentado por una atención más nutricia y curativa. Todos somos, en lo más profundo de nuestro corazón, capaces de experimentar una paz y un bienestar internos dinámicos, vitales y sostenidos y poseemos una inteligencia innata y multifacética que trasciende lo estrictamente conceptual. Cuando activamos, ponemos en marcha y perfeccionamos esta capacidad, nos sentimos física, emocional y espiritualmente mucho más sanos y felices, nuestro pensamiento se torna más claro y nuestra mente se halla en mejores condiciones de capear las tormentas vitales que el futuro nos depare.
La motivación adecuada permite el cultivo y el perfeccionamiento de la capacidad de prestar atención y de emprender acciones mucho más inteligentes que trascienden nuestros sueños más descabellados. Resulta paradójico, sin embargo, que esta motivación sólo se presente después de haber experimentado una enfermedad que ponga en peligro nuestra vida o un problema que provoque un importante daño corporal y psicológico. Y tal cosa sólo suele ocurrir, como ilustra el caso de muchos de nuestros pacientes de la Stress Reduction Clinic, después de habernos visto obligados a reconocer que, independientemente de sus logros más espectaculares, la ciencia médica tiene limitaciones que convierten la curación en una rareza, el tratamiento –si es que tal cosa es posible– en una simple estrategia para mantener el statu quo y el diagnóstico en una ciencia inexacta y muy a menudo inadecuada.
No sería exagerado decir que las ramas más modernas de la medicina han puesto de relieve la existencia de profundos recursos innatos a los que todos podemos acceder, en cualquier momento, para aprender, crecer, curarnos y transformarnos. Estas aptitudes se hallan inscritas en nuestros genes, en nuestro cerebro, en nuestro cuerpo, en nuestra mente y hasta en la relación que mantenemos con los demás y con el mundo. Y la puerta de acceso a esos recursos se encuentra en el “aquí” (estemos donde estemos) y en el “ahora” (sea éste cual sea).
Todos tenemos pues, independientemente de que la situación en que nos hallemos sea familiar o novedosa, de que nos parezca “buena”, “mala”, “fea”, esperanzadora o desesperada, e independientemente también de que creamos que sus causas son internas o externas, la capacidad de curarnos y de transformarnos. Bien podríamos decir que esos recursos internos forman parte de nuestro legado de nacimiento al que, en consecuencia, podemos apelar en cualquier momento. La capacidad de aprender, de crecer, de curarnos y de desarrollar una forma más inteligente de percibir y actuar y una mayor compasión hacia nosotros mismos y hacia los demás se asienta en la misma naturaleza de nuestra especie.
Pero todas esas capacidades, obviamente, deben ser descubiertas, desarrolladas e implementadas. Debemos aprovechar mejor el tiempo de que disponemos, algo a lo que, hablando en términos generales y lo queramos o no, renunciamos con demasiada frecuencia y reemplazamos con cualquier otra cosa. Pero es igualmente sencillo de comprender que, a lo largo de toda nuestra vida, eso es todo lo que tenemos, que el hecho de estar presentes es un auténtico regalo y que, cuando empezamos a hacerlo, suceden cosas en verdad extraordinarias.
El reto al que ahora nos enfrentamos consiste en cultivar, en todas las situaciones que la vida nos depare, las capacidades de aprender, crecer, curarnos y transformarnos, un viaje que dura toda la vida y que, cuando lo emprendemos, nos lleva a cobrar conciencia de quiénes somos een realiddad y a vivir nuestra vida como si de verdad importase. Y ciertamente que esto sucede, mucho más de lo que creemos y mucho más también de lo que podemos llegar a imaginar. Y las consecuencias de nuestra forma de conciencia no sólo afectan a nuestro disfrute y a nuestro logro personal, sino que al mismo tiempo desarrollan nuestra alegría y nuestras sensaciones de bienestar y de logro.
La movilización y el desarrollo de los recursos de los que todos disponemos promueven también la salud y la cordura. Y el más importante de todos esos recursos es la capacidad de prestar atención a aquellos aspectos de nuestra vida que no sólo desatendemos sino que, muy a menudo, ignoramos.
El hecho de prestar atención perfecciona nuestra conciencia, ese rasgo que, junto al lenguaje, nos caracteriza como individuos y como especie y fomenta el aprendizaje y la transformación. Crecemos, aprendemos, cambiamos y nos tornamos conscientes gracias a la aprehensión directa de las cosas a través de los cinco sentidos y de nuestra mente (a la que los budistas consideran como un sexto sentido). Cualquier aspecto de nuestra experiencia tiene lugar dentro de una complejísima red de relaciones, algunas de las cuales son esencialmente importantes para nuestro bienestar, tanto inmediato como a largo plazo. Tal vez sea cierto que, ahora mismo, no podemos advertir muchas de esas relaciones, porque todavía permanecen más o menos ocultas, aguardando a ser descubiertas, en el entramado de nuestra vida. Pero, aun en tal caso, siempre podemos acceder a esas dimensiones ocultas –a las que podríamos considerar como nuevos grados de libertad– y ponerlas de forma gradual de relieve. Y ello sólo ocurrirá en la medida en que ejercitemos nuestra capacidad de ser conscientes y prestemos una atención deliberada, respetuosa y amable a los sorprendentemente complejos, aunque fundamentalmente ordenados, ámbitos establecidos por el universo, el mundo, nuestro país, nuestra familia, nuestra mente y nuestro cuerpo, en los que nos hallamos inmersos y dentro de los que nos movemos y que se encuentran, lo sepamos o no y nos guste o nos desagrade, fluctuando y cambiando de continuo a todos los niveles y proporcionándonos, de ese modo, incontables ocasiones para crecer, ver con más claridad y emprender acciones más sabias y, de ese modo, acabar con el sufrimiento de nuestras tumultuosas mentes habitualmente alejadas de su hogar, de la quietud y del reposo verdaderos.
El viaje que conduce a la salud y la cordura es una invitación a despertar a la plenitud de nuestra vida mientras todavía estamos viviéndola, en lugar de esperar a hacerlo –en el supuesto de que tal cosa ocurra– cuando estemos postrados en nuestro lecho de muerte, algo que Henry David Thoreau advirtió